Encomiendo a los espíritus del inframundo a
Aristacmos el herrero y a Pirro, su trabajo y
sus almas. También les encomiendo a Sosias
de Lamia, su trabajo y su alma, y cualquier
cosa que digan o que hagan.
Maldición escrita sobre tablilla de plomo hallada en Atenas
Estamos acostumbrados a leer que Grecia, y especialmente Atenas, es la cuna de la filosofía, y es verdad. Quizás por eso podríamos pensar que, puesto que hemos hecho de Parménides y Platón los abuelos del racionalismo, todos los griegos y en especial los atenienses eran hiperracionalistas, lo que es ante todo una falacia. La verdad es que, por fortuna para los griegos, los filósofos eran una ínfima parte de la población, como ocurre también en nuestros días. También la historiografía romántica (que respecto de los griegos ha habido mucha y muy dañina) obró su parte, haciéndonos creer que los griegos eran poco menos que un pueblo de filósofos. Se entiende entonces por qué la aparición del libro de E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional (Universidad de California, 1951) causó tanto revuelo, pues ayudó a desmontar la historia idealizada que hasta entonces nos habían contado.
Hoy sabemos que, en realidad, el pueblo griego era bastante supersticioso, si por superstición entendemos la clásica definición de la Real Academia Española que dice que es toda creencia contraria a la razón. Una pintura satírica del típico supersticioso la hace Teofrasto en los Caracteres (XVI): “Continuamente purifica su casa, al creer que pesa sobre ella un conjuro de Hécate. Si las lechuzas se alborotan a su paso, él pronuncia la fórmula mágica: “Atenea es más fuerte” y, hecho este cuidado, continúa su camino. Procura no acercarse a una tumba ni a un cadáver ni a una parturienta, pues asegura que no quiere contaminarse”. Los atenienses también eran un pueblo muy religioso, como prueba la cantidad de capillas y santuarios dispersos por toda la ciudad que han hallado los arqueólogos, algunos de estos santuarios convertidos en viejas capillas ortodoxas. En ese sentido, tampoco han faltado trabajos acerca de la religiosidad de los griegos, como el de Martin y Metzger, La religión griega (París, 1976) o el clásico de Jean-Pierre Vernant, Mito y pensamiento en la antigua Grecia (París, 1965).
La verdad es que los antiguos griegos tenían una religiosidad, la religiosidad pagana, bastante diferente de la nuestra. Lo primero que podría llamarnos la atención es el papel de los sacerdotes. Nada más repugnante al espíritu griego que la idea de un sacerdote “mediador” entre el hombre y los dioses. Los griegos, en especial los atenienses, entendían que el hombre podía relacionarse directamente con los dioses. A un ateniense no se le pasaría ni remotamente por la cabeza pedir un consejo a un sacerdote, ni mucho menos confesarle sus “pecados”, otro concepto totalmente ajeno a la religiosidad griega. En los poemas homéricos no son pocos los episodios en que los dioses se comunican directamente con los hombres y, lo sabemos, hasta forman parte de sus contiendas y aventuras. El papel de los sacerdotes era, pues, bastante discreto. Se reduce al de una especie de “técnico”, un “administrador” que conoce la manera de hacer los sacrificios, las fechas propicias en el calendario oficial, el encargado de guardar y velar por que todo esté en orden en el templo. No más que eso.
Lo demás en la relación entre dioses y hombres quedaba por nuestra cuenta. En Trabajos y días, Hesíodo nos da una serie de consejos para mantener a los dioses contentos. “Nunca al amanecer libes rojo vino a Zeus ni a los demás Inmortales con las manos sin lavar, pues no te escucharán y escupirán sobre tus oraciones” (vv. 724-726). “No orines de pie vuelto hacia el sol, sino cuando se ponga, y hacia el oriente sin desnudarte, pues las noches son de los Bienaventurados” (vv. 728-730). “No engendres a tus hijos a la vuelta de un funeral, pues es de mal agüero” (vv. 734-735), son algunos de sus consejos que revelan aspectos apenas conocidos de la religiosidad popular.
Claro que aquellos que necesitaran algún favor especial de los dioses o de los espíritus podían recurrir a una bruja. En principio la brujería no estaba prohibida, pero tampoco era una actividad prestigiosa ni respetable. En primer lugar porque era considerada propia de los bárbaros, como en el caso de los hechiceros escitas. Pero sobre todo, lo más grave, porque era principalmente practicada por mujeres. El arquetipo de la bruja es Medea. Bárbara y mujer, reúne en sí los atributos del estigma y la transgresión. Con ayuda de amuletos y pociones protegió a Jasón y a los argonautas, en cuya carpa pudo deslizarse una noche. Eurípides, en su famosa tragedia, cuenta que llegó a Atenas después de haber robado el carro de Helios, el Sol, que volaba tirado por dragones. Sabemos también que no le tembló la mano para coser a puñaladas a sus propios hijos ante la traición de su marido. Tía y maestra de Medea fue Circe. Cuenta Homero en la Odisea (X 229 ss.) que Circe convirtió en cerdos a los compañeros de Odiseo, quien solo pudo rescatarlos y restaurarlos a su forma humana gracias a una planta mágica, el célebre môly que le había regalado Hermes. Si hay algo, pues, que los griegos tenían claro es que las brujas son de cuidado.
El imaginario popular griego estaba densamente poblado de multitud de genios (dáimones) y espíritus, muchos de los cuales eran abiertamente malignos. Eso explica la cantidad de amuletos, algunos de ellos bastante curiosos, que han encontrado los arqueólogos. Algunos eran importados de Egipto o Palestina. Lo sabemos porque llevaban inscripciones en egipcio o en hebreo, y consistían en objetos como huesos o pequeños frascos con sangre humana. Todo formaba parte de una floreciente industria encargada de suplir a los supersticiosos atenienses de amuletos, pociones y hierbas que seguramente no podían encontrar en el ágora, pero sí en algún discreto callejón de El Pireo.
John William Waterhouse, Circe ofreciendo una copa a Odiseo, 1831
Mención aparte merece el tema de los conjuros y los hechizos, muchos de los cuales han llegado hasta nosotros porque estaban grabados en pequeñas planchas de plomo. A veces estos conjuros eran enterrados en las tumbas, para que los muertos ayudaran a cumplirlos. En un prolijo trabajo llevado a cabo por uno de mis maestros, José Luis Calvo Martínez (Textos de magia en papiros griegos, Madrid, 1987), se encuentra una serie de instrucciones para preparar fórmulas y hechizos con diferentes fines. Así éste para vengarse de un enemigo: “Te invoco, ánima de muerto, a ti y a la muerte que se ha cumplido contigo, para que escuches mi súplica y me vengues a mí, Nilamón, hijo de Tereús, porque Etes elevó un escrito contra mí o contra mi hija Aunquis (…) Yo te suplico, ánima de muerto, que no los escuches, sino que solo me oigas a mí, Nilamón, que soy piadoso con los dioses, y los debilites para el resto de sus vidas” (p. 365). O este, claramente amoroso: “Te conjuro por los doce Elementos del cielo y por los veinticuatro Elementos del cosmos para que conduzcas aquí a Heracles, hijo de Taepis, junto a mí, Alús, hija de Alexandría, ya, ya, pronto, pronto” (p. 362). O este “amarre” aún más explícito: “Toma un huevo de corneja y el jugo de la planta «pata de corneja» y hiel de un torpedo de río; mézclalo todo bien con miel y pronuncia esta fórmula al triturarlo y untarlo en tu sexo: «A ti te hablo, matriz de [di su nombre], ábrete y recibe el semen de [di tu nombre]. Que me ame durante todo el tiempo de su vida, como amó Isis a Osiris. Que permanezca fiel a mí como Penélope a Odiseo. Y tú, matriz, recuérdame durante todo el tiempo de mi vida». Di esto al triturarlo y cuando untes tu sexo, y únete a la que quieras. A ti solamente amará y no será nunca poseída por nadie más, sino por ti” (p. 356).
No pensemos, por otra parte, que la superstición solo era cosa de campesinos y gentes incultas. Según cuenta Plutarco en su Vida de Nicias (23-24), este general ateniense fue el causante del fracaso de la expedición contra Siracusa en el año 415 a.C. Estando Nicias a punto de tomar la ciudad, ocurrió un eclipse de luna que el general tomó como un mal presagio. Entonces dedicó los siguientes días a hacer sacrificios y libaciones, a fin de atraerse la benevolencia de los dioses. Precioso tiempo que los siracusanos emplearon en preparar su defensa y desbaratar las naves enemigas.
Vemos, pues, que los antiguos atenienses eran gentes de una religiosidad y unas creencias no necesariamente acordes con la racionalidad. A algunos incluso sorprenderá constatar cuánto se parecían a cualquier otro pueblo. Eso nos ayudará a entender mejor su historia y su cultura, a pesar de algunos filósofos y, sobre todo, de los historiadores románticos.