La victoria del candidato republicano Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas ha sido un desastre para los medios del país y Europa, en general. La práctica totalidad de periódicos, casi de televisiones, todos los reproductores de noticias, más artistas, intelectuales, numerosos colegas del propio partido republicano, la ONU, el presidente Obama y celebridades a ambos lados del Atlántico, habían expresado su oposición y aún más, su desdén por el megamillonario de Nueva York. Y desdén con error se paga.
Ha quedado probado que, en su —nuestra— formidable soberbia, nos equivocábamos todos, que no habíamos sido capaces de valorar lo profundo, lo invencible del cambio en la sociedad de EE UU y por simpatía o contagio originado en Europa, donde medran trumpismos varios que identificamos como una extrema derecha, racista, xenófoba y antimoderna, o como genuino producto anglosajón. Yo mismo, que ya he reconocido por escrito el craso error, llegué a escribir, pero solo en un tuit y mucho antes de que Trump creciera en las encuestas, que Hillary le iba a dar una soberana paliza.
Y junto con los medios las encuestas han sufrido igualmente una feroz somanta. Pero, al César lo que es del César, al menos en los números el error no ha sido tan descomunal. En Europa se barajaban mayormente las encuestas del voto popular general, no desglosado por Estados, y en la víspera de la campaña estas atribuían la victoria a la candidata demócrata —de la que muchos habíamos dicho asimismo que si alguien podía perder con Trump era ella— por entre uno y dos puntos, y en el cómputo final Hillary ha superado en más de un millón de sufragios al extravagante Trump. Pero el sistema norteamericano se basa en la soberanía de los Estados que se unieron en 1776 para formar una confederación, que solo con el tiempo ha evolucionado a lo federal, y cuenta votos electorales por cada uno de ellos, no la suma indiscriminada de sufragios populares. Eso ya le ocurrió al demócrata Gore contra el republicano Bush, quien obtuvo finalmente la presidencia. Y no ha habido ninguna protesta masiva de que las cosas sean así.
Eso no quita que los medios no entendieran el calado de la protesta que encabezaba Trump. Este es el error grave: no acertar quien pudiera ser el vencedor de las elecciones, sino no haber sido capaces de apreciar los desórdenes intestinales del sistema. Y todo ello tiene que ver con la ruda transformación de la comunicación estos últimos años. Aunque eso de ningún modo excusa el papelón que hemos hecho, lo que ha pasado es que la revolución digital lo ha trastornado todo.
Seguir hablando de la prensa como Cuarto Poder sería un absurdo porque lo ocurrido es una prueba más de que la comunicación está avanzando poderosamente, superponiéndose con ventaja a la información y sobre todo a la tradicional del impreso. El público se informa, o eso cree, cada día más a través de las redes sociales sin discriminar cuál es la fuente, Perico de los Palotes o medios que seria y profesionalmente se dedican a ello.
Hasta fecha reciente podíamos valorar el grado de penetración de los medios clásicos en la sociedad por su difusión así como por su capacidad de atraer publicidad; se ha dicho con más o menos razón que lo que cae esa difusión está más que compensado con el aumento de la lectura en redes y directamente en la operación digital de los medios; pero, aunque el progreso estadístico y de control de cuántos navegantes nos auscultan e incluso del tiempo que consumen en página se perfecciona sin cesar, hoy es aún imposible saber la atención con la que realmente lo hacen. Quien va al quiosco y se gasta sus euros en un diario cabe asumir que le dedica un espacio apreciable de su vida a consumirlo. Pero su equivalente digital es todavía un enigma.
Lo definitivo es que de Cuarto Poder, nada de nada; que ese poder está en el mejor de los casos difuminado en la persona a persona que caracteriza la comunicación sobre la información. Y eso no hace que la sociedad esté hoy mejor informada.