Maduro y el tercer hombre
Desgraciado el país cuyo gobernante necesita del insulto para sobrevivir. Eso le ocurre a Venezuela, donde el presidente Nicolás Maduro es la repetición de la repetición: una copia vana.
Maduro salió de la Cumbre de las Américas, donde no logró su objetivo —una condena regional a la política estadounidense en la declaración final— y tampoco pudo robarle el show a Obama y Raúl Castro. Aterrizó en La Habana y fue a visitar al “líder histórico”. Es probable que para buscar consejo, quizá deslizar una furtiva lágrima sobre el abandono en Panamá, por parte del hermano menor del “líder histórico”, y sobre todo con el objetivo de demostrar a la izquierda tradicional latinoamericana que aún eran suyas las puertas del reino: al menos para tocarlas y que le abran. Solo que esa prioridad de entrada en el cielo ¿o infierno? comunista cuenta poco a la hora de gobernar bien.
Por regla general un régimen autoritario transita entre una “legitimidad de origen”, obtenida por el triunfo que lo llevó al poder, y una “legitimidad de ejercicio”, marcada por la promesa de una prosperidad económica. Así fue durante la época del franquismo en España —donde el “generalísimo” no se cansaba de repetir que él había ganado la guerra— y el fascismo en Italia —cuando finalmente los trenes llegaban y partían de las estaciones siempre a su hora—, pero el problema con Maduro es que no puede reclamar ni lo uno ni lo otro.
Así que el presidente venezolano necesita un enemigo constante, un tercer hombre más allá de sus dos inspiradores —Castro y Chávez— para justificar sus discursos diarios. Y si de pronto el presidente estadounidense deja de resultarle el más apropiado, porque la metrópolis de La Habana ha declarado su apoyo a Obama, hay que recurrir a Madrid.
“Que las Cortes [españolas] vayan a opinar de su madre, pero no de nosotros”, indicó el mandatario en su programa de televisión.
El lenguaje perdulario es un signo que se repite y una apelación torpe al populismo, “Me encabr… cuando hablo de Venezuela”, dijo en la Cumbre de Panamá, para de inmediato pedir excusas.
¿Pero qué es esto, un presidente o un tipo de esquina? La respuesta es que apelar a la vulgaridad para obtener simpatías emocionales entre frustrados —no necesariamente en los estratos más desfavorecidos de una población sino entre los más resentidos— ayuda en ocasiones a una retórica para conservarse en el poder, pero nunca brinda resultados positivos de largo o mediano alcance.
El caso más evidente es Cuba.
“Hemos percibido con dolor, a lo largo de los más de 20 años de período especial, el acrecentado deterioro de valores morales y cívicos, como la honestidad, la decencia, la vergüenza, el decoro, la honradez y la sensibilidad ante los problemas de los demás”, reconoció Raúl Castro el 7 de julio del 2013 en la Asamblea Nacional del Poder Popular.
Maduro está imitando a Fidel Castro en sus peores momentos de demagogia antiimperialista, pero el recurrir a la chusmería, la estulticia y el insulto ha sido contraproducente en la isla, y esa decadencia moral hemos visto que la reconoce hasta el actual gobernante cubano.
La táctica que está utilizando el régimen chavista no es nueva, y lo que más destaca es su debilidad ideológica; si es que en algún momento se ha podido señalar como tal la mezcolanza de patriotería, disparate, superstición y oscurantismo que constituyen los dichos del fallecido Chávez y el vividor Maduro.
Los recursos son viejos: el insulto y la vejación como arma, la divulgación de mentiras y una visión desplazada que deforman el conjunto, para demonizar al enemigo. Aunque en Maduro hay que agregar que estos elementos están reducidos a su manifestación más simple.
No es que el régimen de La Habana ha descartado por completo el apelar a la vocinglería, la violencia y el insulto, como acaban de demostrar también en Panamá, sino que en la actualidad lo dosifica en una estrategia de esquizofrenia política: intimidación y actos de repudio para los exiliados y opositores cubanos; una supuesta comprensión y actitud civilizada cuando está frente a su enemigo exterior por décadas.
En el caso de Maduro, esa sutileza no existe: reparte palabrotas a diestra y siniestra. Se puede argumentar —con razón— que más allá de cierta hipocresía y conveniencia momentánea ambas actitudes coinciden. Pero en el caso del mandatario venezolano la bestia queda más al descubierto que nunca, al descartar cualquier rasgo de moderación.
En ese sentido, vale la pena comparar la aparente excusa de Castro en Panamá —“le he dicho al presidente Obama que me emociono cuando hablo de la revolución”— con el exabrupto de Maduro: del “buen salvaje” al troglodita.
El presidente venezolano carece de sagacidad. Su táctica es imponerse en medio del caos. Entreteniendo al país con una avalancha de discursos y gestos absurdos busca otorgarse permanencia a través del bochinche.
No es gobernar sino algo más burdo: adoptar la pose del buscapleitos.