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Los primeros 100 días de Trump: Podría ser peor

Los primeros 100 días de la presidencia de Donald Trump no han sido exactamente un éxito, de acuerdo con los estándares que normalmente se utilizan para juzgar tales cosas. No ha logrado mayoría en el Congreso una legislación significativa, y de hecho ha sido dolorosamente claro que esta Casa Blanca no tiene ningún sentido real de cuál legislación desea aprobar. No ha habido tampoco una luna de miel política: para el tiempo transcurrido de su administración, Trump es el presidente más impopular de los tiempos modernos. Áreas importantes del ejecutivo aún no tienen personal que las atienda o no están en funcionamiento, la Casa Blanca se encuentra en un estado de guerra civil de baja intensidad, y la chapucería, los errores, los conflictos de intereses, los intentos débiles de hacer propaganda y la mentira descarada son todos hechos no normales, como le gusta decir a la autodenominada “resistencia”.

Pero podría ser peor. Es cierto. Déjenme explicar cómo.

En primer lugar, la economía todavía está bien, sigue creando puestos de trabajo y creciendo. Antes de la elección de Trump había buenas razones – según los datos del mercado, no sólo la opinión generalizada de los medios de comunicación – para esperar que su ascenso a la presidencia arrastraría al mercado de valores a la baja, así como al mercado de trabajo. El hecho de que esto no haya sucedido, que la expansión  de la era Obama ha continuado, significa que la administración Trump ha superado hasta ahora un listón (en verdad bajo), y ha logrado un nivel de semi-competencia que convence a los inversores de que hay que invertir, a los consumidores a mantener sus niveles de gasto y a las empresas a contratar. Eso es algo bueno, que no estaba garantizado, y que esperemos que dure.

En segundo lugar, la administración no ha logrado aprobar la sustitución del Obamacare propuesta por Paul Ryan. Por supuesto, esto no es una buena noticia para Trump en las métricas presidenciales habituales, donde la legislación importante cuenta como promesa cumplida, suma puntos fundamentales en el haber, avanza en la construcción de un legado y así sucesivamente. Pero es una buena noticia para el país, debido a que la sustitución del Obamacare propuesta era tan defectuosa que su aprobación habría conseguido poco o nada a favor del bien común. Y es muy posible imaginar que el patrón se repita en el futuro: la considerada legislación positiva para el centro-derecha, bajo Trump, puede ser una quimera, pero es mejor ninguna legislación que una mala legislación, y con un Partido Republicano que está internamente dividido y luce incompetente en la formulación de políticas, la incapacidad de Trump para concluir proyectos legislativos podría salvar al país de un gran número de leyes pésimas.

En tercer lugar, las opciones de Trump en materia de personal han mejorado. Durante un tiempo parecía que su administración tendría algunas personas razonablemente competentes en su gabinete, pero que la propia Casa Blanca, la zona de toma de decisiones cruciales, sería reservada para manipuladores y compinches. Pero desde la salida rápida de Michael Flynn del Consejo de Seguridad Nacional, el círculo inmediato de asesores se ha normalizado en cierta medida.

En materia de asesores económicos, no es probable que Gary Cohn y Kevin Hassett forjen el tipo de síntesis populista-conservadora que haría del experimento con Trump un gran éxito. Pero si mañana nos golpea una crisis financiera, mejor tenerlos a ellos cercanos a Trump, antes que a algunos de los tontos y oportunistas que tenía en su campaña.

Del mismo modo, hace seis meses era posible imaginarse un Trump buscando el consejo de Flynn, Steve Bannon y el secretario de Defensa Newt Gingrich cuando llegara un momento de crisis en política exterior. Hay peligros para el aparato dominado por los militares hacia el cual él ha gravitado desde entonces – pero aún así, debemos estar agradecidos de que sean James Mattis y HR McMaster los que le den ese consejo.

En cuarto lugar, Trump tiene dos logros reales en su haber, dos promesas de campaña. Una de ellas es la candidatura exitosa de Neil Gorsuch al Tribunal Supremo. El otro – una victoria más provisional, pero sin duda sorprendente  – es el rápido decaimiento de los cruces ilegales en la frontera sur, aparentemente impulsado más por la mera amenaza de una aplicación más rigurosa de la ley y el aumento de las deportaciones que por cualquier dramático cambio de políticas.

Esta disminución es un hecho positivo, punto, porque significa que menos personas están llevando a cabo un peligroso viaje que entra en conflicto con las leyes de nuestro país, y porque sugiere que los Estados Unidos en realidad podrían ser capaces de establecer un mayor control sobre la migración, control que muchos de nuestros supuestos sabios han exigido durante mucho tiempo. Pero es especialmente positivo ante la tendencia de Trump de hacer demagogia con el problema: Si la inmigración ilegal no estuviera disminuyendo, el presidente enfrentaría una creciente presión para ser incluso más draconiano, lo que pondría en marcha un ciclo peligroso de protestas y de reacciones violentas en un ambiente ya muy polarizado.

Lo que me lleva a la quinta prueba de buenas noticias: No importa lo cargado y extraño que nuestro momento político pueda ser, hasta ahora el lado anti-Trump aún no ha caído en el tipo de locura que invadió nuestra política en los años 1960 y 1970.

Sí, hay mucho pánico inducido por Trump en la izquierda y en los medios de comunicación, y sí, el ambiente en algunos campus universitarios es histérico y no liberal, con los espasmos de violencia en Berkeley y Middlebury  como ejemplos desagradables. Sin embargo, dados los temores alimentados por la elección de Trump, los hilos de la violencia que se dieron durante la campaña, y los ataques contra su legitimidad que siguieron, era posible imaginar el surgimiento de algo mucho más insurreccional y destructivo para oponerse a él.

Hasta ahora no ha sido así; hasta ahora las mayores protestas se han contenido, y la contra-protesta pro-Trump en buena parte ha estado ausente; hasta ahora todavía tenemos la gracia de una paz civil relativa. Eso, también, es algo que agradecer.

Por supuesto, cualquier acción de gracias es altamente provisional. Cien días es nada, y la Casa Blanca de Trump aún no se ha enfrentado a la clase de desafío, nacional o extranjero, en el que una respuesta irreflexiva del presidente podría conducir a una espiral de desastres. Si terminamos en una guerra a gran escala en la península de Corea en el día 117 de la presente administración, el que el mercado de valores ascendiera o que las ciudades no se incendiaron en protestas durante las primeras semanas de Trump en el cargo, no parecerán grandes logros.

Pero si estos primeros meses establecen el patrón para la presidencia Trump – cierto éxito al frenar la inmigración ilegal, una economía y mercado de valores suficientemente decentes, una incapacidad digna de Carter a la hora de aprobar legislación importante, y una oposición que ha trastornado Twitter pero no ha caído en arrebatos de ira, bueno, -teniendo en cuenta los posibles escenarios en juego- acepto esa alternativa, y estaré agradecido de que mis peores temores no llegaran a concretarse.

Sólo faltan 1.360 días para el final.

 

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The New York Times

It Could Be Worse

Ross Douthat

The first 100 days of Donald Trump’s presidency have not been exactly what you could call successful, by the standards that one would normally use to judge such things. No significant legislation has passed Congress, and indeed it has become painfully clear that this White House has no real sense of what legislation it would even like to pass. There has been no political honeymoon: For this stage of an administration, Trump is the most unpopular president of modern times. Important areas of the executive branch are barely staffed or functioning, the White House is in a state of low-grade civil war, and the bungling, pratfalls, conflicts of interest, weak attempts at propaganda and brazen lying are all, well, not normal, as the self-styled “resistance” likes to say.

But it could be worse. Really, it could. Let me count the ways.

First, the economy is still O.K., still creating jobs and growing. Before Trump’s election there were good reasons — in market data, not just media conventional wisdom — to expect that his ascent to the presidency would drag the stock market downward, and tug the job market down with it. The fact that this hasn’t happened, that instead the Obama-era expansion has continued, means that the Trump administration has thus far cleared one (admittedly low) bar, and achieved a level of semi-competence that persuades investors to invest and consumers to keep spending and businesses to hire. That’s a good thing, it was not guaranteed, and we should hope it lasts.

Second, the administration has failed to push through Paul Ryan’s Obamacare replacement. Sure, this isn’t good news for Trump on the usual presidential metrics, where big legislation counts as promises kept, points on the board, the building blocks of a legacy and so forth. But it is good news for the country, because the proposed Obamacare replacement was so flawed that its passage would have achieved little or nothing for the common good. And it’s quite possible to imagine that pattern repeating itself going forward: Good right-of-center legislation under Trump may be a pipe dream, but better no legislation at all than bad legislation, and with a Republican Party that’s both internally divided and incompetent at policy making, Trump’s inability to close the deal could save the country from a great many lousy bills.

Third, Trump’s personnel choices have improved. For a time it looked as if his administration would have some reasonably competent people in its cabinet but that the White House itself, the zone of crucial decision making, would be reserved for cranks and cronies. But since the swift departure of Michael Flynn from the National Security Council, Trump’s immediate circle of advisers has, well, normalized to a certain extent.

As economic advisers go, Gary Cohn and Kevin Hassett are not likely to forge the sort of populist-conservative synthesis that would make the Trump experiment a roaring success. But if a financial crisis strikes tomorrow, better to have them with Trump’s ear than some of the fools and opportunists who were attached to his campaign.

Similarly, six months ago it was possible to imagine Trump turning to Flynn, Steve Bannon and Secretary of Defense Newt Gingrich for counsel when a foreign policy crisis hit. There are perils to the military-dominated apparatus he has gravitated toward since then — but still, we should be grateful that James Mattis and H. R. McMaster will be giving that advice instead.

Fourth, Trump does have two real achievements to his credit, two campaign promises kept. One is the successful nomination of Neil Gorsuch to the Supreme Court. The other — a more provisional win, but still a striking one — is the rapid falloff of illegal crossings on the southern border, seemingly driven more by the mere threat of tougher enforcement and increased deportations than by any dramatic policy shift.

This drop-off is a good thing, period, because it means that fewer people are undertaking a dangerous journey that falls afoul of United States law, and because it suggests that America might actually be able to establish more control over migration than many of our supposed wise men have long claimed. But it’s a particularly good thing given Trump’s tendency to demagogue the issue: If illegal immigration weren’t declining, he would face increasing pressure to turn ever-more-draconian, which would set off a dangerous cycle of protest and backlash in an already polarized environment.

Which leads me to the fifth piece of good news: As fraught and strange as our political moment may be, thus far the anti-Trump side has not yet fallen into the kind of madness that swept through our politics in the 1960s and 1970s.

Yes, there is a lot of Trump-induced panic on the left and in the media, and yes, the environment around some college campuses is hysterical and illiberal, with the spasms of violence at Berkeley and Middlebury particularly ugly case studies. But given the fears that Trump’s election stoked, the threads of violence that ran through the campaign season and the attacks on his legitimacy that followed, it was possible to imagine something much more insurrectionary and destructive arising to oppose him.

So far that hasn’t happened; so far the biggest protests have been restrained, and pro-Trump counterprotest mostly absent; so far we still have the grace of relative civil peace. That, too, is something to be thankful for.

Of course any thanksgiving is highly provisional. One hundred days is nothing, and the Trump White House has not yet faced the kind of challenge, domestic or foreign, in which a thoughtless response from the president could lead to spiraling disaster. If we end up in a full-scale war in the Korean Peninsula on Day 117 of this administration, the fact that the stock market rose and the cities didn’t burn during Trump’s first weeks in office will not look like that much of an achievement.

But if these first months set the pattern for the Trump presidency — some success curbing illegal immigration, a decent-enough economy and stock market, a Carter-esque inability to pass major legislation and an opposition that’s unhinged on Twitter but not in days-of-rage territory — well, given the possible scenarios in play, I’ll take it, and be grateful that my worst fears didn’t come to pass.

Only about 1,360 days to go.

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