Los aforismos desaforados de Groucho Marx
En el mundo fílmico destaca la gracia de los Marx (digo fílmico por no decir literario, pues la perfecta armazón de los aforismos del gran Groucho es claramente un espejo de su lucidez verbal). Después de Chaplin y Buster Keaton, antes de Woody Allen, el período en que despuntaron estos tres hermanos geniales (otros dos más pertenecieron a la estirpe, pero apenas actuaron y en papeles serios) es el de los años treinta y cuarenta. Fueron inolvidables en el mundo de Hollywood de ese momento, en la órbita de la comedia simplona, la que no pasa apuros en busca de la trascendencia, pero sobre tanta medianía podía advertirse el talento de cada uno de los tres. Desde la música y el mutismo mímico, Chico y Harpo Marx acompañaron en una decena de películas a su hermano menor, quien sin duda fue el más prolífico y articulado de ellos. Groucho era poseedor de un bigote tan plenamente identificable como el de Hitler –su contemporáneo malhadado–, aunque ambos mostachos mostraran tamaño y consistencia opuestos.
Con el don de la improvisación –es curioso que fueran tantos y tan diversos los guionistas de sus películas, y que se advirtiera siempre que lo que decía Groucho era ocurrencia propia– y un ingenio natural al que no es fácil encontrar comparación, la velocidad mental del tercer Marx, su actitud radiante y al mismo tiempo siempre en otro sitio (la distancia irónica de los grandes humoristas, de quienes están y no están involucrados en la escena que hace visible su destreza), caracteriza una sarta de ocurrencias que inevitablemente se han recogido en libros (Groucho y yo, Camas, Memorias de un amante sarnoso), como las de Woody Allen, pero que distan, en ambos casos, de ser tan efectivas fuera de la pantalla. El cine se cuece aparte.
Sin embargo, el humor de Groucho es dócil al aforismo o, por mejor decirlo, cuaja en frases precisas y despiadadas, absurdas y desconcertantes, que tienen la fulminante virtud de pactar, al mismo tiempo, con la formalidad: “Disculpen si los llamo caballeros, pero es que no los conozco bien.” Pronunciada en una cena elegante, en un contexto de amabilidad diplomática, la frase de seguro consigue antes la perplejidad que la hilaridad de los interlocutores, y esa es precisamente la clave del gracejo a lo Groucho: desorientar en primera instancia para luego provocar algo parecido a una reflexión que se resuelve en sonrisa.
De las más reproducidas entre las suyas es cierta ocurrencia que implica una suerte de paradoja de la imposibilidad: “Nunca pertenecería a un club que estuviera dispuesto a aceptarme como miembro”, alambicada esquirla de la lógica, dislocada cuadratura de una argucia circular que se muerde la cola, pues implica que no hay intención de clarificar una situación que de cualquier manera no puede ocurrir.
Con agradable sagacidad, Groucho Marx festeja un posible homenaje a la vanidad devenido desopilante desfachatez: “Desde que tomé su libro hasta que lo solté no paré de reírme. Pienso leerlo algún día”, pues lo suyo es alertar y alterar los ánimos distraídos, ridiculizar la naturaleza cosmética de la conversación de manera que el matiz de la broma alcance, con suerte, perfiles ontológicos: “Estoy con esa mujer porque me recuerda a usted. Sus ojos me recuerdan a los suyos, su boca, su pelo. Todo me recuerda a usted. Excepto usted.” Y esa estructura aglutinante, que nos lleva hacia una plausible terminación que luego se traiciona, ocurre asimismo en esta otra joya del razonamiento deductivo: “Parece idiota, habla como idiota, se comporta como idiota, pero que no los engañe: es idiota.”
Alegre dicharachero, Julius Henry Marx, judío de origen alemán como el amigo de Engels, mostraba una capacidad de detección de las frases hechas y los lugares comunes que, en buena medida, está en la base de su hiperactividad verbal: “Inteligencia militar son términos contradictorios.” Si asumió el sobrenombre de Groucho quizá sea menos por el oficio de “gruñón” que se le endilga a quien se dedica a fustigar y sancionar, así sea graciosamente, la eterna incongruencia del mundo, sino porque –naturalmente estoy bromeando– su humor crece (to grow, en inglés) a partir de la confusión de quien escucha la primera parte de sus frases, sin saber que en la coda está el codicilo que corrige la banalidad del cliché: “Jamás olvido una cara, pero con usted voy a hacer la excepción.”