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Los histriones

El ciudadano ya no tiene posibilidad de elegir entre lo que cree más adecuado sino que solo puede decantarse por lo que sea distinto a aquello que le horroriza

La expresión anglosajona grandstanding hace referencia al uso del discurso moral como herramienta de autopromoción, ya sea buscando impresionar a los demás con nuestra virtud o como medio para desactivar las opiniones discrepantes. Aunque algunos lo identifican con lucimiento y otros con grandilocuencia, creo que esas palabras no abarcan todos los matices de la conducta. Yo prefiero una versión mucho más antigua del asunto. En el libro Charlas de café (Espasa Calpe, 1941) Ramón y Cajal escribe: “Por lo general, solo son sinceras las opiniones expuestas en las tertulias íntimas, formadas por escasas personas. En cuanto hay galería y teatro, todos somos un poco histriones”. Aunque la expresión de don Santiago mueve a la indulgencia, lo que él retrataba como una pequeña vanidad generalizada ha adquirido hoy dimensiones preocupantes.

El eslogan del feminismo de los años sesenta –lo personal es político– parece haberse transformado –lo personal es público- y lo que antaño se circunscribía a aquellas personas que hacían del espectáculo su profesión hoy se extiende a cualquier ciudadano anónimo y es capaz de llegar a audiencias millonarias. Todos somos víctimas y verdugos potenciales de los demás. En este contexto, recurrir al argumento moral se convierte en una forma de obtención de prestigio social más rápida y sencilla que la tradicional vía del esfuerzo o la capacidad. El histrión posmoderno no necesita ser virtuoso, solo busca que los demás piensen que lo es y, además, en mayor medida que el resto.

Lo que a priori parece una vulgaridad, se convierte en algo muy desagradable si la declaración inicial señala el vicio en la conducta de alguien

Justin Tosi y Brandon Warmke acaban de publicar en forma de libro (Grandstanding, The use and abuse of moral talk. Oxford University Press, 2020) un estudio sobre las características de este abuso del discurso moral y las consecuencias que tiene para el debate público. En un mundo hiperconectado, los histriones alcanzan sus objetivos de reconocimiento a través de diversas técnicas. La más sencilla es la acumulación de asentimientos: un número elevado de personas secunda una declaración grandilocuente simplemente para demostrar que ellos también están del lado correcto. Lo que a priori parece una vulgaridad, se convierte en algo muy desagradable si la declaración inicial señala el vicio en la conducta de alguien. Como indican los autores, esta técnica solo finaliza cuando logra arrancar una declaración de arrepentimiento al señalado, que, por otro lado, no suele ser suficientemente satisfactoria.

En otras ocasiones no solo se hace seguidismo sino competición y se produce una escalada de argumentos morales. Esta pelea por demostrar quién sufre más por una buena causa -que aprovecha la tendencia general de pensar que quien más se indigna más se preocupa- lleva a identificar como problemas morales graves lo que no eran sino meros accidentes o descuidos sin importancia hasta ese momento y convertirlos en cuestiones capaces de enterrar la reputación de cualquier desdichado. Incluso aunque el objetivo sea culpable, el resultado adopta tal escala que convierte el reproche en castigo despiadado. Por si esa ausencia de caridad no fuera suficiente, sucede a veces que los participantes más fervorosos no hacen sino lavar las propias culpas castigando las vidas de otros.

Propuestas extremas

Las consecuencias de la generalización de estos comportamientos van mucho más allá de las sufridas por individuos concretos. La sociedad en conjunto las sufre. El histrionismo moral es un acelerador de la polarización política. Cuando es practicado en el seno de las organizaciones, los debates internos siempre finalizan con propuestas más extremas de las iniciales y la distancia entre los grupos ideológicos se agranda de tal manera que el ciudadano ya no tiene posibilidad de elegir entre lo que cree más adecuado sino que solo puede decantarse por lo que sea distinto a aquello que le horroriza.

Hay muchas otras consecuencias, quizá menos llamativas, pero que afectan a la convivencia diaria. La pérdida de la cordialidad, de la alegre y necesaria levedad de muchas discusiones. El silenciamiento de las opiniones de personas moderadas, exhaustas ante la indignación constante y temerosas de no indignarse lo suficiente o por el motivo correcto. La autocensura en el campo artístico. La devaluación de la confianza pública. El abandono de buenas causas que merecen nuestra indignación y de víctimas que necesitan de nuestra defensa.

Este sonrojante exhibicionismo emocional no solo reduce nuestra predisposición a la solidaridad sino que nos hace sentir manipulados. El resultado, como escribió esta semana Cristina Casabón, es que “la grandilocuencia moral (…) no nos hace mejores, quizás solo un poco más cínicos”.

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