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Los feligreses de una comunidad quieren demoler su iglesia, pero un sacerdote intenta salvarla

En un rincón frío y remoto del norte de Quebec, un escándalo de abuso sexual llevó a una iglesia al límite. El reverendo Gérard Tsatselam, de Camerún, busca confortar a los afectados para recuperarla.

Father Gérard Tsatselam, wearing a winter coat and a wool cap, stands in front of a cross facing the Gulf of St. Lawrence.
Gérard Tsatselam de pie  junto a una cruz frente al golfo de San Lorenzo, en la que feligreses enojados amenazaron con arrojar el cuerpo de su predecesor abusivo.

Gérard Tsatselam abordó el ferri y se instaló en su lugar habitual, en un asiento reclinable, al fondo de una sala helada y oscura que habría estado llena si fuera verano. Intranquilo, se sentó enfundado en su enorme abrigo negro mientras una ráfaga de viento fuerte invernal retrasaba la llegada del bote al pueblo en el que intentaba salvar la iglesia.

Salvo por una parada rápida para un funeral, llevaba varios meses sin visitar su parroquia, en Unamen Shipu, una reserva indígena en la helada y aislada costa del noreste de Quebec. La casa parroquial estaba invadida por el moho, por lo que tenía que conseguir hospedaje cada vez que la visitaba.

Otro factor que aumentaba su desasosiego eran los efectos perdurables de una serie de acusaciones de abuso sexual y de otros tipos en contra de su predecesor, un sacerdote belga. Aunque los atropellos habían ocurrido décadas atrás, durante una era de la Iglesia católica que Gérard llamaba “colonial”, quien debía lidiar con el enojo y la desconfianza de los feligreses era él, un sacerdote y misionero de Camerún, una nación de África Central.

 

 

The community of Unamen Shipu, its streets covered in snow, is seen from above.
Unas 1400 personas viven en Unamen Shipu, también conocida por su nombre francés, La Romaine.
A stone statue of the Virgin Mary stands above the snow-covered village of Unamen Shipu.
Una estatua de la Virgen María mira hacia Unamen Shipu, la mayoría de cuyos residentes son católicos. 

Gérard llevaba cuatro años sirviendo como sacerdote en Unamen Shipu, y su predecesor llevaba ya muchos años muerto, cuando se presentaron las acusaciones en 2017.

“En cuanto salieron a la luz, la dinámica cambió”, dijo antes de abordar. “Fue como un antes y un después”.

Inerme, había observado a la mayoría de sus feligreses separarse de la Iglesia.

Ahora que regresaba a Unamen Shipu, Gérard planeaba reconfortar a su congregación menguante y renovar la fe de los que se habían ido.

Gérard, de 43 años, es un hombre de voz suave y complexión media que lleva la cabeza rasurada, lo que enfatiza sus ojos expresivos. Nació y creció en el norte de Camerún, en una región conquistada en el siglo XIX por invasores musulmanes del pueblo fulani, uno de los grupos étnicos dominantes en el occidente de África. Después de la Segunda Guerra Mundial, llegaron varios sacerdotes de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada de Francia y empezaron a buscar a las familias que se habían resistido a convertirse al islam, como la de Gérard.

“Nosotros veíamos al cristianismo más como una religión que nos había liberado del dominio de los invasores musulmanes”, explicó Gérard cuando relató por qué decidió iniciar su preparación para convertirse en sacerdote cuando era un veinteañero.

Un grupo de sacerdotes de los oblatos de Canadá llegaron en busca de nuevos reclutas para su congregación, cuyos miembros eran ya muy mayores, y Gérard no dudó ni por un instante.

A su llegada de Camerún en 2012, era un sacerdote idealista de poco más de treinta años que casi no sabía nada de la enrevesada historia de Canadá con los pueblos indígenas. Formó parte de una oleada de sacerdotes africanos enviados a Quebec para compensar la escasez de sacerdotes locales.

Su llegada coincidió con un periodo de ajuste de cuentas en todo el país por la crueldad con que Canadá había tratado a varias generaciones de indígenas, lo que también había ocurrido en la Iglesia católica y en internados administrados por la Iglesia. En una época en que la Iglesia perdía autoridad en comunidades indígenas que no habían perdido su profunda religiosidad, ¿qué mejor solución para sanar las heridas históricas que enviar sacerdotes de África, un continente destrozado por el colonialismo? Aunque Gérard nunca lo dijo explícitamente, los sacerdotes africanos como él están en una posición única para conectar con la población indígena, libres del peso de la historia y el colonialismo de la nación que inevitablemente cargan los sacerdotes canadienses o europeos.

Gérard se ganó el cariño de muchos miembros de la comunidad innu, el pueblo indígena local al que servía, gracias a que se empeñó en dominar su idioma, por lo que puede charlar y bromear sin problemas con ellos.

A pesar de esto, incluso algunas de las personas que le tienen afecto a Gérard interpretan su presencia como una táctica cínica de la Iglesia.

“Cuando solo pienso en el padre Gérard, en su forma de ser, en cómo se relaciona con las personas y en su sentido del humor, pienso en cuánto ha cambiado la Iglesia”, comentó Bryan Mark, de 41 años, antiguo jefe del consejo de banda de Unamen Shipu. “Pero también me da la impresión de que los sacerdotes africanos están aquí para intentar salvar la imagen de la Iglesia”.

En la actualidad, alrededor de 1400 personas, la mayoría católicos, viven en Unamen Shipu, lugar que se conoce también por su nombre francés, La Romaine. Alrededor de 300 miembros de la comunidad innu trabajan para el gobierno indígena local, el organismo del lugar que emplea a más personas, mientras que casi todos los demás reciben asistencia social. Hay una población reducida de canadienses franceses justo a las afueras de la reserva, y algunos de ellos tienen negocios pequeños como cabañas de caza.

 

Father Gérard, in white vestments, holds up a gold chalice while celebrating Mass in a church whose walls and ceiling are made of wood boards. A Catholic sister in a blue jacket stands by.

El primer día tras el regreso de Gérard a Unamen Shipu, solo dos personas se presentaron a misa, incluida una hermana francocanadiense.

 

 

Esa tarde, Gérard celebró misa con solo dos personas, ambos miembros incondicionales de la comunidad: una hermana católica de nacionalidad canadiense francesa, Armande Dumas, que ha vivido en la reserva desde hace varios años, y Antoine Bellefleur, el cantor principal de la parroquia.

Cuando Bellefleur nació hace 80 años, los innu eran una de las últimas comunidades de las Naciones Originarias de Canadá que vivían como nómadas. Bellefleur compartió que cultivó una relación estrecha con todos los sacerdotes que ha tenido Unamen Shipu desde su creación en 1956 y que utilizar los libros de oraciones que escribió hace décadas el sacerdote belga le proporcionó una gran paz.

“El padre Gérard todavía usa esos libros, así que no hay gran diferencia”, dijo.

Gérard no esperaba que muchos fueran a misa. En Unamen Shipu hace frío y está oscuro por la tarde; además, los caminos son resbalosos. Después de todo, era jueves, no domingo.

De cualquier manera, la escasa asistencia lo preocupó.

“Solo éramos dos o tres en la iglesia”, recordó a la mañana siguiente. “Así que debo preguntarme qué significa eso, por supuesto”.

Cuando Gérard llegó a la casa parroquial, paleó la nieve que bloqueaba la entrada lateral y luego entró al edificio, impregnado del inconfundible olor rancio del moho.

La casa parroquial ilustra a la perfección el predicamento en que se encuentra Gérard: si la derriban, como quieren algunos feligreses que se sienten agraviados, la comunidad perderá parte de su historia y, por si eso fuera poco, la orden de los oblatos no cuenta con recursos para construir un edificio nuevo. Pero si el edificio sigue en pie, será un recordatorio permanente de Alexis Joveneau, el sacerdote belga abusivo que supervisó su construcción hace cuatro décadas.

Gérard se detuvo frente a una puerta cerrada del sótano que ahora se conoce como “el salón negro” y que juró nunca abrir a causa del moho.

Ese es el “salón en el que ocurrieron los abusos”, indicó.

“Hay lugares que evocan malos recuerdos”, añadió. “Por eso la gente dice que debemos demoler la casa parroquial”.

No obstante, Gérard subrayó que la casa parroquial también es el fruto del trabajo duro de los feligreses. La comunidad puso la mano de obra para construirla y ayudó a Joveneau (a quien siempre se dirigieron por su apellido) a manejarla durante décadas. Es parte importante de su historia, señaló.

En un salón amplio del sótano se conservan tomos encuadernados con descripciones profusas y detalladas de la historia de Unamen Shipu. Hay álbumes llenos de fotografías.

En la cocina, tres días antes de la Navidad de 1992, Joveneau tomaba su té matutino con un miembro de la comunidad cuando sufrió un ataque cardiaco mortal.

El sillón en el que se desplomó todavía está ahí, a unos pasos de una ventana de la casa parroquial agujereada por una piedra que alguien lanzó después de que se supo de los abusos.

Joveneau fue sacerdote de Unamen Shipu desde 1953, unos años antes de que se estableciera la reserva.

La primera acusación pública de abuso se hizo tras la muerte de Joveneau en 1992, solo unas horas después del entierro del sacerdote. El hombre que hizo la acusación trabajó para Joveneau durante muchos años en la iglesia y era conocido por sus problemas con el alcohol.

“Después del funeral del padre Joveneau, aunque se caía de borracho, recorrió todo el pueblo dando gritos; no paraba de gritar que estaba contento por la muerte del padre Joveneau, porque el sacerdote lo había violado varias veces de joven”, relató Mark. “Pero nadie le hizo caso”.

Pasó un cuarto de siglo antes de que otros hicieran denuncias.

La gran revelación de acusaciones contra Joveneau inició en 2017, cuando Canadá realizaba una investigación nacional sobre la desaparición y el asesinato de mujeres aborígenes. Cuatro mujeres innu, entre ellas dos de Unamen Shipu, testificaron que Joveneau había abusado sexualmente de ellas en varias ocasiones cuando eran niñas.

Luego hablaron otros, tanto mujeres como hombres, innu y de la pequeña comunidad canadiense francesa. Una mujer belga, sobrina de Joveneau, acusó a su tío de haberla violado varias veces durante una estancia de nueve meses en Unamen Shipu.

La orden de los oblatos se disculpó a través de los medios noticiosos con todas las supuestas víctimas de Joveneau. Una demanda, que incluye alrededor de 200 demandantes, se encuentra en curso ante los tribunales.

Si, como dijo Gérard, hubo un “antes”, los testimonios desencadenaron el principio del “después”. Algunos amenazaron con exhumar el cuerpo de Joveneau y arrojarlo al golfo de San Lorenzo. Otros prometieron que quemarían la casa parroquial. Los testimonios también dividieron a la comunidad entre aquellos que les creen a los denunciantes y aquellos que todavía defienden a Joveneau.

A Gérard le tocó lidiar con la crisis.

Además de la escasa asistencia, Gérard observó que varias personas, en especial fieles más jóvenes, empezaron a aferrarse a creencias indígenas tradicionales.

“La espiritualidad tradicional también existe en las poblaciones africanas”, explicó Gérard. “Cuando te conviertes en cristiano, dicen que ya no puedes practicar esas creencias”.

“Pero algunas veces, cuando las personas sufren traumas tremendos, heridas profundas, algunos vuelven a ellas”, afirmó. “Es como si esas tradiciones quedaran en lo más íntimo de una persona. Parece que el cristianismo no les basta”.

Entre los fieles más furiosos, Gérard observó “un rechazo total, un deseo de volver a los tiempos antiguos, antes de que llegaran los misioneros y antes de la colonización”.

“Como africano, puedo identificarme”, dijo. “Pero también me pregunto cómo es posible volver a lo de antes. ¿A qué vuelves? Ya avanzamos mucho para poder volver a la cultura de la antigüedad”.

 

 

A statue of the first Native American saint, Kateri Tekakwitha, stands among trees and plants inside the village church. A crucifix hangs on the wall.

Una estatua de la primera santa nativa estadounidense, Catalina Tekakwitha, dentro de la iglesia del pueblo.

 

Una tarde, Gérard se topó con un grupo de seis mujeres jóvenes innu que cenaban en una posada. Charló con ellas en innu, entre bromas y sonrisas. Al cabo de un rato, se animó a preguntar por qué no iban a la iglesia.

Las mujeres respondieron que todo les hacía pensar en el pasado y en Joveneau. Le preguntaron a Gérard si podría demoler y volver a construir la iglesia y la casa parroquial. ¿Consideraría usar otros libros de oraciones?

A la mañana siguiente, Gérard no podía ocultar su frustración. “Quieren una Iglesia a su imagen”, concluyó. “¿Pero sí vendrán si eso ocurre?”.

Mientras se preparaba para ir a la iglesia ese domingo, Gérard ni siquiera se atrevió a albergar la esperanza de que asistieran muchos. Pero justo antes del inicio de la misa, a las 9 a. m., recibió una señal prometedora. El hombre de 74 años encargado de sonar la campana de la iglesia y que Gérard creía estaba fuera por un tratamiento médico, apareció inesperadamente.

En cuanto comenzó a tirar de la cuerda de la campana y su repicar resonó por Unamen Shipu, aparecieron los fieles en motonieves y cuatrimotos. Llegaron trece personas, diez hombres y tres mujeres.

Esa noche, Gérard dio una larga caminata por Unamen Shipu, como era su costumbre. Estaba más tranquilo y hablaba con entusiasmo sobre su siguiente visita. Estaba determinado a seguir luchando para salvar la iglesia de Unamen Shipu; su plan era cambiar de una vez por todas su relación con los innu.

“Voy a contribuir a mi modo, voy a caminar con ellos y estar aquí con ellos”, dijo. “Ya no es la Iglesia la que dicta qué hacemos y cómo debemos ser”.

 

Father Gérard walking on a snowy street at night, with a single streetlight glowing above him.

                            Gérard al final del día. “Se necesita humildad cuando vienes aquí”, dijo.

 

 

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