Los guiños de Juan Guaidó a la Unión Europea en su órdago contra el chavismo
La concentración opositora no escatimó en simbología, pensada hasta el último detalle para apelar al reconocimiento internacional en el que está basando su estrategia
No fue una concentración más de la oposición. Quien ideó la estética, la música y cómo sucedió cada cosa, no lo hizo al azar. Fue una «picada de ojo», un guiño, a la Unión Europea sobre todo, que mañana se espera dé su apoyo unánime a Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela. Los miles de venezolanos que este sábado asistieron a la concentración de rechazo al presidente Nicolás Maduro en Caracas acudieron a una puesta en escena cuidada al detalle.
Quien llegaba a la Avenida Principal de Las Mercedes —una zona que podría asimilarse a Preciados en Madrid: con tiendas, restaurantes, pero también oficinas— se encontraba envuelto en una atmósfera de ópera. Concretamente con el ‘Nabucco’ de Verdi. Y aún más afinado: el ‘Va, pensiero’ o ‘Coro de los esclavos hebreos’, que está contemplado como un canto nostálgico a la patria perdida en manos de la tiranía. Y que años después usaron los patriotas italianos como suerte de apoyo ideológico en búsqueda de la unidad nacional y la soberanía frente a Austria y su dominio. La canción tiene como principal tema el exilio, la nostalgia por la tierra natal.
Precisamente, quienes empezaron a hablar en la tarima fueron venezolanos hijos de inmigrantes. De Alemania. Y de Portugal, España e Italia, países cuya migración llenó Venezuela en los años de posguerra. Cada uno contó la experiencia de sus padres, cómo llegaron a una tierra de oportunidades y sin nada en los bolsillos pudieron levantar una familia. Junto a eso, cada uno hizo un llamado a su país de origen a que atendiera a lo que estaba pasando en Venezuela.
A ambos lados del escenario, una gigantografía con multitud de banderas. La mayoría, europeas. Y en la gran pantalla de fondo, también banderas. Argentina, Marruecos, Suecia… El discurso seguía con todo el apoyo internacional que la oposición ha tenido en los últimos días.
Si había duda de que el tema de la migración, el exilio y la nostalgia de la patria perdida es parte clave de la agenda, Juan Guaidó lo ha recalcado. Como hace en casi cada intervención que da. Como repiten siempre como una letanía los venezolanos de este lado: «Que Venezuela vuelva a ser la que era, el país de abundancia, el país que recibía a migrantes, no que los exportaba». Que, por cierto, llegaba y se iba del acto como un auténtico ‘rockstar’. Entre multitudes que lo querían besar, abrazar, tocar, hacerse una foto con él. No se veía algo así desde los buenos tiempos de Henrique Capriles y Leopoldo López.
En el acto también se jugó con la expectativa y la ilusión de la gente. En la gran pantalla apareció una portada simulada de un diario (de una cabecera concreta) en la que se leía como titular a toda página «Venezuela logra su libertad después de 20 años de lucha«.
Liberaciones, himnos y voladuras
De fondo de otro de los discursos en los que se jaleaba a los asistentes con el mantra de «cese de la usurpación, gobierno de transición, elecciones libres», otro símbolo europeo con significado más allá de lo evidente: ‘La Libertad guiando al pueblo’. En el cuadro de Eugène Delacroix es una escena de cuando el pueblo francés se levantó contra el rey Carlos X de Francia, quien había suprimido el Parlamento por decreto. Los disturbios no tenían un solo líder, por eso es la Libertad la que comanda.
Quienes dieron un discurso en tarima lo hicieron con un micrófono y nada más. Pero llegó el momento de Guaidó. Y entonces de la nada apareció un atril con el escudo de Venezuela. Y una bandera tricolor, de tela rica y acabados en dorado, al estilo de las que hay en cualquier institución medianamente formal. Como si se aplicara aquella de que «la mujer del César no solo tiene que serlo, sino parecerlo». Guaidó se adelantaba y se posaba sobre el atril de metacrilato. Y a su lado, un paso por detrás, su mujer, Fabiana Rosales, vestida con vaquero, una sencilla pero vaporosa camisa blanca cerrada al cuello que no dejaba ver ni un ápice de su piel, la melena suelta pero contenida con una diadema y un rosario de madera oscura colgado al cuello. A cada nombre de político que a su esposo se le olvidaba nombrar para darle las gracias, ella se acercaba al oído y se lo remarcaba. Si alguien quería entregar algo, ella lo recogía.
Después, y como parte de la simbología patria y parte indispensable de cada marcha, acto, misa, concentración que se hace en el país, se hizo un juramento al estilo de los que se hacían en el siglo XIX contra la ocupación española y a favor de la patria. Luego otro clásico: el himno nacional. «Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó, la ley respetando, la virtud y honor»…
Ahí es cuando termina el acto, pero no la simbología. Primero sonó la Sinfonía número 9 de Beethoven, popularizada en España en su versión con letra de Miguel Ríos como el «Himno de la alegría». Su último movimiento, coral, es un símbolo de la libertad. Pero además, una versión hecha por Karajan se convirtió en los años 70 en un himno: el de la Unión Europea.
La última melodía que sonó en el acto, cuando una parte de la gente empezaba a irse pero otra esperaba aún por ver de nuevo a Guaidó, fue la Obertura 1812 de Tchaikovsky. Si el lector no recuerda cuál es, solo debe llevar su mente a la película ‘V de Vendetta’. En la cinta —basada en el cómic de Alan Moore—, V es un luchador por la libertad que pretende la destrucción del Estado fascista que se ha instalado en Inglaterra. Y su acto más grande, más simbólico, contra el poder tirano es precisamente hacer estallar el lugar donde se aloja: el Palacio de Westminster, curiosamente el edificio que aloja al Parlamento de la democracia más antigua del mundo. Mientras ocurre, en toda la ciudad, suena en los altavoces la Obertura de Tchaikovsky, con su salva de disparos de cañón y el repique de campanas triunfal, allí donde antes sonaba la voz del líder-tirano Adam Sutler.
Como decíamos al principio, no se ha dejado nada al azar. Aunque a la hora de pensar las cosas al detalle, es más fácil planificar un acto público que una transferencia de poder. Especialmente, si quien lo ocupa no quiere marcharse.