“Los ciudadanos deben elegir si quieren destinar parte de sus ingresos a un nuevo pacto social. Yo creo en ese pacto”
Felipe González (Sevilla, 1942) no es un político en activo, en el sentido tradicional de la palabra. Sigue siendo el presidente del Gobierno que más tiempo ha dirigido España (1982-1996), pero desde hace más de 20 años no participa en la ejecutiva de un partido, no se presenta a elecciones y no mantiene ningún cargo representativo. Sin embargo, sigue siendo un político en activo desde el punto de vista del pensamiento y de la curiosidad. Europa y España son el centro de sus cavilaciones y a lo largo de esta conversación, mantenida en su domicilio madrileño, se muestra mucho más preocupado por la primera que por la segunda. Afirma que le horroriza la estupidización de la política, las respuestas simples (que no hay que confundir con las sencillas) y la renuncia de los políticos a poner a la sociedad ante sus problemas. Cree firmemente en la necesidad de un nuevo pacto social y en que los ciudadanos estarán de acuerdo en destinar parte de su riqueza a esos objetivos. “Es la magia de la política”, apunta.
Pregunta. Se acercan las elecciones europeas y, en términos generales, hay dos propuestas. Una Unión Europea más integrada y una en la que exista un esqueleto único pero diferentes grupos donde se junten los países de acuerdo con sus intereses compartidos. ¿Qué opina?
Respuesta. Creo que lo simplista es ese mantra de más o menos Europa. Lo que hace falta es mejorar la calidad del funcionamiento de Europa y la manera más razonable es aplicar seriamente el principio de subsidiariedad. Es decir, hagamos juntos lo que podemos hacer mejor como europeos. Busquemos un núcleo, un esqueleto, como quiera llamarlo, que defina las políticas que marcan de verdad la vocación europeísta. El resto, podemos resetearlo. Hay cosas que tienen que permanecer en esa centralidad, y cosas que no tienen por qué estar en el aparato burocrático central europeo.
P. ¿No tenemos que llegar todos al mismo punto?
R. No tenemos por qué. La construcción europea, tal y como se concebía al principio, era una construcción por acumulación de lo que llamamos el acervo comunitario. Siempre que había una posibilidad de acuerdo se adoptaba y se iba sumando acervo. En ningún momento se ha planteado una revisión de ese mecanismo para intentar ganar eficacia en lo que usted llama el esqueleto. Pero eficacia es lo que tenemos que dar a ese centro, ahora que somos 27 y medio, si contamos a Reino Unido. Ahora la complejidad aconseja no seguir acumulando acervo, sino redefinir qué es lo que importa que se haga desde Bruselas, como símbolo, relegitimando, además, democráticamente aquello que se hace. Y averiguar qué elementos podemos ir devolviendo.
P. ¿Ayudaría esa decisión a resolver los problemas que plantean países como Hungría o Polonia?
“El Brexit a los no británicos nos plantea una pregunta dramática: ¿esto será una vacuna o será contagioso?”
R. No, a ellos les va a dar igual porque su deriva es distinta. Pero quizás hubiera ayudado a evitar el error del Brexit. Si se analizan con cuidado las quejas que hicieron triunfar el Brexit, son temores de una sociedad envejecida y están muy poco fundados. Y, sobre todo, se referían mucho más a políticas concretas que a elementos constitutivos de la Unión. El problema de Hungría o de Polonia es de otra naturaleza. Tiene que ver con lo que ahora llaman “democracias iliberales”. Es decir, que no respetan los fundamentos de la democracia representativa. Esos Gobiernos están vulnerando un elemento esencial del funcionamiento de la UE y de cada uno de los Estados miembros. Es incompatible con la Unión. Y no se resuelve con devolver una competencia u otra porque afecta a un problema esencial que define la democracia representativa y, en ese sentido, al mismo hecho de ser miembro de la UE.
P. ¿El verdadero esqueleto de la UE es la democracia liberal representativa?
R. Sin duda. Ese es uno de los elementos. Otro elemento constitutivo desde la propia fundación de la Unión es la economía social de mercado. En algún momento se ha dicho que la competitividad en la economía global se resentía por la dimensión social de la economía de mercado. Siempre he creído que es un error. Ahora vemos una especie de reacción que me da hasta apuro. Me da cierta vergüenza que desde Davos adviertan de que las desigualdades plantean problemas de sostenibilidad del modelo. ¿Ahora hacen una reflexión sobre lo que supone la dimensión social de la economía de mercado, sobre los elementos de redistribución más igualitaria que implica esa dimensión social?
P. Muchos ciudadanos, dicen algunas encuestas, vuelven a la idea del Estado nacional, porque creen que la UE no facilita sino que impide la redistribución, y que solo el Estado puede luchar contra la desigualdad. ¿Es eso así?
R. A veces ha ocurrido. La UE, a mi juicio, no ha sabido gestionar la crisis financiera y después económica y social de 2008. Creo que la respuesta fue equivocada. Se está corrigiendo, afortunadamente, pero se corrige tarde, mucho más tarde que en Estados Unidos. La Unión recurrió solo a medidas de política monetaria y, pese a la gravedad de la crisis, no fue capaz de dar un impulso a políticas anticíclicas.
P. Entonces, ¿la equivocación fue de la UE y los Estados habrían reaccionado mejor por su parte?
R. Tengo dudas. En aquel momento, algunos países, entre ellos España, ya habían agotado su capacidad de respuesta anticíclica. Y era la UE, en su conjunto, la que tenía margen de maniobra para hacer esas políticas con un Banco Europeo de Inversiones, por ejemplo.
P. ¿Fueron decisiones ideológicas?
R. Quiero creer que fueron convicciones equivocadas, pero convicciones. Más austeridad, creían que mejoraría la situación. Lo que pasó con Grecia es paradigmático. Tsipras cometió errores, pero cuando chocó con la realidad tuvo el coraje de gestionarla. Yo diría que él es uno de los grandes conversos de la política de confrontación. En fin, creo que nos equivocamos, que la Unión se equivocó.
P. ¿Fue la peor equivocación?
R. Nos equivocamos también al no predecir las consecuencias de la crisis en la inmigración y al no poner en marcha una política migratoria común. No digo que tengamos una política migratoria europea equivocada, digo que es aún peor: no tenemos una política común en absoluto. Es evidente que si tienes un espacio de libre circulación en la UE, la política migratoria tiene que ser también europea. Es imposible que respondas a un fenómeno migratorio extraordinario de manera parcial o desordenada, sin que te encuentres con un fenómeno nuevo de xenofobia y nacionalismo. Y ese desorden en las respuestas en mitad de una crisis hace crecer los movimientos antieuropeos o excluyentes en cada país, con mayor o menor fuerza.
P. ¿Es imposible que la UE tenga una política migratoria común?
R. No, no lo creo. Es perfectamente posible hacerlo siempre que se tenga la visión necesaria. Si tú construyes un espacio público compartido, y dentro de ese espacio público hay principios de libertad de circulación de personas, de bienes y de servicios, si construyes ese espacio, no puedes imaginar una política diferenciada para el flujo de personas que llega a ese espacio. Tiene que ser la misma. Nos vemos en la inmensa contradicción que es desplegar fuerzas de la OTAN en el Mediterráneo para defendernos, no del ataque de Rusia o de no sé qué otra fuerza, sino de flujos migratorios.
P. ¿Esa ha sido la peor crisis en la UE?
R. La crisis migratoria me preocupa mucho. Pero hay también otra crisis que me inquieta: la del Brexit. Me inquieta mucho porque plantea a los no británicos una pregunta dramática: ¿esto será una vacuna o será contagioso? En principio, lo vemos como una vacuna, porque la respuesta ha mantenido unida a la UE frente a las pretensiones de Reino Unido, pero en el fondo se están produciendo fenómenos que están debilitando a la UE. Tenemos elementos de contagio por muchos sitios. Para colmo, la emergencia en EE UU de un liderazgo imprevisible y antieuropeo, como mínimo, cambia también el escenario de alianzas. De esta parte del Atlántico, comprendo que la reacción a ese fenómeno es extraordinariamente difícil. Pero lo cierto es que también está erosionando las bases de la Unión, porque hay que reconocer que el trumpismo tiene más de un alumno en la política europea. Cuándo van a llegar a ser esos alumnos lo suficientemente relevantes como para que cambien las relaciones de fuerza en la Unión, no lo sé.
P. Usted es un político con una experiencia muy larga, ¿es este el momento más peligroso que ha conocido?
R. No quiero dramatizar. Es peligroso porque los fundamentos de todo lo que hemos hecho —desarrollar una democracia representativa e ir construyendo un espacio supranacional— están en un momento de indefinición, y porque a la crisis de gobernanza se juntan muchos factores externos que están influyendo sobre ella, y muchos factores de futuro que empiezan también a hacerlo. Van a cambiar las relaciones industriales en el mundo sí o sí. Puede haber un repliegue defensivo, pero estos repliegues, si los vemos históricamente, están condenados al fracaso. El problema es si somos capaces de anticipar todo esto en nuestro debate. No para impedirlo, sino para intentar encauzarlo y para que ese tránsito histórico, que se acelera mucho más que la revolución industrial, tenga el mínimo de costes y el máximo de beneficios. Minimizar los costes es, sobre todo con una visión europea, intentar que nadie se quede en la cuneta por ese cambio que se nos viene encima.
P. Una parte de la población cree que ya está en la cuneta. ¿Hay grupos políticos con la fuerza necesaria para cambiar esa percepción?
R. Lo creen incluso cuando no lo están. En realidad, son estados de ánimo sobre qué les espera en el futuro. Y en muchísimos casos contradicen los datos de la realidad. Repito, el problema de fondo permanece: el modelo de economía financierizada e interdependiente de la globalización está creando mayor desigualdad. No es que el modelo no funcione en la crisis, es que el modelo, cuando crece, también es un modelo desigual. Y es responsabilidad de la política dar una respuesta a este hecho. Desde luego, es responsabilidad de la política progresista, si quiere, socialdemócrata. Pero cuando lo analizas desde el punto de vista de esos estados de ánimo, llegas a la conclusión de que el espacio público compartido que llamamos Unión Europea es, en términos relativos, el que tiene mejores condiciones de vida de todo el planeta. A pesar de todo. A pesar de todas las dificultades inocultables, a pesar de fenómenos que podríamos enumerar, de desigualdad, de precarización. Sin embargo, el estado de ánimo en Europa es el que estamos describiendo: el futuro va a ser mucho peor que el presente y que el pasado. En cambio, el estado de ánimo en Asia es que lo pasado fue mucho peor y que el futuro se abre con esperanza. ¿Eso es permanente? Los estados de ánimo son muy cambiantes.
P. Pero ¿qué provoca ese estado de ánimo en Europa? ¿La sensación que tienen algunos ciudadanos de que viven en democracias, digamos, capturadas?
R. Condicionadas. Claro, después hay que acercar el foco y ver qué pasa en cada sitio. Pero sí, democracias condicionadas por factores que los ciudadanos perciben que no dependen de su voto. Por eso es más grave el estado de ánimo en las democracias representativas que en las autocracias en general. Es grave que en las democracias se piense que mi destino no depende de mí, sino de factores externos, y que elija a quien elija esto no va a cambiar.
P. ¿Y es eso verdad?
R. No, no es verdad, pero da pie a que se expliquen cosas complejas con respuestas simples. Ojo, no respuestas que expliquen con sencillez los desafíos complejos, sino respuestas simples y, por tanto, demagógicas. Las respuestas simples que expresan Bolsonaro en Brasil o Trump en EE UU. Esa respuesta simple la vemos todos los días porque el debate político no solo se está banalizando, sino que está cayendo en una simplificación estupidizante como respuesta a problemas que son complejos. Pasa en nuestra casa, pasa en Europa y pasa en EE UU y en Brasil. Me acuerdo siempre del primer ministro sueco Olof Palme, que tenía la capacidad intelectual de explicar lo complejo de manera que se entendiera, pero nunca daba respuestas simples.
P. ¿Hay capacidad hoy de respuesta a eso?
R. Antes decía que tenemos cada vez más limitaciones para redistribuir. No digo que no se puedan superar esas limitaciones. Las señales de alarma sobre la sostenibilidad de un modelo como el actual, de crecientes desigualdades y, por tanto, de crecientes zonas de marginación, llegan incluso desde Davos. Pero allí no se preocupan, para ellos es simplemente un impulso técnico económico, no ético. Es una llamada de atención, digamos, tecnocrática. ¿La política puede actuar sobre eso? Claro. ¿Puede actuar sobre los mercados? Debe actuar sobre los mercados. Siempre he defendido que es peligroso confundir una economía de mercado con una sociedad de mercado. La sociedad de mercado, que convierte al ser humano en mercancía, es brutal. En la negociación del Brexit se nota mucho. Oiga, basamos la construcción europea en cuatro libertades: se mueven los servicios, las mercancías, los capitales y las personas. Se supone que la libertad de movimiento de esos factores es beneficiosa para las personas, pero la paradoja es que limita la libertad de las personas para ajustar los otros tres movimientos.
Por tanto, la política convierte en mercancía a la persona y la economía de mercado se convierte en sociedad de mercado. ¿Es posible hacer política para limitar esa tendencia a crear una sociedad de mercado? Sí lo es. ¿Hay que coordinarlo por lo menos en el ámbito europeo y hay que intentar darle gobernanza a la globalización para que no se provoquen las reacciones retardatarias de un fenómeno que seguirá avanzando? Es posible. ¿Es posible mejorar elementos de predistribución, no solo de distribución o redistribución? Sí, es posible. ¿Es posible mejorar las rentas salariales en el sentido amplio de la palabra, es posible retribuir más seriamente el talento y dar mejores oportunidades en la formación de ese talento y en la respuesta a la crisis? Sí. Eso sería uno de los elementos de predistribución. ¿Qué es lo que me angustia, con 76 años? Que esto no forma parte del debate. Lo que me preocupa es que, bueno, las personas notamos que estamos envejeciendo cuando miramos al suelo antes de poner el pie porque nos da miedo dónde pisamos. Miedo, resalto, miedo. Nos da miedo hacernos daño. Eso pasa con las sociedades.
P. Pero los que tienen que estar ahora mirando hacia abajo son los jóvenes, porque es su suelo el que está lleno de agujeros, ¿no?
R. Tiene razón desde un análisis muy racional, de culto puro a la razón. Pero esta no es una pulsión que dependa solo de un elemento racional. Los jóvenes tienen razones para estar preocupados y en rebeldía. Pero es difícil encontrar razones en un joven para tener miedo. No es una característica ligada a la juventud. Lo es el cabreo y el rechazo, eso era el 15-M. Si usted no me da respuestas, no me representa. Y después han llegado nuevas respuestas, y es curioso porque tienen una cierta tendencia a adquirir los peores vicios unidos a la simplificación. Por tanto, de nuevo cierran el horizonte y crean frustración, y los jóvenes dicen: “Me desentiendo de eso y busco la salida por donde sea”.
“El mantra de más o menos Europa es simplista. Lo que hace falta es mejorar la calidad de su funcionamiento”
P. Cuando usted ganó sus primeras elecciones, en 1982, le propuso a la sociedad un mensaje sencillo, modernizar España. No era una propuesta simple, pero era comprensible para los ciudadanos. ¿Qué se le podría decir ahora que fuera comprensible y asequible, aunque fuera complejo?
R. Bueno, hay muchos temas. Por ejemplo, ¿qué hacemos con la parte de redistributiva como misión del Estado? ¿Podríamos decirles a los ciudadanos que necesitamos dentro de dos años 14 puntos de producto bruto para mantener un sistema digno de pensiones? Son las simplificaciones de las respuestas lo que me aterra. Hay que encarar a la sociedad consigo misma, si quieres ser políticamente responsable. Es decir, necesitamos 14 puntos para pensiones y 10 puntos, mínimo, para un sistema sanitario como el que tenemos. Y deberíamos aspirar a tener entre 5 y 6 puntos como mínimo en educación. Y todavía no hemos hablado de cómo funciona la justicia, de cómo funciona la policía, de qué defensa queremos, de cuáles son los servicios generales.
P. ¿Cuál sería entonces el mensaje complejo, sencillamente formulado?
R. ¿Los ciudadanos españoles están dispuestos a comprometerse a detraer esas cantidades de la riqueza que generamos cada año para hacer esas políticas y sin perder eficacia? Los ciudadanos deben decidir si quieren destinar parte de sus ingresos a un nuevo pacto social. Yo creo en ese pacto. Hay que planteárselo y decir que sí. Tenemos que pactar con la sociedad, porque no se trata de improvisar una respuesta fiscal coyuntural a un elemento que es estructural. Se trata de analizar cuál es el problema estructuralmente y cuál es la respuesta permanente. Te puedes encontrar con la sorpresa de que los ciudadanos —y estoy hablando solo de ese aspecto pero hay otros muchos— te digan que no, que no están dispuestos a pagar, puede ser y tenemos que asumir las consecuencias. Pero yo creo que sí estarían dispuestos. Esa es un poco la magia de la política.
P. Quizás en su momento era más fácil plantear un pacto social porque los ciudadanos tenían más confianza en el sistema de democracia representativa.
R. Todavía hoy creemos eso en España. Y eso nos lleva a otra reflexión. En América Latina a veces les cuesta entenderme cuando digo que no ideologicemos la democracia. La buena democracia no garantiza el buen gobierno, salvo a largo plazo. Lo que garantiza, y es muy importante viniendo de una dictadura, es que podemos echar al Gobierno que no nos gusta. A nadie le gusta que lo echen, ni fracasar, por tanto intenta corregir errores. Y eso, a la larga, permite no solo las alternancias en los Gobiernos con políticas diferenciadas, sino que ayuda a mejorar las prestaciones. Porque aunque alguien creyera que hay que acabar con el sistema nacional de salud, comprendería que la cohesión social en torno a ese tema es tan fuerte que le echarían si lleva a término su convicción.
P. Se han publicado recientemente varios libros sobre cómo mueren las democracias, no solo por golpes de Estado sino también por debilitamiento o pérdida de contenido.
R. Tenemos un retrato robot del golpe de Estado violento, rupturista y represor. Ahora es verdad que se da de manera distinta. ¿Qué es lo que ha hecho, por ejemplo, Maduro en Venezuela? Un golpe de Estado a partir de diciembre de 2015, cuando perdió las elecciones. El mismo diciembre, con la Asamblea ya saliente, deslegitimada, cambió las reglas del juego. Y ha ido completando ese golpe de Estado hasta el nombramiento de una pseudo Asamblea Constituyente, absolutamente monolítica, elegida por mecanismos casi de soviets, que vota a mano alzada lo que le dicen, por unanimidad. El círculo se cerró cuando esa propia Asamblea Constituyente convocó un proceso electoral trucado, para prolongar el poder de Maduro. Lo que ha hecho este señor es un golpe de Estado desarrollado en el tiempo.
P. ¿El debilitamiento de las instituciones es también un problema español?
R. Hay una cosa que está super probada, la validez de la Constitución que nos rige desde hace 40 años. Otra cosa es que nos movamos en esa cosa tan española de que las Constituciones o no se tocan o se liquidan. Pero estos 40 años han demostrado que es perfectamente posible convivir institucionalmente con esa Constitución, facilitando la alternancia entre propuestas que son completamente distintas. El debilitamiento institucional probablemente se aceleraría o acelerará, si no somos capaces de mantener un espíritu reformista y nos quedamos atrapados entre liquidacionistas e inmovilistas. Éstos últimos dicen que mientras exista un problema en Cataluña no debemos intentar reformar la Constitución. O que no hay consenso para intentar reformar el texto, aunque pueda parecer necesario e incluso evidente en algunos casos. Yo creo exactamente lo contrario. Tendríamos que poder ponernos de acuerdo en hacer las reformas que necesitemos, sin una dependencia directa de un desafío de una parte de Cataluña, que se expresa en el independentismo. Y, por cierto, menuda forma de golpe de Estado lo ocurrido en Cataluña, no el 1 de octubre, sino el 6 y 7 de septiembre.
P. ¿Es posible entonces plantear la reforma de la Constitución?
R. Mientras no salgamos de esta confusión, también en Cataluña, será muy difícil avanzar. Pero será peor si todo lo hacemos depender de eso y no se ponen de acuerdo las fuerzas políticas que creen en un buen funcionamiento de la democracia para proponer las reformas que necesitemos, que, al final, no serán las que proponga uno u otro, sino el fruto de una negociación. Si hacemos depender todo de lo que pase en Cataluña, estaremos en una especie de bucle melancólico, y simplemente siempre se irá encontrando un motivo, una excusa, para mantener la situación bloqueada.
P. ¿Cuándo debe un presidente convocar elecciones anticipadas?
R. Depende. En Europa disolver en los últimos seis meses del periodo no se considera una anticipo electoral. Otros creen que agotar una legislatura es llegar hasta el último día. Esa es una interpretación bastante dudosa. Cuando yo era presidente, ¿le daba importancia al Presupuesto? Sí, y pensaba que era la tarjeta de visita del Gobierno para el año. Recuerdo una conversación con Rajoy en la que le dije que en mis tiempos, tener o no presupuesto era decisivo. Ahora no, la prórroga es un mecanismo tan aplicable como obtener una mayoría. Quien tiene ese poder como presidente o presidenta del Gobierno, solo tiene que calcular si disuelve cuando cree que es mejor para los intereses generales o de otro tipo, o cuando no tiene más remedio que disolver.