Los supremacistas rojos
Aunque colecciono diccionarios padezco de una incurable alergia a citarlos, por eso dejo a los lectores la tarea de buscar, donde mejor les parezca (la RAE aún no lo ha incorporado), el significado que desde el pasado siglo tiene el concepto de “supremacista”.
De todas formas adelanto que alguien puede merecer ese calificativo cuando cree que el grupo de personas al que pertenece debe liderar o tener el control sobre otros grupos de personas porque piensan que son mejores. La palabreja suele llevar apellido y el más usado es “blanco” para referirse a los racistas que consideran como seres inferiores a los negros, latinos, judíos o humanos de cualquier otra procedencia étnica clasificada como “no blancos”.
En Cuba, desde mediados del siglo XX se ha venido fomentando la creencia de que quienes llevan un carné rojo en su bolsillo tienen el privilegio de determinar cómo funciona la economía, bajo qué condiciones está permitido asociarse, cuáles tendencias de pensamiento deben ser difundidas y cuáles prohibidas. Creen tener el derecho a decidir quienes pueden viajar al extranjero, quién puede ser profesor universitario, periodista o diputado al Parlamento.
Los comunistas, esos que poseen un carné rojo, se consideran únicos herederos de las mejores tradiciones patrióticas
Los comunistas, esos que poseen un carné rojo, se consideran únicos herederos de las mejores tradiciones patrióticas, esas que fueron cosechadas desde que quienes nacieron aquí descubrieron que eran cubanos y no españoles saqueadores de una isla en el Caribe. Verdad que entonces no había comunistas y es por eso que se acuñó un conocido trabalenguas oficial donde queda establecido que aquellos, hoy, serían como ellos y que ellos, entonces, hubieran sido como aquellos.
A diferencia de los supremacistas blancos, los rojos no son mal vistos por los medios oficiales (donde hay supremacistas blancos no hay medios oficiales). No solo no son castigados por las leyes, sino que gozan de un artículo en la Constitución que les otorga la condición de ser «la fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado». Si se hubieran ahorrado el término «superior» no sería tan fácil señalarlos aquí como supremacistas.
Históricamente los supremacismos terminan mal. Así fue en la Alemania nazi cuando los que se creían arios pretendieron aniquilar a los que sobraban; así fue en Ruanda cuando la población tutsi fue casi exterminada por los hutus; así es en el mundo árabe donde las sangrientas divergencias entre chiitas y sunitas se fundamentan en la disputa por la herencia del profeta Mahoma.
Mientras los supremacistas se sienten predominantes y los dirigidos obedecen en silencio, la autoridad impuesta se ejerce con un manto de nobleza paternalista; pero basta que un par de voces desentonen en el coro de los fingidos asentimientos para que se muestre en toda su fiereza la despótica ira de quienes se atribuyen una superioridad que solo funciona cuando es inapelable.
Hoy en Cuba estamos viendo esa ira, hija de un supuesto odio de clases que no tiene razón de ser donde todos son desposeídos. Una ira alimentada con un nacionalismo paranoico que percibe en el discrepante político que ama a su país a un traidor que quiere venderle la patria al extranjero enemigo.
En el frágil tejido de una sociedad hay hilos que nunca deben romperse porque se corre el riesgo de que jamás puedan ser restablecidos, reparados, sanados.
Ese quizás sea el más grave peligro que amenaza a Cuba en estos momentos. Peor aún que el desabastecimiento en los mercados o la falta de liquidez del dinero que se obtiene mediante el trabajo honrado; peor aún, es que los epítetos ideológicos consigan disolver nuestra identidad.