Luis Pérez-Oramas: La dictadura sin nombre
Efectivos de seguridad lanzan bombas lacrimógenas contra manifestantes opositores en la marcha del 6 de abril de 2017 convocada por la Mesa de la Unidad Democrática. Fotografía de Iñaki Zugasti.
La historia de nuestro presente –incluso para quienes estamos desafortunadamente lejos– huele a gas pimienta. Huele –y duele– a perdigones adquiridos con dólares subsidiados por un gobierno sin legitimidad: y por cada perdigón, un antibiótico que no existe; por cada bomba de gas, una botella de medicamento, suero o quimioterapia; por cada bala una píldora contra la epilepsia, y un ser herido –una victima, a veces mortal– y un humillado, el venezolano que sufre –o muere– de no tener cura ni alimento.
Venezuela está de nuevo en ascuas, ante un destino que ha sido claramente definido por la voluntad popular, por el rechazo absoluto a una dictadura que ha parasitado a la república hasta hacerla parte de su excremento. Cuando veo las nubes intoxicantes de gas que no detendrán al pueblo en busca de un futuro mejor, también veo, con asco, con náuseas, la mueca cínica, la sonrisa helada y falsa de José Luis Rodríguez Zapatero, arguyendo tecnicismos y encarnando la caricatura histórica de una supuesta prudencia, cuyo tiempo ya ha pasado.
¿Cuántas veces la ley ha sido violada? ¿Cuántas veces la invocación de la constitución ha encarnado su ultraje? La crisis venezolana ha llegado a su punto de quiebre y quien hoy no lo vea no tendrá más remedio que ser su víctima. La crisis venezolana ha alcanzado su colmo, y ya no hay retorno. La nación está ante un dilema sin escapatoria: elecciones generales o guerra civil. Tal es el tema de Venezuela en este día aciago y, sin embargo, contra toda esperanza, esperanzador.
¿Cuántos muertos soporta la conciencia de Zapatero y de sus cómplices políticos? ¿Cuántos muertos espera la comunidad internacional –la Unión Europea por ejemplo– para tomar medidas que sean más que cantos gregorianos?
Sucede –a lo que parece– que esta dictadura que ha carcomido la institucionalidad civil en Venezuela, enmascarada en un exceso de nombres, en un exceso de fórmulas, esta falacia política, este régimen abyecto y cínico del miedo y del chantaje, no tiene aún nombre a los ojos del mundo. Es, pues, una dictadura sin nombre, una dictadura que se le esconde a su propio nombre tras una tramposa instrumentalización jurídica del terror.
Lo propio de lo que viene y nadie sabe; lo propio de lo que sucede y nadie espera; lo propio de lo inminente es carecer de nombre. Tampoco tiene nombre lo que puede acontecer en Venezuela si, a esta altura precisa de la historia, el gobierno no cede para satisfacer las cuatro clarísimas demandas de la nación: convocatoria de elecciones, restitución del orden constitucional, liberación de los presos políticos y cese inmediato de la represión militar.
Tengo para mí que los venezolanos deberemos reflexionar a toro pasado, cuando esto se decante hacia un retorno de la república y de la legitimidad política. Deberemos preguntarnos entonces cómo llegamos a esta tragedia, a este clímax de lo inhabitable, de lo incomunicable, a este destrozo de la vida, del espacio común y de los nombres.
Quizás encontraremos una respuesta en nuestra propia ambigüedad, en nuestra secular, empecinada cultura del guabineo. La dictadura de Maduro es una dictadura guabinosa: eso no la hace ser menor dictadura, ni más leve en el sufrimiento que infringe, en el dolor que produce o en la podredumbre moral y material que infecta con cada uno de sus actos. Pero llegará el tiempo de pensar por qué –y cómo– permitimos los venezolanos que se instaurara en el país una dictadura que requiere, para ser reconocida como tal en el mundo, de traducción simultánea: hasta dónde hemos sido todos cómplices de esta dictadura sin nombre, embozada, pero cuyos colmillos de animal cada día relucen con mayor, terrorífica, claridad.
Siempre he tenido la sospecha de que en el desprecio a las formas –en la común asunción de que no importa el cómo de lo que hacemos– yacen muchas de las raíces de nuestra infelicidad colectiva, de nuestro fracaso en la historia. Tal deflación de las formas, que muchas veces se alimenta de amiguismo, de alcahuetería colectiva, es lo que paradójicamente ha permitido la inflación de nombres sin uso, de leyes sin sentido, de tecnicismos burocráticos que han inundado nuestra realidad, tanto como nuestra conciencia, en los últimos dieciocho años de agonía y suplicio nacional.
Porque al saber que podemos servirnos de cualquier atajo, la norma es inútil: la dictamos para embozarnos en ella, para ostentarla a sabiendas de que nadie la respeta. Este ha sido el recurso sobre el cual se ha instaurado la dictadura plebiscitaria de Hugo Chávez, la dictadura sin nombre de Nicolás Maduro y el secreto velo que encubre a los criminales de nuestra hora: el Defensor del Pueblo, la Fiscal, el Presidente, el Tribunal y todos sus cómplices.
Todos pasan por “impecables” ante la letra de la ley que ellos mismos saben no tiene utilidad ninguna, ni sentido, porque todos sin excepción la evitan con atajos y violencias. Pero el ingenuo mundo –la sonrisilla helada de los comisarios de la moral internacional– sólo ve este exceso leguleyo, esta invocación incesante a la norma, bajo cuyo peso muerto se esconde el nombre de la dictadura y la nación se asfixia.
El asunto es delicado y en esta hora grave de muerte, dolor y lágrimas, pudiera suceder que pensemos en ello como en algo ancilar, accesorio. Pero no lo es: la nación venezolana tiene que reivindicar hoy el espíritu –no la letra– de la ley. La nación que hoy exige con la democracia ultrajada el retorno de la república debe erigirse en nombre de la voz viva de la legitimidad sobre la que se funda toda ley, hasta incluso denunciar su letra muerta. Esa es la hora que vivimos. Ese, nuestro dilema moral.
Nicolás Maduro es culpable de perjurio, y con él todo su gobierno, esa farsa. Al llegar, en sospecha de ilegitimidad, a la primera magistratura –lo notamos– juró en nombre de otro hombre y con ese gesto de palabra vació de sentido, absolutamente, su destino político: juró conducir a la nación en nombre de Hugo Chávez, quien a su vez había jurado asesinar la ley sobre la que juraba. Estos gestos, que son puramente simbólicos, están sin embargo plagados de efectos: son performativos y en su consecuencia, irremediables, destructivos.
El juramento es el sacramento político por excelencia –nos recuerda Agamben–. Pero el juramento que debería servir para mantener la promesa o el contrato, la ley en este caso, sacralizando aquello sobre lo cual se jura, puede ser la otra cara del perjurio. Tal es el estado moral de una dictadura, y más aún de una dictadura sin nombre, escondida en los ropajes desgarrados de la república: humillar el juramento y, en lugar de sacralizar aquello sobre lo cual jura, maldecirlo. La dictadura equivale entonces a una maldición.
Entiéndase lo que digo: no es solamente este gobierno una maldición. Este gobierno, su dictadura sin nombre, en cada uno de sus actos y palabras, maldice a la nación, a todos nos maldice. Y la nación, Venezuela, tiene el deber moral y el derecho político, en todo legítimo, de responder a quien la maldice, de emanciparse, de restituir, con su dignidad, la legitimidad del juramento que la constituye.