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Malas ideas y buenos libros

Estamos rodeados de moralistas convencidos de estar haciendo la revolución

                                       El escritor Mario Vargas Llosa, recientemente fallecido

 

La muerte del escritor Mario Vargas Llosa ha levantado las faldas a la hipocresía de ‘Losdesiempre’, obligándonos a contemplar, muy a nuestro pesar, el color de la ropa interior de sus vergüenzas. Hemos asistido al lamentable espectáculo de ver a desilustrados restar méritos a un grande de las letras por sus ideas políticas e, incluso peor todavía, andarse a algunos con el cuidado ‘vayapordelantista’ de criticar ostensiblemente estas antes de alabar su trabajo literario o lamentar su muerte, dejando claro que se desprecia al autor pero se admira su obra, y que conste. Como si uno debiera estar siempre de acuerdo en toda idea con aquel al que lee para disfrutarlo.

Los mismos que aplaudían a rabiar que actrices de cierta edad se indignaran, como divas airadas (y pelín sobreactuadas), al ver llegar a un funeral a la presidenta de la Comunidad de Madrid, y lo apuntaban en su lista de logros una vez finadas, junto a (y al nivel de) «trabajó con Almodóvar» y «fue presidenta de la Academia», lamentaban que, para escribir tan bien, el autor de ‘La fiesta del chivo’ tuviese ideas tan despreciables. «Tan despreciables», en este caso solo significa ‘discrepantes’. Sin más.

El viejo debate de la separación entre obra y autor, en su versión posmoderna (y extremoizquierdista), adquiere un matiz nuevo

El viejo debate de la separación entre obra y autor, en su versión posmoderna (y extremoizquierdista), adquiere un matiz nuevo: es conveniente y loable si en su pensar coincide con los preceptos del progresismo hegemónico de izquierdas; despreciable y reprensible en caso contrario. Así, veíamos como una exministra compartía en redes un vídeo en el que lo que se destacaba de Vargas Llosa era que «fue un peruano que representa bastante bien el declive de los valores democráticos a nivel mundial».

Más allá de lo desacertado de la afirmación, es muy sintomático el gesto de lo que entiende esta izquierda por ‘valores democráticos’: unos que no respetan la pluralidad política y que esperan que la discrepancia conlleve un castigo social. Incluso póstumo. Y si, en esto del compromiso del artista, siempre he pensado que juzgar su moralidad para reconocer su aportación cultural sería penalizar el talento; exigir que sus ideas políticas coincidan con las nuestras para permitirnos disfrutar (y valorar) su obra me parece una soberana estupidez.

¿Tan sobrados de referentes y virtuosos andamos para prescindir de grandes obras solo porque alguien nos lleve la contraria? ¿Tan convencido puede estar alguien de su infalibilidad moral como para desdeñar el talento?

¿Podemos exigir probidad absoluta a un ciudadano por que destaca en una disciplina artística? ¿Depende esa probidad de su opción política? Para algunos, efectivamente, es así. Por eso algunas escritoras merecen renombrar estaciones y otros escritores (con algún premio menor, como un Nobel), tan solo protestas de Más Madrid porque se anuncie un homenaje. Si en estas páginas me he declarado defensora del creador amoral, del virtuoso ímprobo o el artista indecoroso, más todavía del que expresa sus ideas, por polémicas que sean.

Porque los actos del creador, los públicos y los íntimos, los políticos, no deberían contaminar, por juicios morales de terceros, el reconocimiento de su aportación cultural a nuestra sociedad. Que, en este caso, es incuestionable.

Decía Orwell que un moralista era el convencido de que no podía cambiar nada del mundo hasta no cambiar completamente a los seres humanos, mientras que un revolucionario era el convencido de no poder cambiar nada de los seres humanos hasta no cambiar completamente el mundo. Parece que estamos rodeados de moralistas convencidos de estar haciendo la revolución. Probablemente, a ninguno le recordaremos (le recordarán) por sus aportaciones culturales, precisamente.

 

 

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