Los dos reyes, los dos laberintos
“Los reyes, los laberintos siempre tan emblemáticos, la venganza o el rencor, la abundancia y la aridez, se me hacen tan familiares. (…) por lo pronto y lo obvio, solo se vislumbra lo que nos espera a la hora de elegir en el 2024: uno u otro laberinto. Esos que ya conocemos. O un tercero, bien concordado”.
De lo poco que he sabido últimamente de las noticias por falta de tiempo y debido a tropiezos personales, puedo resumir lo que más me llama la atención: la oposición oficial, excepto el partido Voluntad Popular, darían por terminado, a comienzos del año 2023, lo que se ha dado por llamar “gobierno interino” de Juan Guaidó (Dónde estarán los dinerillos de esos años inútiles). También dicen los corrillos de Twitter que el gobierno norteamericano igualmente dejaría de reconocer al gobierno encargado por esas mismas fechas de año nuevo, y que por si fuera poco, los quebrados, digo, los partidos, también se preparan para unas Primarias, pero para elegir -quiero pensar que ni Smartmatic ni su sucesora tendrán nada que ver con esto- un candidato unitario para unas posibles elecciones presidenciales en el 2024.
Me llama la atención la cantidad de veces que durante dos décadas he coleccionado en mi cabeza las palabras unidad, elección, blindaje, si votamos todos ganamos, y la más grandiosa de todo el abanico, la palabra presidencial.
Dos décadas que en poco o nada han cambiado para mejor el destino de los venezolanos. Me hago tantas preguntas. A lo mejor este es un texto de preguntas más que de respuestas. Y sin embargo, como un rayo, sin convocatoria ni invocación, como esas conexiones insospechadas que siempre hace el cerebro cuando menos se le espera (al menos el mío), me viene a la memoria una respuesta que no es mía pero que bien podría resumirnos. Me llegan trazos de algo que leí fascinada cuando aún era muy joven.
Era un cuento único, lleno de ironía, de fe -real o de artificio- de imaginación, de fábula, de humanidad, que leí por primera vez hace muchos años y que repasé apenas en este instante para constatar que era tanto o más pertinente (y maravilloso) de lo que recordaba. Pido de antemano mil disculpas, no solo al espíritu propio de su autor que ya no es de este mundo (sino de todos), también a la literatura toda por mezclar la acritud nuestra de todos los días con la genialidad de un solo escritor.
“Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: “Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo”, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso. Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere”.
Por supuesto que la obra, el laberinto babilónico, terminaba por ser una obscenidad contra toda fe -por no decir blasfemia-. Porque tal sublime y hermoso prodigio es, sin embargo y al mismo tiempo un acorralamiento, y esos son supuestamente poderes inusitados reservados a Alá y jamás a los hombres.
Pero guardando en una gaveta mis lucubraciones, los reyes, los laberintos siempre tan emblemáticos, la venganza o el rencor, la abundancia y la aridez, se me hacen tan familiares por estas esquinas tan lejos de Alá. Tanto, que hasta me parece reconocer algunos personajes, algunos escenarios -el opulento, el yermo, el hombre jactancioso, el vengativo…- Imagino incluso hasta los personajes que no aparecen en el cuento: la reina consorte, los conspiradores agazapados, los dueños de segundas intenciones y los dueños de las primeras, y al final la plebe en medio de ambos laberintos: los comprados, los vendidos, los acomodados, los fingidores, los huidos, y los que ni lo uno ni lo otro, sino los invisibles.
El gran rey de Babilonia, henchido de sí mismo y su poder, con su laberinto bruñido, de muros altos, de escalinatas, de abundancia obscena. Él y todo su capricho para burlarse de los otros y hasta para decidir quién vive y quién no. (En este cuento el autor decidió no incluir a la Reina detrás del trono, pero podría jurar que allí estaba).
Y el otro, el rey árabe, el sencillo, el que ni un reclamo, ni un quejido, quizá podría verse hasta simple, pero contenido, esperando su turno, y no menos ambicioso, que cabalgó en camello, tres días y sus noches, para dejar al grandulón rey de Babilonia abandonado en el desierto, el más vegano de los laberintos , y luego partió. Lo dejó con el aire, las ráfagas de arena, la nada mortal.
En esos laberintos que el gran Jorge Luis Borges relata, en “Los dos reyes, los dos laberintos”, agregaría esta señora que soy -humildemente-, un interregno para pasajeros olvidados. Los que no existen ni para unos ni para otros, los penitentes que hacen el set de dos países en uno: el que tiene mucho y agárrelo quien pueda, y el que solo es dueño de arena y palabras y toma lo que pueda; como alguna vez Alí Babá y sus 40 ladrones.
¿Los pueblos de esos laberintos no existen, son cuento, birla, metáfora?, ¿y los reyes?, ¿son dos?, ¿podrían ser más?
Tal vez en otra interpretación, Borges puede llegar a exponerlo todo como un paisaje raso, el mapa liso de la pérdida del hombre. El extravío. Y es que en un laberinto siempre podremos movernos… Si es que hay potencial para ello.
“A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro”. Dice Borges en algún otro texto. Una esperancita que yo aún aguardo tercamente para los tiempos por venir.
Porque por lo pronto y lo obvio, solo se vislumbra lo que nos espera a la hora de elegir en el 2024: uno u otro laberinto. Esos que ya conocemos. O un tercero, bien concordado. Ah, lo más importante, el autor de los laberintos y los reyes, que quede claro, es Jorge Luis Borges, el hombre que mezcló acritud, mística, magia y maravilla. Y no fue Dios.