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Los gastos de la familia presidencial. El espejo de la Casa Blanca

02-gastos-02Desde hace dos siglos las reglas del funcionamiento de la Casa Blanca han apostado por delimitar claramente qué gastos debe pagar la familia presidencial durante su estancia en dicha residencia. En México este tema aún se asienta en el terreno de la opacidad

Después de vertiginosos meses con un sinfín de viajes alrededor del país, arduas jornadas de trabajo, apretados esgrimas ante los medios de comunicación y demás sacrificios que implica una campaña política para alcanzar la presidencia de Estados Unidos, los ganadores y sus familias llegan a la Casa Blanca con la confianza de que —más allá de la suerte del gobierno que inicia— tendrán una vida particularmente placentera y podrán olvidarse de preocupaciones mundanas como la cuenta del supermercado. Después de todo, se trata del hogar donde duerme el líder político más poderoso del mundo. Y lo menos que esperan algunos es que su familia y él gocen de lujos, sin mayor costo para ellos, de acuerdo a su privilegiadísima posición social. 

La sorpresa para estos huéspedes, una vez que se instalan en su nuevo hogar, es que todos sus gastos personales, así como los de las amistades que los visiten, corren a cargo de ellos. Si quieren beber vinos onerosos y canapés exóticos con sus amigos para celebrar haber alcanzado la cúspide política del planeta, deben pagar con su dinero la cuenta de esa fiesta. Comida, bebida, mudanza y tintorería, por ejemplo, son gastos que no se solventan con dinero público. Por supuesto, gozan de privilegios: luz, agua, flores, uso de mobiliario histórico, plomeros y jardineros, corren a cargo del Estado. Pero, contrario a lo que algunos piensan, el sueldo del presidente de este país tiene que ser cuidadosamente administrado para hacer frente al resto de sus consumos. Vivir en la Casa Blanca, gracias al electorado, no significa ganarse la lotería: si quieren mantener lleno el refrigerador presidencial es necesario que lo paguen de su bolsa. 

El momento de desconcierto se da usualmente al reunirse por primera vez el jefe del Servicio Doméstico de la Casa Blanca con la primera dama, o el familiar encargado de estos menesteres, para informarle que sus necesidades personales son eso: personales y ellos tendrán que absorberlas económicamente. De tal manera que a partir de ese día, y durante el tiempo que dure la gestión presidencial, se les envía cada mes su cuenta de gastos: pizzas de la reunión de los hijos con sus amigos; whiskys del amigo borracho del presidente; huevos y rebanadas de jamón de los omelettes de los desayunos diarios —balance que se acompaña de un minucioso desglose de cantidades, marcas, proveedores y costos por unidad—. La organización del gasto de la Casa Blanca se ha profesionalizado a tal nivel que el equipo de transición de Barack Obama y Joe Biden elaboró para ellos, a finales de 2008, un “Memorándum sobre la Organización Financiera de la Primera Familia1 que explicaba los gastos que como cualquier familia debían afrontar con su propio dinero para, de esta manera, evitar malentendidos una vez que arribaran a sus nuevos hogares.

Las reacciones de las familias presidenciales ante esta política pública han sido documentadas por la periodista Kate A. Brower en su libro sobre la vida privada de la Casa Blanca: The residence. Inside the private world of the White House.2 Se trata de un trabajo periodístico que, apoyado en entrevistas a trabajadores de la Casa Blanca e integrantes del núcleo familiar de algunos presidentes, ofrece un pintoresco mosaico de lo que implica para estas poderosas familias pagar sus gastos personales. Jackie Kennedy, por ejemplo, ante las altas cuentas, en buena medida por el excesivo consumo de alcohol de las reuniones privadas de su marido, le pidió al jefe de Servicio Doméstico de la Casa Blanca que administrara este lugar como si se tratara del presidente más pobre en la historia del país: “Nosotros no tenemos ni de cerca el dinero que se dice en los periódicos”. Por su parte, el presidente Ford se vio en la necesidad de enseñarle a su hija una cuenta de sus fiestas y advertirle: “Tienes que saber que cuando invitas a tus amigos yo tengo que pagar esto”. Los Carter inclusive llegaron al extremo de ordenar que sus comidas diarias fuesen sobras de las viandas de los eventos sociales de Estado —los cuales sí son parte del presupuesto público—. Y, claro, cuando alguna pareja presidencial se ha animado a un lujo, como los Clinton que apenas llegaron a la Casa Blanca hicieron una remodelación de ésta con un costo de 400 mil dólares, debieron buscar aportaciones privadas de amigos y simpatizantes para pagarla.

Pero, más allá de las anécdotas, vale subrayar que esta línea institucional para distinguir entre los gastos de la familia presidencial derivados del trabajo del presidente de Estados Unidos y aquellos que se ubican en el ámbito privado y, por tanto, no deben ser solventados con impuestos, no es una política reciente. Se trata, más bien, de una minuciosa regulación que se ha pulido a lo largo de dos siglos. En efecto, a finales del siglo XVIII, la Casa Blanca recibió al segundo presidente de Estados Unidos, John Adams, quien pagó con sus propios recursos su manutención y el sueldo de su equipo de trabajo —tanto de aquellos que lo apoyaban en sus tareas como presidente como del personal del área privada de la Casa Blanca—. A partir de entonces, y en respuesta a que esta situación fue fruto de un vacío institucional, el Congreso empezó gradualmente a definir las reglas del funcionamiento de la residencia oficial, destinando presupuesto federal para su personal, mantenimiento y seguridad. Y, por supuesto, trazando los rubros que le correspondía pagar a la familia presidencial con sus propios recursos. 

Así, actualmente, de acuerdo con la sección 105 del Código de Estados Unidos vigente, cada año fiscal en el presupuesto federal, el Congreso asigna los recursos necesarios para solventar aspectos como los siguientes: mantenimiento del aire acondicionado, calefacción e iluminación de la Casa Blanca; gastos oficiales de la Oficina de la Casa Blanca; gastos de representación oficial del presidente; gastos de representación oficial de la Oficina Ejecutiva del presidente; y gastos de subsistencia de los servidores públicos durante viajes oficiales que guarden relación con los viajes del presidente.3 Vale mencionar que el presupuesto para la asistencia y servicios autorizado en la legislación para el presidente se extiende también a su cónyuge, en aquellas actividades y aspectos en los que apoya a aquél en el cumplimiento de sus responsabilidades.

Ahora bien, dado que el Código de Estados Unidos excluye la asignación de recursos públicos para solventar los gastos personales del presidente y su familia, como apuntamos líneas arriba, lo que sucede en la práctica es que la oficina del jefe del Servicio Doméstico envía periódicamente al presidente y su esposa una cuenta que enumera los gastos personales de la familia presidencial entre los que se incluyen: comida y bebidas (tanto de la residencia oficial como de la casa de descanso en Camp David), artículos y servicios personales (peluquería, manicure, colegiatura), tintorería y el salario de sus empleados personales como valet, niñera, institutriz, meseros en fiestas privadas, etcétera.

Un breve paréntesis: en cuanto al presupuesto público destinado a la Casa Blanca, si bien el presidente goza de gran discrecionalidad para definir cómo se debe manejar, esto no significa que carezca de un riguroso escrutinio. Al contrario, el contralor general de Estados Unidos —director de la Oficina de Responsabilidad Gubernamental, agencia del Congreso establecida en 1921 para garantizar la responsabilidad fiscal y de la gestión del gobierno federal— puede revisar en cualquier momento los libros contables, documentos y cualquier registro relacionado con los gastos de cuidado y mantenimiento de la Casa Blanca, los gastos de representación del presidente y viáticos de los servidores públicos con la finalidad de verificar su ejercicio e integrar un reporte para el Congreso en el que se debe denunciar cualquier desvío.

Otro gasto muy bien regulado en este país, con el ánimo de mantener una clara diferencia entre el ámbito público y privado, son los viajes del presidente y su familia. Si bien el primer presidente estadounidense que usó de manera regular un avión durante su cargo fue Franklin D. Roosevelt, no fue sino hasta 1982 durante la administración de Ronald Reagan cuando se establecieron los lineamientos que se mantienen hasta el día de hoy sobre el uso del avión presidencial.4 Se trata de una serie de pautas para determinar cuándo los gastos derivados de los viajes del presidente y del vicepresidente corren a cargo del gobierno federal y cuándo deben ser reembolsados por terceros. Estas reglas, que comprenden los viajes de la primera dama y de la esposa del vicepresidente, sólo aplican a viajes dentro de Estados Unidos, pues todo viaje al extranjero se considera que es oficial y es organizado con la participación de la Secretaría de Estado.

El corazón de esta regulación, entonces, es precisamente la distinción entre viajes oficiales y no oficiales. Lo primeros se entienden como aquellos relacionados con el ejercicio de las facultades y deberes constitucionales del presidente. Tratándose de la primera dama y del personal de la Casa Blanca, sus viajes se ubican en este rubro cuando su objetivo es asistir al presidente en el ejercicio de sus funciones. En estos casos el gobierno federal absorbe los gastos de viaje, alojamiento, comida y transportación. Los viajes no oficiales, por el contrario, son aquellos que no guardan relación con el servicio público. Un ejemplo de esta última categoría son los viajes con fines de proselitismo político; es decir, cuando el propósito del viaje son actividades asociadas al presidente y/o al vicepresidente en su papel de líderes de su partido político —respecto las vacaciones familiares que intuitivamente se podría pensar que son viajes no oficiales, bajo la lógica de que el presidente de Estados Unidos siempre está en funciones, se ha decidido catalogarlos como oficiales y solventarlos con recursos públicos.

Aquí no hay que olvidar que, a diferencia de México, en Estados Unidos se asume abiertamente que el presidente y el vicepresidente desempeñan un rol protagónico en el liderazgo de su partido político, de ahí que no resulte extraño que participen en eventos para recaudar fondos, actividades de campaña para apoyar una candidatura o asistir a reuniones de los órganos de su partido. Lo que sí es inadmisible es que tales actividades se financien con recursos públicos y, por ello, en estos casos, el presidente, vicepresidente, la primera dama y el equipo de trabajo que los acompañe deben reembolsar al gobierno los gastos de operación del Air Force One, siguiendo como referencia la tarifa de una línea aérea comercial. Además de que durante esos viajes deben pagar con recursos propios su alojamiento, comida y traslados. Solamente los agentes del Servicio Secreto encargados de la seguridad son pagados con recursos públicos, pues se considera que están en funciones oficiales.

No es difícil imaginar que, ante este rasero regulatorio, varios de los viajes presidenciales se ubiquen en una zona gris, al mezclarse actividades derivadas de sus funciones como presidente con otras propias de su papel de líder de su partido político. En estos casos se usa una fórmula para asignar proporcionalmente los gastos entre el gobierno y los funcionarios o su partido político. Así, por ejemplo, si la fecha de regreso de un viaje oficial se extiende un día para que el presidente realice proselitismo político en ese destino, el alojamiento y comida de él y de su equipo durante esas 24 horas corren por su cuenta o de su partido político y deben reembolsarse al gobierno federal. Pero como siempre puede haber viajes difíciles de clasificar, estos lineamientos exigen que la Casa Blanca, siguiendo la opinión de la Consejería Jurídica del Departamento de Justicia, defina caso por caso el tipo de viaje en cuestión. De tal manera que cada viaje del avión presidencial viene respaldado por un análisis jurídico que determina su naturaleza y, en este sentido, el responsable de pagar dicho viaje.

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Para dimensionar el grado de sofisticación de esta regulación vale la pena echarle un ojo al presupuesto del gobierno de Estados Unidos para el año fiscal 2017, el cual establece que la Casa Blanca debe solicitar a cualquier persona, física o moral, organizadora de un evento político en el que participe el presidente, vicepresidente o la primera dama, pagar por adelantado un estimado del costo del evento y mantener una especie de línea de crédito para responder por cualquier eventualidad. Adicionalmente, la Casa Blanca solicita al partido político del presidente un depósito de 25 mil dólares para gastos relacionados con eventos políticos organizados por su comité nacional durante el año fiscal. Por último: para garantizar la transparencia y control de estos recursos la Casa Blanca está obligada no sólo a informar, mediante reportes periódicos, al Comité de Apropiaciones del Congreso, sino a mantener un sistema que permita rastrear cada operación de reembolso e identificar el criterio para clasificar cada actividad como oficial o no oficial.

Ahora bien, ¿qué pasa con los gastos de la familia presidencial que vive en Los Pinos? De entrada, hay que mencionar que, durante el periodo de hegemonía del PRI, ésta no fue ni siquiera una pregunta que se plantease. Fue necesaria la llegada de la democracia a nuestro país para aguijonear la curiosidad y, sobre todo, establecer mecanismos institucionales para procesar estos cuestionamientos y pensar la manera en que se sufragan los gastos personales de la familia presidencial. En efecto, con la democracia llegaron instituciones como la Auditoría Superior de la Federación y el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública —antecedente del hoy INAI—, como parte de un esfuerzo por transparentar la actividad gubernamental, en particular el ejercicio de los recursos públicos. En este nuevo contexto se ha presentado en los últimos años un abanico importante de solicitudes de información realizadas a la Oficina de la Presidencia de la República relacionadas con las finanzas de la familia presidencial.

Así, por ejemplo, ancladas en la legislación de transparencia se ha solicitado una relación del personal que apoya las labores diarias del presidente Peña Nieto; la facturación por viáticos de la primera dama Angélica Rivera; la relación de bebidas alcohólicas compradas para reuniones privadas de la residencia oficial de Los Pinos; los gastos erogados por la presidencia de la República para el festejo de uno de los cumpleaños de Calderón; así como si se destinó dinero público para remodelar el rancho San Cristóbal, propiedad personal de Fox. Es cierto, varias de estas preguntas están mal planteadas y fallan en afinar su blanco de ataque; no obstante, lo que hay atrás de ellas es un cuestionamiento mucho más profundo y relevante: si existe una distinción institucional entre los gastos públicos y privados del presidente y su familia.  

Sin considerar la calidad de las interrogantes, el común denominador de las respuestas gubernamentales ha sido o la inexistencia de la información —es decir, que ninguna de las áreas que integran la presidencia de la República tiene registrado un gasto al respecto— o bien la reserva de ésta por motivos de seguridad nacional. Otra respuesta comodín, no menos absurda, ha consistido en señalar que la primera dama no es servidora pública y, por tanto, está exenta de la rendición de cuentas y de la asignación de recursos federales en el Presupuesto de Egresos de la Federación —a pesar de que el Estado Mayor Presidencial tiene entre sus funciones organizar su participación en eventos públicos—. Esta estampa contrasta con la que se tiene en Estados Unidos respecto su primera dama que, como ya vimos, está sujeta a diferentes regulaciones sobre gastos personales, viajes y actividades oficiales y un largo etcétera.

Un ejemplo no menor: la vestimenta de la primera dama estadounidense se tiene que pagar con recursos privados de la pareja presidencial. Es fácil suponer, si consideramos el abultado número de eventos sociales que tiene una persona con esta posición, que este tipo de gasto puede ascender a una suma considerable de dinero. De ahí que Laura Bush confesase algunos años después de haber dejado la Casa Blanca: “Hubo gastos para los que yo no estaba preparada. Me sorprendí del número de vestidos de diseñadores que tenía que comprar para cumplir con las expectativas que se tiene respecto el atuendo de una primera dama.5 Por ello, una estrategia que han implementado algunas primeras damas, sobre todo para los eventos oficiales, es recibir como regalo vestidos de diseñadores de moda pero que por su costo sólo pueden ser aceptados a nombre del gobierno de Estados Unidos y, por ello, al no ser propiedad de ellas, son guardados en el Archivo de la Nación.6

Regresando a las respuestas gubernamentales en México, lo que sugieren éstas es una ausencia de regulación y lo que esto significa: una puerta abierta hacia la discrecionalidad. Simplemente no existen políticas públicas al respecto. El Presupuesto de Egresos de la Federación no contiene precisiones sobre la naturaleza de las actividades presidenciales que deben ser financiadas con recursos públicos y, por tanto, de aquellos gastos que deben ser solventados con los recursos de la familia presidencial. Por su parte, la Secretaría de la Función Pública, hasta la fecha, no ha emitido lineamiento alguno encaminado a regular u organizar las finanzas de la residencia oficial. El Estado Mayor Presidencial, no obstante, pareciese jugar un papel medular, aunque no por buenas razones pues las directrices que ofrecen sus ordenamientos expelen un tufo patrimonialista.

En efecto, si uno revisa el artículo 28 del reglamento de este cuerpo de militares nos encontramos con que “…corresponde a la Ayudantía del Presidente de la República proporcionarle el apoyo personal e inmediato para el desarrollo de sus actividades públicas y privadas”. En esta línea, este mismo reglamento establece que corresponde a la Coordinación General de Transportes Aéreos Presidenciales proporcionar el servicio de transporte aéreo al presidente, “…así como a los servidores públicos y demás personas que determine el propio titular del Ejecutivo Federal.7 Estas brevísimas pautas no sólo mezclan sin mayor reparo los gastos públicos del presidente con sus gastos personales, sino que también están planteadas con tal ambigüedad que casi cualquier necesidad privada puede quedar cobijada dentro del presupuesto público, sin olvidar que el presidente puede invitar al avión presidencial a su amigo de primaria sin siquiera tener que maquillar la eventual aportación de éste en sus responsabilidades como jefe de Estado en dicho viaje oficial. Esto se acentúa si consideramos que el Estado Mayor Presidencial es un órgano técnico militar que se encuentra bajo las órdenes directas del presidente de la República. Si existen criterios o líneas de acción que distingan y detallen entres estos dos tipos de gastos presidenciales —asumiendo que efectivamente existen—, no son públicos. 

Lo más grave, más allá de que esta ausencia de regulación en nuestro país abre la posibilidad de que los gastos personales del presidente y su familia sean cubiertos sin control alguno por el presupuesto público, es la lógica patrimonialista que ha permitido que hasta la fecha no exista una política pública seria al respecto. Una que trace una línea clara entre lo público y lo privado de la familia presidencial y, de esta manera, evite que sus gustos y excentricidades puedan ser pagados con dinero público. Unos lineamientos que en vez de concebir a esta familia como heredera de un reinado, la entiendan en clave republicana: con problemas y decisiones más o menos similares al resto de las familias mexicanas. Mientras esto no cambie, no nos sorprendamos: además de las licitaciones gubernamentales amañadas y de los evidentes conflictos de intereses, una de las hebras de la madeja de la corrupción que envuelve a nuestro país, se teje en la vida privada de las familias presidenciales. Lo peor, sin embargo, con independencia del dinero público dilapidado por este motivo, es la idea del ejercicio del poder que flota en la alcoba y cocina de Los Pinos: “Lo público es nuestro y podemos llevárnoslo”.

 

Paola Cicero Arenas
Abogada por el ITAM, maestra en derecho internacional por la Universidad de Nueva York. Consultora en SPIN-TCP.

Saúl López Noriega
Profesor asociado de la División de Estudios Jurídicos del CIDE.


1 Ver: Memorandum on the First Family’s Financial Arrangements, de Harrison Wellford y Tom Shakow para el equipo de transición Obama-Biden. Obama Biden Transition Project Documents, Center for Presidential Transition. http://bit.ly/2cjYp7r. Consulta: 15 de septiembre de 2016.

2 Harper Collins Publishers, USA, 2015. Cada una de las anécdotas aquí mencionadas fueron extraídas de este libro.

3 Ver: Código de Estados Unidos (U.S. Code), título 3, capítulo 2, sección 105: Asistencia y servicios para el presidente.

4 Ver por ejemplo: Halchin, Elaine, “Presidential Travel: Policy and Costs”, en Congressional Research Service Report for Congress, 17 de mayo de 2012. http://bit.ly/2cxZN22. Consulta: 15 de septiembre de 2016.

5 Ver: “White House living not total free ride”, CNN, 10 de junio de 2014. http://cnn.it/1Kv9gFy. Consulta: 15 de septiembre de 2016.

6 Por ejemplo, recientemente Michelle Obama realizó una exposición en el Museo Smithsoniano del vestido, diseñado por Jason Wu, que utilizó en el baile inaugural en 2008. Ver: “First Lady Michelle Obama’s fabulous clothes: Who pays the bills?”, The Daily News, junio 2, 2014. http://nydn.us/2cWs04A. Consulta: 15 de septiembre de 2016.

7Cursivas nuestras.

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