DictaduraHistoriaPolíticaSemblanzas

Macky Arenas: Aurelena, de nombre dulce y voluntad de acero

Una heroína pacífica que supo acompañar las duras luchas por la libertad en que su esposo perdió la vida pero no la batalla.

 

Acaba de alcanzar la Gloria eterna. Fue al encuentro de su Creador a los 93 años. Ella estaba lista. Devota creyente, enseñaba a sus nietos y bisnietos a ver esta vida como una preparación para la otra, cuando esperamos disfrutar de la Presencia de Dios. Rezaba con ellos cada noche: “Angel de mi guarda, dulce compañía…”. Dulce también era ella pero no había que equivocarse. Era una recia mujer andina, de esas educadísimas, con fuerte sentido de familia, criadas respirando el aire frío de montaña y curtiendo el carácter, resistente como un frailejón (*).

Aurelena se apellidaba Merchán pero para quienes la conocimos siempre será Ruíz Pineda. Ese nombre de familia antecedido de un varonil y recio Leonardo, forma parte de la épica de combates por la democracia en Venezuela. Era el legendario jefe de la resistencia contra la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. De baja estatura pero de imponente personalidad. Según hombres y mujeres que vivieron su tiempo, no era atractivo físicamente pero sí magnético. Ella, en cambio, era hermosa, llena de esa energía inagotable del gentilicio tachirense. Él, político y sensible, era inclinado a la poesía “y se la pasaba escribiendo poemas a su esposa”, según refiere una amiga de muchos años. Ella, práctica y echa’palante, decidida y resiliente como diríamos hoy, disfrutaba del carácter de un marido amoroso y fascinante. La peligrosa aventura de derrocar la dictadura los arrastró a ambos.

Un dream team

   

 

Resultó una pareja y un equipo soñado a la hora de enfrentarse a la dictadura que asoló al país entre 1952 y 1958. Junto a otros compañeros, amantes de la libertad, con ganas y coraje para conquistar la democracia para su patria, emprendieron la riesgosa y difícil tarea de enfrentarse a un régimen militar “que si no te metías en política, no te pasaba nada”, como decían los timoratos. Pero ellos decidieron hacerlo, se metían sin miedo más allá de la boya y tomando los mayores riesgos, nadaban en las aguas turbulentas de la clandestinidad y el camuflaje. Hicieron lo que el Papa Pío XII, a quien conocieron, decía: “La política es la forma más excelsa de ejercer la caridad”. No había otra forma en aquella época sino involucrarse en una lucha que demandaba exponer hasta la vida por conseguir la libertad para toda una nación.

 

 

Jorge Dáger

No fueron historias que alguien de mi edad viviera, pero he tenido los mejores referentes, comenzando por el gran testigo de excepción, como tituló su libro Jorge Dáger, más que amigo, hermano de Ruíz Pineda. Compartieron escondites, sobresaltos y las familias vivían juntas en una casa alquilada de la cual debían moverse, según soplaran los vientos de la persecución. Ambos ya casados, con hijos y unas responsabilidades demasiado pesadas sobre sus hombros. Fue Dáger quien me contó buena parte de lo que narro acá, como un homenaje a Aurelena, una dama a quien frecuenté, quise y hoy lloro, como medio país.

 

 

Siempre es bueno compartir estas historias, en especial en momentos en que Venezuela ha recaído en manos tiranas, como una prueba de que hay reciedumbre suficiente en el ADN nacional para enfrentarlas y como testimonio contemporáneo de que Venezuela, según le aclaró una vez Rómulo Betancourt –compañero de partido de Leonardo- a Fidel Castro: “cuando Venezuela necesita libertadores los pare, no los importa”. El marco de esa frase se ubica durante la década de los sesenta, cuando la democracia buscaba instalarse en Venezuela gracias al sacrifico de hombres como Ruíz Pineda y Fidel Castro pretendía, aprovechándose de la fragilidad primigenia, invadir el país por la vía armada. Esos intentos fueron frustrados por una dirigencia política y militar, otrora digna y patriota. Otra cosa es que, durante estos últimos veinte años de chavismo, se le haya entregado el país, sin disparar un tiro, al oprobioso castrismo.

 

Leonardo era el jefe

 

Leonardo era unánimemente acatado, admirado y querido como jefe en aquellos tiempos borrascosos. “Él encandilaba”, así me lo retrató uno que lo conoció. Aurelena debía quedar muchas veces sola en casa con los niños, sin faltar a sus deberes como luchadora que cumplía a cabalidad. Ella no era de mojigaterías y comodidades. De hecho, llevaba a cabo tareas muy comprometidas y lo hacía con decisión, sin quebrarse. No buscaba excusas ni vacilaba. “Ella era un hombre más en aquella situación –cuenta Adonis Dáger, hermana de Jorge y para entonces de unos 15 años de edad y también envuelta en la resistencia- Aurelena tendría unos 23 o 25 años, ya con dos hijas Madga y Natacha, pero era resuelta. No era persona de quedarse en casa”.

 

 

Adonis Dáger, militante de la Resistencia

 

Sabían a lo que se exponían, pero ella quería poner de su parte. Leonardo y Jorge salían a cumplir tareas de coordinación de las acciones de la resistencia y ambas esposas quedaban al cuidado de los niños. “Los domingos –sigue relatando Adonis- se presentaban en la casa Leonardo y Jorge quienes, por precaución, siempre pasaban la semana durmiendo en distintas conchas (*) y el fin de semana trataban de pasarlo con sus familias. Yo iba los domingos a cuidar a los niños para que ellos tuvieran un poco de alivio”.

La vida de un clandestino la visualicé en todo su dramatismo a través de las historias de Jorge –ya fallecido-, con quien hablé muchas horas. También de las conversaciones con la propia Aurelena, simpática, de ademanes nerviosos y con una fluidez de vocabulario y memoria envidiables, siempre dispuesta a conversar aunque uno, por delicadeza, evitara adentrarse en temas de muy dolorosa evocación. No obstante, ella pisaba fuerte y no se le aguaba el guarapo (*) cuando debía narrar “las cosas como fueron”. Y agregaba: “Las generaciones que vienen detrás de nosotros tienen derecho a la verdad y a ella se deben para no repetir errores”.

Una familia en camuflaje

Aurelena muchas veces me describió lo que era la vida en familia: “Entrenamos a los niños, aún muy pequeños, para que por ningún motivo dijeran su apellido. Todos los adultos teníamos seudónimos. Leonardo era Crespo. Jorge era Claudio. Y yo era Marta -y, riendo, confesaba- aún hay amigas de la época que me llaman Marta, pues sin querer se les sale ese nombre. Es que lo internalizamos completamente, como dirían hoy, nos metimos ese chip en la cabeza. Habíamos diseñado un sistema de claves para informarnos acerca de todo. Si los contactos de la resistencia sabían que me allanarían, me avisaban con una clave inequívoca y ya sabía que debía prepararme para no dejar expuesto ningún cabo suelto en casa”. Uno de esos episodios ocurrió un domingo de carnaval. Por fortuna, la madre de Dáger se enteró y le avisaron por teléfono con la correspondiente contraseña. Más de una vez su sangre fría salvó la situación. Era una vida en permanente alarma y angustia. Pero la temible Seguridad Nacional –policía política de la dictadura- acechaba, espiaba, vigilaba.

En más de una ocasión entrevisté a Aurelena, sobre todo en momentos en que alguna fecha relacionada con aquella gesta se aproximaba. Me impresionaban su serenidad y su capacidad para rememorar hechos tan duros con una conciencia del deber cumplido solo comparable a su sencillez y humildad. Era como las personas grandes –y no me refiero a la estatura física sino a la moral-cuya entrega y ofrenda de vida las preceden y ya no necesitan de reconocimiento ni refuerzo algunos. Su prestigio es indeleble y es propio.

La tragedia llegó, avisada y decretada

A pesar de los allanamientos, los pavores y los sustos que muchas veces pasaron, ella no se resignaba a esperar sentada que un día la tragedia tocara la puerta.  Y trabajaba en apoyo de aquella lucha. Pero la tragedia, inexorable y puntual en medio de esos avatares, llegó. Y tocó la puerta en forma de diario matutino.

Jorge relataba: “El diario llegó a casa. Lo tomé y vi la fotografía de Leonardo, tirado en plena calle sobre un charco de sangre, muerto a balazos. Fue mi peor momento. Allí estaba ella, preparando el desayuno, y por nada del mundo pensaba entregarle el periódico. Ya me las arreglaría para darle la noticia. Pero, a pesar de mi disimulo, una persona tan sagaz como ella, algo notó. Me exigió que le dejara ver qué había allí”. Era claro, Leonardo estaba muerto.

 

 

Camino a una cita con miembros de la resistencia, el vehículo donde viajaba Leonardo fue interceptado por motorizados de la policía política. Tenía identidad falsa pero uno de ellos le dijo: “Usted es el doctor Ruíz Pineda. No me lo niegue porque soy de su pueblo y lo conozco”. Uno de los que iban con él, David Morales Bello, me aseguró: “A Leonardo no le gustaba las armas. No teníamos ni un cuchillo de cartón”. El policía insistía: “Doctor, no oponga resistencia, sé quién es usted porque fui su motorizado en el ministerio”. Se refería al breve gobierno de Rómulo Gallegos donde Leonardo Ruíz Pineda sirvió como Ministro de Información.

Con gran aplomo, Leonardo dijo a sus acompañantes: “Salgan y corran. Yo haré lo mismo”. No tenían alternativa y siguieron su orden. Había varias vías de escape. Pero no los querían a ellos, querían al jefe de la resistencia. Lo bloquearon y lo mataron. La prensa hablaba de «tiroteo» pero Leonardo no llevaba arma alguna. Cosas de la censura en dictadura. Era la versión del régimen.

 

 

“En aquél momento –explicó Adonis- la resistencia sufrió un golpe demasiado fuerte. Fue político y emocional. Era nuestro líder y el vacío anímico se hizo hondo y oscuro como un pozo. Pensábamos que era el final, que todo había terminado y que la lucha estaba vencida. Nos deprimimos mucho. Pero a los seis meses nos recuperamos y comenzamos desarrollar los planes correspondientes para continuar”.

 

Simón Alberto Consalvi, periodista y exembajador de Venezuela en los Estados Unidos

El relato de un exembajador de Venezuela en Washington, Simón Alberto Consalvi, para entonces reportero en un diario caraqueño (La Esfera) y correligionario de Ruíz Pineda, me confió con la voz entrecortada: “Desde lejos, tomaba fotos de la persona que yacía muerta en la calle, tapada con una sábana. Recuerdo que una de sus manos quedó expuesta. Cuando llegué al diario y revelé la gráfica, poco a poco fue mostrando aquella mano. Y no tenía duda, era la mano de Leonardo, su reloj, su forma y su color. Las lágrimas se salían solas”.

Cuando Aurelena vio la noticia en el diario, el cual literalmente arrebató a Jorge aquella fatídica mañana, comenzó un torbellino. “Salió de la casa corriendo –contó Jorge- y, por más que lo intenté, no le di alcance. Iba como enloquecida, tal era la velocidad con que corría. Directamente, se fue, sin razonar y cargada de la mayor angustia, al Ministerio del Interior”. En otras palabras, a la boca del lobo.

Llegó a ese lugar, dispuesta a exigir que le entregaran el cadáver de su esposo. Expone Adonis Dáger –en cuya casa conocí a Aurelena décadas atrás- que los esbirros se burlaban y le decían: “Para qué quieres a un muerto si aquí tienes tantos hombres vivos?.  Ella era muy linda y los tipos la veían lascivamente. Sin inmutarse, siguió exigiendo el cuerpo de su esposo. La cosa derivó en que la llevaron presa a la Cárcel Modelo de Caracas”. Fue poco tiempo pero el suficiente para sufrir humillaciones y vejaciones.  “Un día la pasearon desnuda ante los presos hombres – recuerda Adonis con indignación. Pero para ella no había dolor más hondo que la pérdida de Leonardo”. Una vez la soltaron, la resistencia la sacó directo al exilio. Fuera de Venezuela hacía de todo, cuidaba a sus hijas y ayudaba a otras amigas en lo mismo, aparte de que jamás se desentendió de los compañeros de Leonardo que quedaron luchando por la libertad de su patria.

Adonis recuerda: “Por allí tengo las cartas que ella enviaba a Jorge, mi hermano. Lo veía como una referencia de autoridad. En una de ellas, le pedía permiso para casarse de nuevo con un venezolano que había conocido en el exilio, tiempo después”. Aurelena contrajo matrimonio con un discreto señor de apellido Ferrer con quien mantuvo un matrimonio estable hasta que él falleció.

 

 

En la foto: Aurelena, su hija Natacha, su nieta Alexandra y sus bisnietos

 

Al regresar a Caracas con sus hijas nunca más se fue. Pero hace seis años sus nietos, que la querían muchísimo, se la llevaron con ellos a Miami para que disfrutara de sus bisnietos. Natacha, una de sus hijas que permanece en Venezuela, tan agradable y despierta como su madre pero idéntica físicamente a Leonardo su padre, no encontró manera de salir de Venezuela para acudir a sus exequias. Después de todo, estamos en otra dictadura de la cual, como Aurelena dejó constancia, se sufre, pero se sale.-

 

 

(*) Frailejón: plantas de neblina y altura, con un tronco grueso, generalmente único.

(*) Concha se le llama en Venezuela a los escondites para los militantes políticos clandestinos.

(*) Aguar el guarapo se dice de amilanar o acobardar

 

 

Botón volver arriba