Luces y sombras de Frank Capra
Inventó al héroe normal, vencedor ante la adversidad apoyado en el bien. Y, sin embargo, Frank Capra fue mucho menos justo que los protagonistas de sus películas. Nacido hace 115 años, recorremos las luces y sombras del genial autor de ‘¡Qué bello es vivir!’.
Will Rogers abrió el sobre, sonrió, hizo una breve pausa para aumentar la emoción y finalmente proclamó. ‘¡Ven a por él, Frank!’. Frank Capra salió propulsado de su asiento del teatro donde se celebraba la ceremonia de entrega de los Oscar, y ya había recorrido un buen trecho del pasillo cuando se dio cuenta de que Rogers no se refería a él, sino a otro Frank. Frank Lloyd, director de la película Cabalgata y ganador (él sí) del Oscar al mejor director en 1933.
Su cine reivindicaba justicia social mientras él escatimaba en el reparto justo de las ganancias
Esa noche, Frank Capra se emborrachó hasta perder el conocimiento. La vergüenza lo ahogaba. Y estaba indignado por no haber ganado. Su enfado fue de tal calibre que se prometió a sí mismo, según contó en sus memorias, que si alguna vez ganaba el Oscar no lo recogería.
Incumplió aquella promesa. Al año siguiente de su bochornosa precipitación logró la estatuilla por Sucedió una noche, una película que se convirtió en la primera en cosechar los cinco grandes: mejor película, director, actor (Clark Gable), actriz (Claudette Colbert) y guion adaptado.
Comenzó así una provechosa atracción entre los Oscar y Frank Capra. Se llevó tres, y batió récords: lo nominaron seis veces. Son las medallas de su etapa de gloria, porque en los años treinta Capra fue el rey de la taquilla, el creador de un estilo propio y el mejor propagandista del sueño americano. Alabó y quiso a Estados Unidos con el fervor del inmigrante que ha conseguido ser aceptado. A él le costó lo suyo.
Francesco Rosario Capra, nacido en Bisacquino (Sicilia) en 1897 -hace ahora 125 años-, llegó a Nueva York en 1903, a los seis años, con sus padres y cinco de sus hermanos. Bernardo, el mayor, ya vivía en Los Ángeles. Nunca olvidó la travesía que lo llevó a Estados Unidos: «No había ventilación, apestaba. Todo el mundo estaba mareado, vomitando. Y los niños lloraban», recordaba en sus memorias.
Desde que pisó Estados Unidos, decidió ser americano. Francesco pasó a ser Frank, un chico ambicioso que se empeñó en estudiar. Venció las reticencias familiares (no había dinero) con trabajillos de todo tipo: repartidor de periódicos, conserje, cantante en cuchitriles…
Al teatro se aficionó en Secundaria, pero fue en el Instituto de Tecnología de California (estudió Ingeniería Química con excelentes calificaciones) donde se despertó su vocación por la escritura.
En 1917, Estados Unidos declaró la guerra a Alemania. Capra se alistó voluntario, a pesar de que no le concedieron la nacionalidad hasta 1920. No llegó a combatir. Lo mandaron a casa enfermo de ‘gripe española’. De nuevo hizo de todo: chico de los recados, cavador de zanjas o extra en películas. Poco a poco fue metiendo la cabeza en el cine: trabajó en productoras que quebraron, dirigió series y fue guionista en las comedias de Harry Langdon, entonces una estrella al estilo Chaplin.
Fue contradictorio: alabó la democracia y la libertad y a la vez admiró a dictadores como Mussolini y Franco
En 1928, ya en Columbia Pictures, arranca el despegue de Capra. Sus películas gustan, su sueldo crece, sus ideas convencen. Capra hizo cosas nuevas en el cine. Con la autoestima bien alta, él mismo encontró explicación a su éxito. «Era fácil ser mejor que los otros directores porque eran unos bobos», dijo. Se refería a su nueva manera de filmar que supuso un importante ahorro de tiempo y dinero para los estudios.
Capra decidió tomar primeros planos, medios y largos con cámaras distintas en una misma toma en vez de repetir cada vez para cada plano; también eliminó tiempos en las entradas y salidas de escena de los personajes; aceleró el ritmo de las películas. Buscó la naturalidad de los actores y la atención del público. Puso en práctica el consejo que daba a los novatos. «No hay que seguir las tendencias, ¡hay que crearlas!». Otra de sus máximas fue. «Drama no es cuando lloran los actores. Drama es cuando llora el público».
Capra hizo llorar a América. Y a medio mundo. Él inspiró un nuevo adjetivo, ‘capresco’, que viene a significar la heroica resistencia frente a la adversidad de un tipo corriente que tiene fe en lo bueno y que, por supuesto, triunfa. Alabó Capra el sistema americano, la libertad, la democracia. Y mientras lo hacía no escondió su admiración por Benito Mussolini o Francisco Franco; ni su simpatía con el anticomunismo del Comité sobre Actividades Americanas, que persiguió a creadores sospechosos de ser izquierdistas.
Frank Capra fue contradictorio. Sus películas reivindicaban justicia social mientras él tenía fama de no hacer repartos justos de las ganancias. No fue un tipo fácil. Trabajó en 13 películas con el guionista Robert Riskin, pero acabaron mal. Los letreros con su nombre eclipsaban al resto del equipo.
Nunca olvidó la travesía que lo llevó a Estados Unidos: «No había ventilación, apestaba. Todo el mundo estaba mareado, vomitando. Y los niños lloraban»
Sus películas desbordaban optimismo, solidaridad y buenos sentimientos y encantaron al público porque en los años treinta, con la Gran Depresión hundiendo millones de vidas, la gente necesitaba ilusión y esperanza.
Sin embargo, la fórmula ‘capresca’ se agotó. En 1946 realizó ¡Qué bello es vivir! Fue su sexta candidatura a los Oscar. Pero no gustó entonces tanto como ahora. Su estatus de auténtico clásico navideño fue algo que fue adquiriendo con el tiempo gracias a la televisión.
En todo caso, ¡Qué bello es vivir! es Capra elevado al infinito y ha inspirado a otros directores y actores. Tom Hanks, sin ir más lejos, ha interpretado mil veces al héroe normal enfrentado a situaciones difíciles. Steven Spielberg y David Lynch, entre otros, reconocieron la influencia capital de su cine. Barbara Stanwyck, Gary Cooper, Cary Grant, o James Stewart saborearon el éxito de su mano con películas míticas como El secreto de vivir, Arsénico por compasión o Caballero sin espada.
La última etapa profesional de Capra se centró en documentales de propaganda estadounidense y un par de películas que no gustaron (Millonario de ilusiones y Un gánster para un milagro). No importó demasiado: fue uno de los inventores del cine americano.