Los años salvajes acabarán con nosotros
No se pasa de Gregorio Peces-Barba y Miguel Herrero de Miñón a Alvise de golpe
Mires donde mires, todo apunta a que vivimos el final de una época. Basta revisar los ensayos de los años 30 del siglo XX para comprobar las extraordinarias semejanzas de aquel tiempo y el nuestro. Zweig, Spengler y hasta Carl Schmitt parecen estar escribiendo sobre nosotros. En algún momento he pensado en publicar una columna de Ortega, para citar después su origen y evidenciar que los países y las civilizaciones solemos suicidarnos casi siempre de la misma manera. Muchos textos del filósofo madrileño servirían hoy como una excelente Tercera. Por desgracia, porque este hecho impugna la confianza en la historia como una trayectoria de progreso o de salvación.
Llevamos décadas escuchando a charlistas que nos advierten de lo mucho que iba a cambiar el mundo para al final constatar que todo se parece y que la cuerda se rompe por el mismo lado. Hay quien piensa que los populismos o que las fuerzas antisistema ponen en riesgo nuestra manera de vivir, pero casi nadie repara en la manera en la que hemos convertido la política en algo insoportable para demasiada gente.
A las opciones rabiosamente populistas no se llega por casualidad. En el fondo, son la estación de llegada lógica si uno es capaz de ir uniendo los puntos intermedios. Es tan sencillo como seguir la serie. No se pasa de Gregorio Peces-Barba y Herrero de Miñón a Alvise de golpe. Se necesitan muchos Óscar Puente, muchas Iones Belarras, muchos Rufianes y algunas diputadas con camisetas en las que leer «me gusta la fruta» para ir desmontando la institucionalidad que un día nos dimos.
No busquen sólo en las redes las causas. Acudan cualquier día al Congreso de los Diputados y midan la distancia que existe entre los nobles signos que decoran la Cámara y la pobre actividad que alberga. Las virtudes de Platón en las vidrieras, el busto de Argüelles de la entrada al hemiciclo o los techos preciosamente decorados se muestran absolutamente impotentes si quien toma la palabra después es Mertxe Aizpurua. Nada es gratis. Cada insulto, cada pregunta no respondida en una sesión de control o una amnistía divisiva y redactada por quienes habrán de ser beneficiados son tuercas simbólicas de desigual tamaño que hemos decidido aflojar para que nuestra arquitectura institucional colapse. Cuando todo se vaya al carajo, cada uno habrá puesto su granito de arena.
Las democracias siempre tienen enemigos, pero los tiempos de prosperidad los pueblos tienden a protegerlas porque saben que son algo valioso. Si seguimos degradando la institucionalidad, debilitando sus procesos y erosionando la dignidad de la palabra pública no harán falta ni guerras ni golpes para destruirnos. Si seguimos debilitando nuestro régimen democrático, al final solo hará falta una leve brisa para derribarlo.