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Lo imprescindible y lo superfluo

Cuando a lo imprescindible se le da el tratamiento de superfluo, se justifica su escasez y sus elevados precios, siempre y cuando sea el Estado quien los comercialice

A una comisión de expertos le llevó casi diez años descubrir la proporcional equivalencia entre la subida de los precios en el mercado y el aumento del salario de los trabajadores estatales cubanos.

Como quien descifra un jeroglífico o responde un acertijo en el que le va la vida, a los expertos les fue necesario, para fijar los precios, tener en cuenta la presumible devaluación del peso, que traía como consecuencia el incremento de los costos de producción, y para subir los salarios tuvieron que considerar además la eliminación de subsidios indebidos y cumplir con el pie forzado de no afectar «las conquistas sociales de la Revolución», sin dejar de advertir que la subida de salarios afectaba también los costos de producción.

En la llamada Tarea Ordenamiento se trazó el principio de que cada trabajador tuviera un gasto de unos 432 pesos mensuales, atendiendo a los bienes y servicios incluidos en la canasta básica. El pago de los servicios de electricidad, agua, gas, transporte y telefonía, más un surtido de alimentos racionados y liberados, debería garantizar lo imprescindible.

Los informes oficiales hablan de 92 productos alimenticios liberados, fuera de la libreta de abastecimiento, y ponen como ejemplo las galletas de sal y las salchichas; mencionan otros 209 productos que se comercializan en la cadena de tiendas minoristas, «de alto impacto en la población» a los que se les mantienen los precios centralizados.

Basta observar las colas que se hacen en esas tiendas en MLC desde horas tempranas y mirar lo que más se compra para darse cuenta de que la mayoría de esas mercancías están ausentes de las antiguas shopping, donde se pagaba en pesos convertibles

Cuando el Estado determinó lo que era indispensable para cada ciudadano, colocó de forma automática en el rango de superfluo todo lo demás. Así, al comenzar la venta de alimentos y productos de aseo en las tiendas que solo funcionan con tarjetas vinculadas a una moneda libremente convertible (MLC), se explicó que se comercializarían productos de «alta gama», aunque en realidad los que contaban con ese recurso acudían a comprar allí productos de primera necesidad a precios desorbitantes.

Basta observar las colas que se hacen en esas tiendas en MLC desde horas tempranas y mirar lo que más se compra para darse cuenta de que la mayoría de esas mercancías están ausentes de las antiguas shopping, donde se pagaba en pesos convertibles (CUC) y donde ahora «cuando sacan algo» tiene que acudir la policía a controlar el orden.

Cuando a lo imprescindible se le da el tratamiento de superfluo, se justifica su escasez y sus elevados precios, siempre y cuando sea el Estado quien los comercialice.

Otra es la vara de medir cuando se trata de productores y comerciantes privados, a los que nadie les ha subido el salario, y solo pueden afrontar los nuevos precios del sector estatal haciendo su propia subida de precios.

Algo que se escapó al cálculo de los expertos que definieron por decreto cuál sería el equilibrio entre salario y precios fue que los trabajadores estatales tendrían que asumir también los importes del mercado cuentapropista.

Esta contradicción se ha intentado solucionar topando los precios en el sector no estatal de la economía, sin considerar que los costos de producción se han disparado como consecuencia de la devaluación del peso y el aumento de los gastos en transportación, electricidad, agua y gas, más la demanda del valor de la mano de obra contratada.

Como modernos Robin Hood, los inspectores, enmascarados de clientes inocentes, descubren al vendedor ambulante que, por ejemplo, pretende cobrar 20 pesos por una libra de tomates

Como los números no cuadran, resulta difícil respetar las reglas y sobrevivir como productor o comerciante, y no solo en el caso de los cuentapropistas: algo similar ocurre detrás de los mostradores de venta en los mercados.

Como en cualquier Estado autoritario, carente de una contrapartida, la solución aplicada ha sido la represión. En el breve tiempo transcurrido desde que se puso en práctica la Tarea Ordenamiento en el país se han realizado cerca de 60.000 inspecciones al comercio minorista, donde se han descubierto alrededor de 34.000 violaciones de precios. Se han retirado más de 600 licencias y se han ejecutado alrededor de 750 decomisos.

Como modernos Robin Hood, los inspectores, enmascarados de clientes inocentes, descubren al vendedor ambulante que, por ejemplo, pretende cobrar 20 pesos por una libra de tomates. Entonces revela su verdadera identidad y convoca al público a que participe de una «venta forzosa al precio establecido». Entre los convocados nunca falta el que humilla al carretillero, pero también aparecen los defensores.

Desde la óptica oficial se considera que un precio en el sector privado es abusivo o especulativo cuando es 2,5 veces mayor que el que existía antes del ordenamiento. No obstante, el transporte público se elevó en un 250% y el pan del racionamiento que pesa 80 gramos y se distribuye uno por cada consumidor aumentó su precio en 20 veces.

Es una opinión bastante compartida entre los ciudadanos que los que toman las decisiones tienen un criterio equivocado sobre cómo se maneja la economía doméstica. La idea de que en las altas esferas del poder tienen asegurado lo que desean consumir, sin verse en la obligación de hacer colas y sin tener que sacar cuentas de lo que cuestan las cosas, es lo primero que se le ocurre a todo aquel al que no le alcanza el dinero para lo que necesita ni el tiempo para comprarlo.

Quizás sea un prejuicio fundamentado en el sobrepeso que se advierte a simple vista entre ministros y altos funcionarios y en el hecho, tal vez casual, de que nunca nadie los ha visto haciendo cola.

 

 

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