Democracia y Política

Lo que el presidente de México debe hacer

EPNMexico12El presidente Enrique Peña Nieto ha mostrado un liderazgo notable al lograr la aprobación de reformas claves destinadas a reanimar la economía e impulsar el desarrollo del país. Pero ahora debe actuar rápidamente para restablecer su credibilidad política y limitar el daño moral a su investidura. La crisis actual lo demanda.

Miles de jóvenes han estado marchando por las calles de México desde que se hizo pública la desaparición y asesinato de 43 estudiantes (confirmado ahora con el ADN de un cuerpo quemado) de la Escuela Normal de Ayotzinapa. De acuerdo con el Procurador de la República, el crimen fue cometido por sicarios de la delincuencia organizada coludidos con el antiguo Presidente Municipal de Iguala (perteneciente al PRD). A pesar de que la mayor parte de estos criminales, incluido el alcalde y su esposa, han sido detenidos, los estudiantes que se manifiestan atribuyen la responsabilidad al gobierno de Peña Nieto (PRI) y cuestionan su legitimidad. Y algunos incluso llegan a demandar que el presidente, legalmente electo, renuncie.

La mayoría de los mexicanos no llega a ese extremo, pero los niveles de aprobación del presidente han caído sensiblemente, y no solo por su lenta reacción al crimen atroz. La sospecha de un conflicto de interés en torno a la compra, por parte de su esposa, de una lujosa mansión, ha ensombrecido aún más la situación de Peña Nieto. Hartos de la violencia y la inseguridad desatada por los carteles de droga, y desconfiados del gobierno, los mexicanos abrigan un profundo agravio político y moral en torno a la situación presente (situación que ninguno de quienes luchamos por el advenimiento de la democracia al fin del milenio, pensamos confrontar jamás). Aunque ha habido incidentes de violencia entre quienes protestan, las manifestaciones en su mayor parte han sido pacíficas aunque intensamente airadas. Y su enojo está justificado.

“No vale nada la vida, la vida no vale nada”, decía una célebre canción mexicana que tristemente expresa actual la situación en amplias regiones del país. En el nuevo milenio, la violencia ha cobrado cerca de 100,000 muertos. En Tamaulipas no existe prácticamente autoridad civil y se asesina a periodistas, blogueros y tuiteros. En el estado sureño de Guerrero, hay al menos quince grupos criminales aliados con presidentes municipales y policías locales. En zonas enteras de Michoacán, Morelos, Estado de México, el secuestro, el asalto y la extorsión se han vuelto endémicos. El 98% de los crímenes quedan impunes. Esa violencia, casi totalmente impune, es el primer problema de México.

La violencia recuerda períodos anteriores de la historia mexicana, como la guerra contra el bandidaje que el dictador Porfirio Díaz (que gobernó de 1876 a 1911) llevó a cabo con su policía montada, los temibles “Rurales”. E incluso nos recuerda a la propia Revolución Mexicana, que dejó tras de sí una larga estela de sangre hasta que una nueva dictadura se impuso con el PRI, fundado en 1929. El prolongado dominio del PRI derivó en una fuente de corrupción que a su vez propició, a fines del siglo pasado, el enriquecimiento de políticos ligados a grandes narcotraficantes.

Muchos creímos que todo esto iba a desaparecer con el solo advenimiento de la democracia en el año 2000, cuando tras 71 años el PRI cayó del poder. Nos equivocamos. La súbita limitación del poder central absoluto (casi monárquico) del Presidente tuvo el efecto positivo de liberar a los poderes locales legales (gobernadores y alcaldes) pero alentó también a los poderes locales ilegales (los narcotraficantes, los criminales organizados) que percibieron la debilidad del nuevo Estado democrático y la aprovecharon para ganar influencia nacional.

¿Cómo detener la violencia criminal? ¿Cómo replegarla y eventualmente vencerla? A diferencia de las dos experiencias anteriores, la vía de un dictador –personal o colectivo– no es solo indeseable sino impensable. La libertad de expresión, las redes sociales y el sólido arraigo de los derechos humanos, no la permitiría. La única opción es que –en el marco de nuestra joven y frágil democracia– el gobierno logre el consenso político y social para afianzar con solidez el imperio de la Ley.

Pero para hacerlo, debe tener credibilidad política y moral, y en este momento es precisamente esa credibilidad la que está en entredicho.

Para tratar de resolver la crisis, Peña Nieto ha propuesto una serie de medidas que volverían a centralizar el poder. Busca eliminar más de 1800 policías municipales (para integrarlas a las policías de los 32 estados) y se propone remover, por medios legales, a gobiernos municipales ligados al crimen organizado. Algunas de estas propuestas apuntan en la dirección correcta, pero se requiere mucho más, en especial una mayor profesionalización de todos los servicios relacionados con el imperio de la ley, desde la investigación de los crímenes hasta los juzgados y las prisiones.

Por ahora, el presidente debería hacer cambios de fondo en su gabinete; remover, por ejemplo, al secretario responsable de haber otorgado la licitación del tren rápido con la misma compañía constructora con la que la Primera Dama adquirió, parcialmente, su mansión. A juicio de muchos de los críticos del presidente, esto pudo haber ocurrido como intercambio. Aunque la esposa del presidente está vendiendo la propiedad y el contrato del tren ha sido rescindido, Peña Nieto debe reconocer las sombras que estos hechos han arrojado sobre su administración.

Esta es, quizá la más difícil petición que yo haría: que el presidente encare a la nación, reconozca sus errores y ofrezca una disculpa al pueblo mexicano. Nada confiere mayor nobleza a una persona en el poder que reconocer su propia humanidad. Ninguna estrategia de reformas, ni siquiera la más racional, puede reemplazar la legitimidad de un liderazgo ético, especialmente en tiempos de crisis. Encarnar ese liderazgo debe ser la prioridad inmediata de Peña Nieto.

 

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