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Los recuerdos y el encuentro con los otros / Entrevista con Martín Caparrós

 

 

Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) ha viajado por numerosas partes del mundo y se ha dedicado a observar e interactuar. Se licenció en Historia en París, donde se exilió en 1976. Vivió en Madrid, Nueva York y Barcelona; tradujo a Voltaire, a William Shakespeare y a Francisco de Quevedo; se ha dedicado al periodismo en prensa escrita, radio y televisión. Dirigió revistas literarias y publicaciones de cocina. Recibió, entre otros premios, el Planeta, el Herralde de Novela, el Rey de España de Periodismo, el Nacional de Periodismo Miguel Delibes y el Maria Moors Cabot. Obtuvo la beca Guggenheim y participa en la Fundación Gabo. Ha publicado, entre otros libros, ‘La Historia’, ‘A quien corresponda’, ‘Una luna’, ‘Contra el cambio’, ‘Los Living’, ‘Comí’, ‘El Hambre’, ‘Echeverría’, ‘Ahorita. Apuntes sobre el fin de la Era del Fuego y Ñamérica’. Su obra se ha traducido a más de treinta idiomas. En esta entrevista Caparrós habla sobre periodismo, historia y literatura.

Planteas que “la historia siempre fue un campo de pelea de las ideas” y en la novela La historia recurres a la lectura del historiador. ¿Se ha modificado tu visión del quehacer histórico desde que estudiaste la disciplina en París?

–No diría que se haya modificado. Ciertamente se enriqueció porque pasaron por mi mesa muchos libros y por mi vida muchas cosas en los países que conozco. La historia es un relato. No hay nada más variable que el pasado, que depende de cada presente, de cada momento de la narración que construimos.

En el sexto capítulo de Los Living escribes: “no hay nada más aterrador que un accidente, más dañino: si uno se descuida, puede pasar el resto de su vida preguntándose qué hubiera sucedido […]. El accidente es la consagración del sí, su imperio tremebundo”. ¿Piensas que la historia es una sucesión de accidentes?

–Pienso que el rol del accidente es muy importante. Me tiene impresionado el papel del azar en aquello que creeríamos o querríamos que fuera dominado por reglas más razonables, ya sean las leyes del desarrollo histórico, incluso del destino. Hay un ejemplo que me gusta: el del meteorito que se estrelló con la Tierra hace muchos millones de años y cuyo resultado fue la muerte de la mayor parte de los dinosaurios, que predominaron en el ecosistema que había en el planeta en ese momento. El meteorito produjo gases que obstruyeron los rayos del sol, bajó la temperatura y eso terminó por producir la muerte de la mayor parte de los dinosaurios. Dio lugar a la posibilidad de que los mamíferos crecieran. Pero además terminaron dominando la Tierra, como todavía sucede. Es un ejemplo macro, se reproduce todo el tiempo, en cada momento, a diversas escalas. Me impresiona porque me gustaría pensar que hay leyes de algún tipo, que hay orden, ya sean las leyes del trascurso histórico, ya sea una idea de destino.

Has confesado que te gusta la palabra “crónica” ¿Cómo contrastas periodismo, historia y literatura, percibidos como versiones subjetivas de un objeto narrado en función del tiempo?

–He defendido las subjetividades de la ficción y de la historia. Ahora defiendo la subjetividad en el terreno del periodismo. Me dedico a la crónica, que rescata y explicita la subjetividad que todo relato tiene, incluido el acto periodístico. Los contrastes entre periodismo, historia y literatura son más que nada aparentes. Los tres géneros dependen de la subjetividad de quienes los producen, sólo que en algunos casos esto está más aceptado públicamente y en otros casos hay que pelearse un poco para que se acepte que es así.

Entre las diversas obras que has traducido destacan tus versiones de Romeo y Julieta y El ingenuo. ¿De qué manera comparas los procesos de traducción de las piezas de Shakespeare y Voltaire?

–Son procesos incomparables, porque no hay nada más humillante que traducir a Shakespeare. Es el trabajo más ingrato que he hecho en mi vida, porque lo único que sucede todo el tiempo es que te tienes que enfrentar a la evidencia de que lo estás diciendo peor, no hay descanso, no hay reposoEse fue un trabajo muy meticuloso que hicimos mi mujer de entonces y yo, y nos habían propuesto traducir uno de los libros de Shakespeare, porque la Editorial Norma con Marcelo Cohen, gran escritor argentino lanzó una especie de retraducción de todo Shakespeare realizada por escritores latinoamericanos. Se nos ocurrió que Romeo y Julieta era lo más apropiado, un trabajo de amor, una pieza de enamorados. Pero era insoportable. Se suponía que la edición iba a ser bilingüe, entonces buena parte del orgullo consistía en mantener el mismo número de versos, y por eso se limitaban aún más nuestras posibilidades, sobre todo teniendo en cuenta que el inglés es bastante más sintético que el castellano. Voltaire tenía sus dificultades como tiene cualquier traducción, hecha a los doscientos o doscientos cincuenta años de distancia. Alguna vez tuve la sensación de que yo conseguía un giro que estaba a la altura.

En la correspondencia sobre fútbol sostenida con Juan Villoro –que constituye Ida y vuelta– le solicitaste: “quería que me enseñaras a escribir de la derrota, porque lo único que me quedaba era esperanza”. ¿Podrías extrapolar esa línea futbolística y destinarla a tu concepción del mundo?

–Últimamente creo que soy una especie de optimista demorado u optimista refrenado, he vuelto a creer un poco en el progreso, entendido como mejora de las condiciones en que la mayor parte de los hombres viven, al mismo tiempo que me he resignado a aceptar que es un proceso muy lento y que probablemente yo no vea muchas diferencias ya en mi vida. Pero sigo creyendo o vuelvo a creer que en el largo plazo las condiciones de las personas mejoran, porque si uno compara cómo vivimos ahora, incluso los que viven mal, con aquellos que vivieron hace trescientos años, hace mil años o dos mil años, la actualidad es mucho mejor. Se trata de cierto optimismo demorado por el cual no podría pensar que todo es siempre derrota.

¿Cómo recuerdas la entrevista que realizaste a Julio Cortázar poco antes de su muerte?

–Fue azaroso. Yo había vuelto a Buenos Aires poco antes, a finales de 1983, y había vuelto a ver a un señor que era amigo de mi padre, un poeta y librero. Una noche me llamó y me dijo que a la mañana siguiente iba a ir Cortázar a su librería, porque había publicado Los autonautas de la cosmopista o Un viaje atemporal París-Marsella. El amigo de mi padre me dijo que lo entrevistara y acepté. Le dije que yo había vivido muchos años en París y nunca había querido ir a ver a Cortázar porque me parecía que era un lugar muy común de los argentinos en la ciudad. Fui esa mañana a la librería. Le dije a Cortázar: “Quiero entrevistarte. A ti te convendría para difundir el libro.” Le pregunté: “¿Cuándo la podríamos hacer?” Y él me dijo: “Ahora.” No había pensado en nada. Subimos al departamento que estaba arriba de la librería, nos sentamos y traté de sobrellevar la situación. Hablamos dos horas y media. Fue muy agradable. Como tú, suelo pensar en las entrevistas, en el recorrido. En ese caso no lo había hecho. Sabía que Cortázar tenía ganas de charlar y fue muy atrayente. Él decía que había llegado a Buenos Aires para despedirse de su madre. Tenía sesenta y nueve años y la mamá tenía más de noventa. Era él quien se iba a morir. Falleció mes y medio después. Tras realizar la entrevista fuimos a comer a la casa de un amigo y después nos fuimos Cortázar y yo juntos. Compartimos un taxi. Le pregunté algo que había omitido durante la conversación. Había releído varias veces “El perseguidor”. ¿La droga a la que el protagonista, Johnny Carter, se vuelve adicto y que finalmente lo mata, es la marihuana? Me dijo: “Es un desastre. Cuando lo escribí no sabía nada de drogas, no tenía idea, entonces quise incluir una droga y la que más se mencionaba en ese entonces era la marihuana y la puse. Durante mucho tiempo nadie me dijo nada. El primero que me lo mencionó fue mi traductor al inglés, que efectivamente sabía más del tema y me escribió que por el consumo de marihuana nadie muere.”

En Valfierno incluyes diversas reflexiones sobre la muerte: el fallecimiento de una madre y de un padre, la idea de una “muerte importante”, el concepto de la ausencia.

–Cuando escribí sobre la muerte y los rituales del velorio y del entierro pensé en las vidas plomizas de los ausentes y de los presentes. Infiero que cada muerte, como propuse en Valfierno, es una circunstancia que permite el encuentro con los otros.

 

 

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