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Mabel Normand, la chica que arrojó la primera tarta

En El héroe del río, que Buster Keaton codirigió con Charles Reisner en 1928, al gran Cara de palo se le cae la fachada de una casa encima. No le pasa absolutamente nada. Antes de la filmación, se había dispuesto que, cuando el derrumbamiento, el cuerpo de William, Steamboat Bill —el personaje de Keaton—, permaneciese, con su sempiterno ademán impasible, en el preciso lugar que no habría de verse afectado por la catástrofe, al ser el hueco dejado por una ventana abierta de la buhardilla. Igual que la triste figura del gran Cara de palo vuelve a surgir entonces entre las ruinas, en uno de los gags visuales más aplaudidos de toda la historia del cine, el slapstick —el género más representativo de la pantalla silente, habrá que recordar una vez más, que tuvo en Keaton a uno de sus abanderados— conoció un entusiasta renacer en la televisión de los años 60.

 

 

 

 

La hilaridad que desataban sus trompazos, trallazos y trompicones, exclusivos de aquel burlesco estadounidense, resultó ser todo un hallazgo para los publicistas. A decir verdad, los primeros en descubrirlo fueron los niños de aquella década feliz. En 1960, luego de haberse hecho con los derechos de antena de los cortometrajes que Hal Roach produjo en el otoño del silente, los responsables de National Teleprix decidieron unirlos en un par de series antológicas.

 

«Me reía tanto en aquellas tardes de los primeros sábados que no podía merendar hasta que acababan los Comedy Capers«

 

La primera de ellas, Mischief Makers, en la que básicamente se reponían los distintos cortometrajes de La pandilla, que Robert F. McGowan rodó para Roach a finales de los años 20, se prolongó en ochenta entregas hasta 1961 y ya fue todo un éxito. La segunda, Comedy Capers, sólo fueron trece, creo recordar. Pero habría de calar mucho más hondo, convirtiéndose en una de las más dulces etapas de la educación sentimental de los pequeños telespectadores, aunque en la pequeña pantalla fue una de aquellas primeras maravillas del cine de los sábados, ni más ni menos.

 

 

 

 

Además de con los derechos de las antiguas producciones de Roach, los responsables de National Teleprix habían adquirido los de su competidor directo, el gran Mack Sennett. Estaba escrito que todo fuera dicha. Merced a la nueva compra, los Comedy Capers, además de con cortometrajes de La Pandilla, también contaban con piezas de los Keystone Cops, BenTurpin, Roscoe Fatty Arbuckle, Stan Laurel y Oliver Hardy… La conexión de los niños de los 60 con aquella imagen, ya rudimentaria, pues habían pasado más de treinta años desde el declinar de la pantalla silente, hizo que los publicistas reparasen en cómo les magnetizaban aquellos poetas del trompicón y tentetieso, de modo que Buster Keaton, ya en el ocaso de su vida, fue contratado para escribir los gags de los anuncios comerciales que él mismo protagonizaba.

 

 

 

 

No sabría precisar cuándo llegó a la antena española aquel festival de slapstick. De lo que sí doy fe es de que yo veía Comedy Capers hace cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco años. Tenía seis o siete primaveras. Aún no sabía nada —ahora sé menos, por supuesto—. Pero entonces, mirar alrededor y no ver a mi madre me daba miedo. Ahora bien, los policías de los Keystone Cops, agarrándose unos a otros por los tirantes, a la carrera, corriendo para subirse a su furgón —que siempre perdían—, desataban en mí esa hilaridad que solo desata el slapstick. Me reía tanto en aquellas tardes de los primeros sábados que no podía merendar hasta que acababan los Comedy Capers. Y cuando acababan, me invadía la misma tristeza que a los espectadores del festival de Porky al llegar el ending de sus cartoons al escuchar aquel lastimero: “Eso es to… eso es to… e-eeesto ¡es todo, amigos!” Los Comedy Capers, los Looney Tunes y las Fantasías animadas de ayer y de hoy, estas dos últimas de la Warner, claramente deudoras del slapstick, contribuyeron de forma determinante a que fuese el niño más feliz del mundo.

 

«Lástima que, entre estas producciones, pasto de las llamas, se encuentre la primera cinta en la que Mabel Normand arrojó una tarta a un rostro»

 

Y fue allí, entre esa alegre tropa del burlesco estadounidense que me descubrieron los Comedy Capers, cuando vi por primera vez a Mabel Normand, la chica que arrojó la primera tarta a un rostro, acaso el gag visual por excelencia de cuantos han jalonado la historia del cine. Naturalmente, eso lo supe después. Más tarde. Cuando —como escribe el sabio— se comprende que la vida va en serio. Cuando las películas dejaron de ser la maravilla de los sábados, su visionado se convirtió en una necesidad imperante, y su estudio en otra verificación de que la fugacidad es el gran drama de la existencia.

Con anterioridad al film de seguridad —el safety film, cuyo empleo se impuso en 1954—, las películas —el filme de celuloide propiamente dicho— eran tan inflamables que, a menudo, ardían por combustión espontánea. No me detendré en las innumerables cintas que, por ese motivo, no han llegado hasta nosotros. Sí lo ha hecho la literatura que generaron en su momento. Es bastante para idealizarlas. Lástima que, entre estas producciones, pasto de las llamas, se encuentre la primera cinta en la que Mabel Normand arrojó una tarta a un rostro. Éste debió de ser el de Fatty Arbuckle o el de Charles Chaplin, dos de sus compañeros de rodaje más frecuentes, a los que llegó a dirigir cuando ella solo tenía veinte años y estaban contadas las mujeres que dirigían películas.

 

 

 

 

Sí ha llegado hasta nuestro tiempo el dramatismo de su existencia. Cocainómana y alcohólica, hasta el punto de que cuando estaba volada podía abandonar un rodaje para embarcarse en un viaje por Europa, los asesinatos de dos de sus antiguos amantes —en los que se vio envuelta, aunque la policía nunca llegó a poner en duda su inocencia— hicieron que su carrera se derrumbase como esa fachada que se le caía encima a Buster Keaton. Pero Mabel Normand nunca resurgió de entre su ruina. Murió prematuramente, con tan sólo treinta y cinco años, olvidada por los espectadores que la vieron arrojar esa primera tarta a un rostro.

La divina Mabel, que la llamaban sus admiradores —en efecto, exactamente igual que los suyos a Greta Garbo—, nació en Boston en 1894. Hija de un francocanadiense y una irlandesa, desde pequeña destacó por su belleza. Modelo infantil, sólo tenía trece años cuando posó para Charles Dana Gibson. Las postales de este ilustrador, conocidas como las Gibson Girls, pasaban por sintetizar el ideal de la belleza femenina estadounidense de la época, y Mabel fue una de sus chicas.

 

«Corría 1913 cuando Mabel, con tan solo diecisiete años, empezó a dirigir los cortometrajes que ella misma protagonizaba»

 

Al cine llegó en 1910, cuando aún se rodaba en los estudios de Nueva York. Su primer contrato lo firmó con la Biograph. Ya en 1912 era una rutilante estrella. Trabajaba para la Vitagraph, a las órdenes de David W. Griffith, en The Squaw’s Love (1911).

La aportación de Mack Sennett a esa piedra angular que también fue el slapstick —porque sobre él se alzó la supremacía artística de Hollywood en los albores de la pantalla silente— es tanta como la del mismo Griffith. Productor, realizador, operador de cámara e incluso actor, Sennett fue un hombre de cine en toda la extensión de la palabra. Verdadero artífice del burlesco estadounidense, a él se deben tanto el descubrimiento de la comicidad de los policías —todo un prototipo en el slapstick— como el de Charles Chaplin, Mabel Normand, Roscoe Fatty Arbuckle y otros grandes cultivadores del género.

Mabel llegó a Los Ángeles con Sennett y su compañía, la Keystone, en 1912. Los llevaba a California la realización de cintas de un par de bobinas, y la divina Mabel intervino en un centenar que la convirtieron, además de en la cara bonita del estudio, en la actriz mejor pagada de la casa. “Su sentido intuitivo de lo cómico molestaba algunas veces a Sennett”, escribe el historiador Kalton C. Lahue en el libro Mack Sennett’s Keystone. “El consiguiente enfrentamiento entre sus respectivas personalidades creativas dio, a veces, lugar a choques cuyos efectos se hacían sentir en el estudio durante días”.

Corría 1913 cuando Mabel, con tan solo diecisiete años, empezó a dirigir los cortometrajes que ella misma protagonizaba. A Chaplin, quien siempre se consideró su amigo, aunque nunca negó que le hubiera gustado ser “algo más”, lo dirigió por primera vez en Aventuras extraordinarias de Mabel (1914).

 

 

 

 

 

 

Además de realizadora, Mabel era la chica que pestañeaba con coquetería a Charlot y Fatty en las comedias de dos bobinas de la Keystone producidas durante la Gran Guerra. También debió de ser en una de aquellas piezas —actualmente perdidas en su mayoría— donde, a uno u otro, les arrojó la primera tarta. Le bastaba con cambiarse la pintura de los ojos y el rictus de su sonrisa para dejar de ser la chica del pestañeo y convertirse en la esposa enfadada que daba al marido en la cabeza con el mazo de las empanadillas.

Con Chaplin codirigió Mabel’s Nerve Charlot cambia de oficio, ambas de 1914. El nuevo trabajo de Mabel sería la traducción del título original, cambiado a favor de Chaplin cuando su estrella empezó a ser más rutilante que la de su compañera y, sin embargo, amiga.

 

 

 

 

En fin, allí en la cima, todo era divertido para la chica a la que nunca le faltaba ni una copita ni un gramo de coca. En La extra (F. Richard Jones, 1923) se paseaba con un león por un estudio cinematográfico, convencida de que se trataba de un perro disfrazado. Aquel fue otro de sus grandes gags.

Pero Mabel Normand también habría de ver el día en que se acabaron las risas. La suya fue otra estrella refulgente que devino sombría. Tras poner fin al tumultuoso romance con Sennett en 1915, casi todo habría de ser trágico. En 1918 era frecuente que, a causa de sus vicios, no estuviese en condiciones para rodar. Ya en 1922, tras haber sido asociada al escándalo de Roscoe Fatty Arbuckle por el mero hecho de ser este uno de sus compañeros más frecuentes de rodaje, se vio implicada en la muerte de su amante, el realizador William Desmond Taylor. Se dijo que este estaba intentando que Mabel dejase la coca y que ella fue la última persona que le vio con vida.

Solo un año después, el chofer de Mabel fue encontrado con un revólver de la estrella junto al cadáver del magnate Cortland S Dimes. Aunque la actriz no llegó a ser encausada por nada, su popularidad se derrumbó con la misma rapidez que a Buster Keaton se le cayó la fachada encima. Mabel Normand murió comida por sus vicios, sus enfermedades y el olvido en 1930. Sólo tenía 35 años.

 

 

 

 

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