López Obrador no debe definir la presidencia de Sheinbaum
El electorado mexicano le otorgó a Claudia Sheinbaum un poder enorme. La tentación de ejercerlo en la forma en que lo hizo su predecesor es algo que debe resistir.
Claudia Sheinbaum ganó la elección del domingo 2 de junio de forma aplastante. En octubre se convertirá en la primera mujer presidenta de México. Este resultado electoral también es significativo para Andrés Manuel López Obrador, predecesor y mentor político de Sheinbaum. Una clara mayoría de mexicanos favoreció en las urnas a su proyecto político, votando no solo por su sucesora sino también por el contingente legislativo de su coalición. Esto le ha otorgado una abrumadora ventaja en el Congreso, abriendo las puertas a profundas reformas que podrían alterar fundamentalmente la Constitución mexicana y, con ella, la vida del país.
Aunque el triunfo de Sheinbaum como primera mujer en ocupar la presidencia merece ser celebrado, el grado de concentración de poder que ha adquirido su partido no augura nada bueno para el futuro de la todavía joven democracia mexicana. La perentoria figura de López Obrador debería ser el primer motivo de cautela.
Durante un cuarto de siglo, el presidente saliente ha dominado la agenda y el discurso políticos de México, primero como fallido candidato presidencial, líder opositor y después, durante los últimos seis años, como presidente. López Obrador luchó por llegar al poder y, una vez allí, utilizó su posición para construir una presidencia basada en el agravio, la intimidación e incluso la difamación de la oposición, sus críticos y la prensa independiente. Desde la concepción misma de su misión política, López Obrador ha concebido su relación con la oposición desde el antagonismo irreductible. Un ejemplo asombroso: no se reunió ni una sola vez con los partidos opositores durante su mandato.
La interpretación de López Obrador de la política como oposición binaria exacerbó un clima de grave polarización que, a la postre, debilitó la democracia mexicana. A pesar de que la Constitución lo prohíbe expresamente, el presidente intervino reiteradamente en el proceso electoral. Utilizó los recursos del Estado para apoyar la candidatura de Sheinbaum y recurrió al púlpito de sus conferencias de prensa diarias para arremeter contra Xóchitl Gálvez, la principal candidata de la oposición, y los cientos de miles de mexicanos que marcharon junto a ella (“traidores”, les llamó López Obrador).
Los métodos antidemocráticos del presidente han empañado la victoria de Sheinbaum y, a la postre, podrían acabar definiendo su presidencia. Su amplio margen de victoria podría ser más una maldición que una bendición. López Obrador podría interpretar su victoria como propia, una especie de reelección por delegación. Si esto ocurre, Sheinbaum podría encontrarse en un aprieto, tratando de liberarse de las expectativas y exigencias de su mentor. No es ningún secreto que López Obrador ve a Sheinbaum como una extensión de su propio proyecto político personal, la llamada “cuarta transformación de México”. La propia Sheinbaum ha aceptado el papel: “Continuaremos con la construcción del segundo piso de la cuarta transformación”, tuiteó tras su victoria. Durante la campaña, Sheinbaum prometió expresamente que continuaría la misión de López Obrador.
Tras el desplome del domingo, el futuro de México podría depender de lo que suponga exactamente esa promesa. Sheinbaum dirigirá un país frágil que se enfrenta a innumerables retos. La campaña electoral estuvo manchada de sangre: desde octubre, al menos treinta candidatos a cargos públicos fueron asesinados. No es casualidad. El control del crimen organizado sobre un porcentaje cada vez mayor del país es alarmante, al igual que su afán de influencia política. El país carga con su mayor déficit fiscal en décadas. El acceso a la salud pública ha disminuido drásticamente. La lista es larga.
Si Sheinbaum quiere maniobrar con éxito en este campo minado, tendrá que liberarse de las directrices de López Obrador. Reivindicado por el mandato del domingo, el presidente saliente podría querer seguir al timón, exigiendo la continuación específica de sus proyectos y su agenda. Para empezar, es probable que el nuevo Congreso apruebe una serie de polémicas reformas que López Obrador ha presentado para cimentar su legado, incluida una reforma judicial que alteraría radicalmente la forma de elegir al Tribunal Supremo del país.
Su influencia también podría dejarse sentir de formas más sutiles. La propia Sheinbaum podría interpretar los resultados del domingo como un claro respaldo a la visión binaria de México de López Obrador. Si la polarización vende tan bien, ¿por qué cambiar de rumbo? Si el electorado mexicano optó por premiar a la aplanadora de López Obrador, ¿por qué reconocer la legitimidad de la oposición o la validez de los críticos del régimen? Sin duda, habrá voces dentro de Morena que abogarán por un planteamiento así. Algunos incluso podrían exigirlo, tal vez entre ellos el presidente saliente.
Sheinbaum debe resistir la tentación de ejercer de esa forma el poder enorme que el electorado mexicano le ha otorgado. En su primer discurso como presidenta electa, habló sabiamente de “paz y armonía” como dos principios rectores de su naciente gobierno. “Imaginamos un México plural, diverso y democrático. Sabemos que el disenso es parte de la democracia y, aunque la mayoría apoyó nuestro proyecto, nuestro deber es y será siempre velar por cada mexicano sin distinción”, dijo.
López Obrador nunca hizo suyo ese espíritu de pluralidad o diversidad. Nunca fue un demócrata. Sheinbaum debe separarse de su mentor político. En aras de la independencia y el gobierno ético, también debe romper ese techo de cristal. El futuro del país que está a punto de gobernar depende de ello. ~