Los miedos de Tijuana
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TIJUANA – La mañana del 29 de noviembre se largó a llover a cántaros en Tijuana. Al comenzar la tarde la situación ya era calamitosa. Esa explanada sucia y hedionda en que acampaban los cerca de seis mil migrantes centroamericanos que han ido sumándose a la caravana que partió de San Pedro Sula, en Honduras, devino un barrial. Niños con sandalias escapaban del aburrimiento yendo de un lugar a otro con los pies empapados. Uno que había nacido pocos meses antes de iniciar la travesía, aprendía a caminar en la inmundicia.
Este éxodo de características bíblicas está lleno de menores de edad y no pocos viajan sin adultos a su cargo. Juan Pablo Villalobos, autor de Yo tuve un sueño, asegura que en los últimos cinco años 189.000 niños viajaron solos. Lo que no hay son viejos. Ellos no soportarían el trayecto ni tienen tiempo para comenzar de nuevo.
¿De qué huyen estos migrantes? Principalmente, del miedo que sienten en sus lugares de origen. Así me lo hicieron saber prácticamente todos a los que entrevisté.
A un migrante de El Salvador, que había sido militar, los miembros de la Mara Salvatrucha le pidieron transportar armas, pero él se negó. Días más tarde encontró a su mamá descuartizada. Un taxista de San Pedro Sula fue asaltado y advertido: “Si nos denuncias, te matamos”. Nunca más salió a trabajar. A otro de Cojutepeque lo desnudaron y apalearon con un bate de béisbol hasta que no pudo mover un dedo. A muchos migrantes les aterra más lo que dejan que cualquier riesgo por venir.
Según el barómetro de las Américas que anualmente realiza la Universidad de Vanderbilt, en 2017 más de la mitad de los habitantes del Triángulo Norte —Honduras, Guatemala y El Salvador— reconoció tener miedo a morir asesinados.
Por eso aquella tarde mientras llovía, algunas personas se tiraron al mar revuelto y frío, para superar el muro que se adentra en el agua. Otras, temiendo que las devolvieran, rasparon sus costillas para pasar con sus criaturas en brazos por entre los barrotes oxidados de las vallas que separan a Estados Unidos de sus vecinos del sur, y unos jóvenes a los que acompañé en parte de su aventura aguardaron hasta altas horas de la noche con la esperanza de encontrar un punto ciego en el muro y cruzarlo sin ser vistos. Ellos lo consiguieron, pero fueron rápidamente detenidos por la patrulla fronteriza.
La celosa vigilancia de la frontera, el envío por parte de Trump de tropas del ejército para detener y reprimir a los migrantes que intenten cruzar y la movilización de milicias paramilitares son expresiones del miedo que habita al otro lado del cercado fronterizo. Es un miedo que, en cierta medida, espejea con el de los migrantes.
Un estudio del Instituto de Encuestas de la Universidad de Monmouth demostró que el 39 por ciento de los estadounidenses no ven la caravana como una “verdadera amenaza para el país”, pero para un 53 por ciento constituye un peligro. En las elecciones intermedias de noviembre, Donald Trump se encargó de abonar ese miedo al insinuar que en la caravana viajaban terroristas “desconocidos de Medio Oriente”. Hubo grupos armados de civiles de Estados Unidos que se organizaron para defenderse de lo que consideran “una invasión que amenaza su seguridad y su estilo de vida”.
En 2016, cuando Trump todavía era candidato a la presidencia, Bob Woodward y Robert Costa lo entrevistaron en el Old Post Office Pavilion. En esa conversación, el entonces aspirante a la Casa Blanca aseguró que “el verdadero poder es —ni tan siquiera quiero utilizar la palabra— el miedo”. El actual presidente de Estados Unidos parece entender que reconociendo la fuerza de este sentimiento, e incluso manipulándolo si es necesario, es como una autoridad consigue el respaldo de las mayorías.
Las izquierdas, sin embargo, todavía no saben cómo abordar el tema de la criminalidad —sea real o percibida— y el estado de vulnerabilidad que sufren quienes la padecen. No son los millonarios y poderosos del mundo los que hoy piden desesperadamente respuestas a sus miedos, sino los pobres, quienes viven con mayor angustia la indefensión. Al parecer, la urgencia que antes representaba el hambre para ellos —al menos en Centroamérica (y en otras muchas regiones del planeta)—, hoy la encarna la inseguridad.
El tema de la inseguridad ciudadana ha sido usado muchas veces por las derechas para justificar el control de las libertades individuales, pero hay sitios donde el único modo de garantizar esas libertades es justamente recuperando el control del orden.
El orden y la institucionalidad, históricamente valores propios del conservadurismo, cuando son sustituidos por la ley de la selva, donde los más fuertes —pandillas, maras, carteles— se imponen sin contrapesos, vuelven a mostrar su importancia para conseguir la justicia social.
La izquierda debe aceptar que ya no sirve entender al delincuente como la víctima de una sociedad injusta. En países como los del Triángulo Norte se han organizado y han llegado a tener un poder que desafía a los gobiernos democráticamente elegidos. En El Salvador, bandas organizadas como la Mara Salvatrucha y la Calle 18, sojuzgan, extorsionan y matan a los salvadoreños de a pie. Para ponerlo en jerga marxista: hoy, los criminales son brutales explotadores.
Los mejores sentimientos humanos invitan a pensar en el dolor ajeno antes que en la preservación de la propia tranquilidad. Pero ignorar el miedo que siente una madre —rica o pobre, hondureña o estadounidense— ante la extorsión, el robo o el crimen, como si se tratara de una pulsión alharaca y egoísta, es uno de los motivos por los que los discursos progresistas están cayendo en la irrelevancia.
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Mientras aquellos que se supone representan los intereses de los desposeídos y marginados no hagan suyos los problemas derivados del miedo y la inseguridad, los sectarismos nacionalistas y autoritarios seguirán expandiendo la ilusión de que solo es posible combatir el crimen con las armas del crimen. ¿No es acaso ese lenguaje de guerra el que usan Trump en Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil?
Defendiendo el imperio de la ley por sobre las virtudes personales del líder es que los progresismos pueden dar respuesta al abuso de las mafias de cualquier especie. No en un futuro sino ahora mismo: una legalidad hija de la democracia y no de los discursos bonachones y redentores. Cada vez que al expresidente chileno Ricardo Lagos le preguntaban sobre los resultados de una comisión investigadora, un caso de corrupción, un fallo judicial o una acusación constitucional, en vez de dar su opinión personal respondía con una receta más confiable que rimbombante: que “las instituciones funcionen”. Entendía que solo así se consigue una república fidedigna y tranquilizadora.
No es con armas de fuego que se conquista la seguridad. Los miembros de esta caravana pueden dar testimonio de ello. Arribaron a salvo porque viajaron juntos. Uno me dijo: “Llegar a Tijuana ha sido sacrificado. Tengo los pies llenos de heridas. Pero ya mejorarán. Lo que me duele es pensar que cuando la caravana se disuelva volveré a quedar solo. Y le temo a la soledad”. Finalmente, lo que ellos buscan es paz.