Los libros prohibidos
Acaba de salir una edición crítica alemana de Mein Kampf, la tristemente célebre obra de Adolf Hitler. Durante 70 años los derechos legales del libro eran del Estado de Baviera, que desde el final de la guerra se abstuvo de publicar el libro, el cual había sido explícitamente prohibido por los aliados al final de la guerra. Aunque hay neo-nazis alemanes que pueden encontrar fácilmente el manifiesto de Hitler en la red, el libro impreso no se conseguía en su país. Para alguien que en general está en contra de las prohibiciones (que lo vuelven todo más apetecible) resulta comprensible, por motivos históricos, que el libro en Alemania estuviera proscrito.
Cuando fui empleado de una librería (El Carnero) y después socio de otra (Palinuro), siempre nos preguntábamos qué hacer cuando en la compra de una biblioteca aparecían libros como ese de Hitler u otros de clara inclinación racista. Es más, a ambas librerías iba siempre el mismo cliente (apodado por nosotros Adolfo) que quería ver todo lo que hubiera sobre el nazismo, y compraba aquello que le pareciera vagamente favorable. Un día, incluso, quiso que ofreciéramos sus breves panfletos neo-nazis y negacionistas del Holocausto, pero no los recibimos. En general, salvo si el libro tenía algún interés histórico o bibliográfico (el encomio de un político local, por ejemplo, que diera luz sobre sus inclinaciones políticas), tratábamos los libros de Hitler como cualquier tipo de basura o material reciclable, al lado de las ediciones pirata, pseudocientíficas, de autoayuda barata, etc.
En la biblioteca de la Universidad Eafit, donde trabajo, hay varias ediciones de Mi lucha. Una biblioteca es el depósito de una historia de la cultura, incluso de la degradación de la cultura, o del asco. Si hubiera, por ejemplo, un Manual de tortura escrito por un militar argentino en los años 70, supongo que deberíamos tener el libro, no como manual, pero sí como testimonio de una época y de una infamia. El problema sería que alguien quisiera consultarlo para aprender a torturar (digamos un mafioso que quiera sacar información de un enemigo). ¿Pero cómo saber para qué se consulta un libro?
Un dilema parecido, para libreros y bibliotecarios, son algunos tratados que dan consejos prácticos para el suicidio. El libro podría tener un interés farmacológico, o médico, pero sería nefasto para un adolescente deprimido. El caso es que uno nunca sabe si alguien se acerca a Mein Kampf por curiosidad sociológica, como una manera de indagar en las fuentes de la locura ideológica que puede contagiarse a un pueblo culto, o para alimentar el antisemitismo.
A la conciencia liberal le repugna comportarse como nazi, y quemar libros. Pero así como un periódico puede negarse a publicar ciertos artículos por motivos ideológicos (yo no publicaría defensas de la homofobia o de la segregación racial), los libreros pueden también negarse a vender cierto tipo de libro. La pregunta es si el Estado debe prohibir la publicación de adefesios ideológicos, de mentiras, de teorías pseudocientíficas ridículas (“los géminis son propensos al cáncer de colon”), o si el valor de la libertad está por encima del valor de la verdad, sobre todo por el riesgo de que a un gobierno cualquiera le dé por definir lo que es verdad: la del Corán, la de la Biblia, la de un comité de sabios…
Si yo supiera alemán hojearía la edición crítica de Mein Kampf, sobre todo las notas, para enterarme de las fuentes de Hitler, para notar sus tergiversaciones biológicas y sus mentiras, sus delirios raciales, pero no creo que compraría el libro. Si fuera librero allá, tal vez lo vendería. Si fuera bibliotecario en Berlín, tendría el deber de adquirirlo. Creo que casi siempre es mejor criticar la impostura que prohibirla. La ideología liberal a la que me inclino (todos los fundamentalistas de la Verdad tienden a la prohibición) es la que más me convence, pero tiene tantos riesgos que es la que me deja también menos tranquilo.