Los padres de Europa
A bordo del avión que lo traía de regreso a Roma, después de su viaje apostólico a Hungría y Eslovaquia, el papa Francisco ofreció su tradicional ronda de preguntas con los periodistas que le acompañaban. Allí, abordó una variedad de temas de actualidad, desde la vacuna hasta el matrimonio, pasando por la eucaristía y el aborto, que saltaron de inmediato a los titulares.
Hubo un tema, sin embargo, que no hizo demasiado ruido, pero que a mí me parece fundamental. Dijo el Papa: «En general, Europa –siempre lo digo– debe retomar los sueños de sus padres fundadores. La Unión Europea no es una reunión para hacer cosas, hay un espíritu detrás de la UE que soñaron Schumann, Adenauer, De Gasperi. Existe el peligro de que sea solo una oficina de gestión, y esto no es bueno, tiene que ir directamente a la mística, buscar las raíces de Europa y llevarlas adelante». Resuena en las palabras del Papa aquel lamento de Jacques Delors, después de pasar décadas en las entrañas de las instituciones comunitarias, de que a Europa le falta el alma.
A todos quienes amamos a Europa, no solo porque la sentimos como la tierra de nuestros ancestros sino porque además constituye un referente actual de progreso, diversidad, concordia, cultura y civilización, tiene que movernos a la reflexión el llamado del Santo Padre. El debate sobre las raíces y el espíritu de Europa se viene dando desde la propia gestación de esta nueva etapa comunitaria, que germinó milagrosamente a partir de las mismas cenizas de la guerra. Un grupo de visionarios, entre los que se contaba el propio Churchill y el Movimiento Europeo que presidía, decidieron precaver para siempre la barbarie y contrarrestar las tendencias suicidas y los odios heredados de los que hablaba Salvador de Madariaga, mediante el paradójico expediente de la unión indisoluble (nadie en aquel momento era capaz de imaginar un despropósito como el Brexit).
Me propuse entonces ir tras la pista del espíritu de Europa, y lo encontré magníficamente reflejado en el estupendo libro Europa, un salto a lo desconocido, de la periodista Victoria Martín De la Torre, cuyas enjundiosas reflexiones pretendo torpemente glosar aquí. Ella misma había emprendido su personal búsqueda de ese escurridizo espíritu después de ser testigo del fracaso del Tratado Constitucional Europeo, el penúltimo intento de plasmar en un documento el alma del continente, y el encarnizado debate por la inclusión expresa de sus raíces cristianas que no ha llegado a cristalizar. Ese camino la llevó a encontrar y redescubrir la impronta de los padres fundadores, quienes fueron capaces, a fuerza de visión, realismo y flexibilidad, de sentar las bases del proyecto de unidad supranacional más ambicioso, diverso y audaz de la historia de la humanidad.
Escaldados todavía por las heridas de la guerra, y conscientes de que construir exige esfuerzo y paciencia, mientras que la destrucción suele ser inesperada y fulminante, tuvieron además el instinto y la sabiduría de hacer dicho proyecto irreversible mediante la creación de un entramado institucional robusto e imperecedero, que lograra derrotar los personalismos. Curiosamente, se daba entre ellos la circunstancia de que los creyentes, Schuman, De Gasperi y Adenauer, nunca consideraron la necesidad de asentar por escrito las raíces cristianas de Europa, pues procuraban manifestarlas continuamente de palabra y obra; y los incrédulos, Jean Monnet y Paul-Henri Spaak, daban por sentada la importancia del cristianismo como elemento cohesionador del continente, sin que eso estuviera escrito en ninguna parte. Desafortunadamente, los tiempos que corren son distintos, y no faltan quienes pretendan arrancar de cuajo esas raíces y arrojarlos al fuego (de allí la admonición del Santo Padre).
Aquellos hombres de frontera, habituados a vivir una existencia limítrofe y multilingüe, marcada por el intercambio, el pluralismo y la diversidad cultural, se fraguaron en la resistencia al nazismo y el fascismo, y fueron tejiendo una relación de afinidad a través de una larga y compleja serie de encuentros, algunos oficiales y otros oficios, algunos públicos y otros clandestinos. Todos ellos son prueba fehaciente del individuo que resiste al totalitarismo, del talento que se forja en la adversidad: allí donde otros solo veían una destrucción sin parangón ni remedio, ellos ya vislumbraban -y además se pusieron manos a la obra para lograrlo- el futuro luminoso que prevalecería finalmente sobre las tinieblas.
En la instalación del Congreso de la Haya en 1948, Churchill tuvo el coraje y la visión de distinguir entre los nazis y Alemania, enterrar el hacha de la venganza y tender una mano a los alemanes de bien, para evitar los errores del Tratado de Versalles y construir un nuevo orden reconciliado, inclusivo y diverso sobre la base de principios y objetivos comunes: «Que Europa esté unida es una necesidad vital para Europa y para el mundo», dijo en su discurso inaugural, «Europa necesita todo lo que los franceses, todo lo que los alemanes, todo lo que cada uno de nosotros pueda aportar -añadió-. Para nosotros, el problema alemán es relanzar la economía alemana y devolverle su prestigio de antaño, sin por eso exponer a sus vecinos y a nosotros mismos a un nuevo refuerzo de su capacidad militar». De Gasperi y Adenauer perseguían, asimismo, la tarea de limpiar la vergüenza de Italia y Alemania, y reivindicarlas como países democráticos, estables y pacíficos en el concierto de las naciones.
También la ayuda de factores externos a Europa, en particular la canalizada por los Estados Unidos a través del Plan Marshall, contribuyó de forma decisiva a coordinar los esfuerzos de reconstrucción y generar un ambiente de cooperación en pos de un objetivo común por parte de países que, un par de años atrás, habían sido adversarios encarnizados. Al final, aunque no en la medida en que muchos deseaban, las naciones de Europa encontraron que la mejor forma de preservar la paz era ceder poder y soberanía a las instituciones comunitarias, para asegurar una acción económica y política común. El cortafuegos de Bruselas, no sin debates y controversias, ha probado ser útil para evitar excesos y desmanes e imponer la racionalidad y el sentido común.
Los venezolanos, que tenemos más de europeos de lo que creemos, pues aún el mestizaje del que se ufanan algunos como rasgo propio, no es más que una reedición de lo ocurrido en Europa, milenario crisol de razas, lenguas y culturas, deberíamos también procurar aprovechar el ejemplo europeo en la construcción del porvenir. Como magistralmente lo sintetiza Martín De la Torre, estos cinco próceres, y el ejército civil de prohombres, célebres y anónimos que les acompañaban, lograron darse cuenta de que la paz y el proyecto común estaban por encima de las diferencias personales e ideológicas, y lograron tender puentes de confianza que les permitieron cruzar nuevos horizontes y lanzarse hacia la aventura política más audaz de la historia.
*Germán Briceño Colmenares: Abogado y escritor.