Democracia y Política

Los huesos de Isaacs y los papeles de Gabo

Hace más de un siglo —cuenta el historiador Malcolm Deas— una comisión del Gobierno trasladó los restos de Jorge Isaacs de Ibagué, donde yacían huérfanos y sin mármol, a Medellín, donde fueron sepultados con todos los honores, bajo un gran monumento, en el cementerio de San Pedro.

Los detalles del viaje de los huesos, los mechones arrancados de la calavera como reliquia, los discursos ante la urna funeraria, los carros alegóricos… todo parece un cuento surrealista que no les cuento aquí porque el profesor Deas publicará un ensayo con los detalles. Lo que quiero destacar es que Isaacs había nacido en el Cauca, y por eso los antioqueños se vieron casi obligados a disculparse por sepultar a Isaacs donde él quería y no en su tierra natal.

Esta sepultura “en tierra extraña” viene a cuento por la absurda polémica que han armado un puñado de periodistas patrioteros que parecieran no tener otro oficio que montar peloteras incluso por algo que debería considerarse una buena noticia: que buena parte de los papeles, manuscritos, fotos, y correspondencia de García Márquez reposarán en una de las instituciones más respetadas y responsables del planeta como depósito de documentos de grandes escritores del mundo entero, y en especial de América Latina. No existe mejor sitio que el Centro Ransom de la Universidad de Texas (donde hay documentos de Hemingway, Borges, Faulkner y Coetzee) para tener bien guardados, exhibidos y cuidados los papeles de un escritor.

Las críticas han sido de dos tipos: la primera es francamente mamerta, y dice que la familia no debería vender nada de los borradores y manuscritos de Gabo, sino donarlos a su tierra natal. ¿Como por qué? ¿Quién ha dicho que los escritores y sus familias tienen que hacer votos de pobreza como si fueran santos o monjes de una secta franciscana? Ya es un milagro que un hombre pueblerino haya podido salir de la pobreza —y hasta llegar a ser rico— sin explotar a nadie y con la sola fuerza de su pluma y su imaginación. Pedirles que regalen sus borradores sería como exigirles a los herederos de Picasso que donen sus bocetos. Si lo quieren hacer, muy bien, pero no veo nada criticable en vender los papeles a una institución seria que, además, los pondrá a disposición del mundo entero digitalizándolos. Estos puritanos de la plata se escandalizan por lo más natural: que uno no está obligado a regalar su trabajo.

El segundo tipo de crítica, provinciana y miope, ha sido que el gobierno colombiano no quiso participar en una supuesta subasta por obtener para-la-patria los papeles de Gabo. Primero que todo, la tal subasta no existió. Como ha declarado Rodrigo García, el hijo de Gabo, gran cineasta que vive en Estados Unidos, la familia escogió el sitio que le pareció mejor. Así la Biblioteca Nacional estuviera dispuesta a acoger estos documentos, a la familia le pareció que Austin era un destino más adecuado. Si extremáramos el patrioterismo barato, habría que exigir que todo fuera a dar a la biblioteca pública de Aracataca.

La bobada localista parece no darse cuenta, primero, que la literatura —y sobre todo la obra de un escritor genial— es universal, y es maravilloso que se valore, aprecie y conserve en cualquier parte del mundo, y más donde haya las mejores condiciones para preservarla. Si queremos que se quede aquí el legado de los escritores, los músicos o los artistas locales, tendríamos que empezar por crear instituciones (públicas y privadas) con la capacidad técnica y financiera para poder adquirir y saber cuidar estos documentos.

Lo único que rescato de este alboroto es que hemos progresado un poco. Hace un siglo las regiones luchaban por los huesos de Isaacs. Al menos ahora no estamos peleando por el fetiche de las cenizas de García Márquez. Ojalá hace un siglo hubiera existido un Centro Ransom, aquí o en cualquier parte del mundo, que hubiera acogido y protegido en una urna, no los huesos, sino los papeles de Isaacs.

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