Quizás sean pocos quienes recuerden el encabezado de nuestro editorial de hoy. Acuñada en referencia a la insania por el hombre común que hacía colas en el centro de Caracas para abordar un autobús o un «carrito por puesto» —antecesor de las insufribles, sobrecargadas, destartaladas y antihigiénicas camionetas que ahora suplen las deficiencias del transporte público, elevando a la enésima potencia el malestar urbano—. Vino a cuento a propósito de unas declaraciones de Francia Márquez, vicepresidente de Colombia, en las cuales elogió, con ditirambos dignos de mejor causa, el sistema sanitario cubano, y encopetó la exportación de médicos promovida por el régimen castrista para colocar sus peones en los tableros del descontento en aquellos países donde no pudieron sembrar, cultivar y hacer florecer el foquismo guevarista, teóricamente sostenido por Regis Debray.
La señora Francia, igual a los sesentosos turistas «patria, mojito o muerte», se dejó hechizar por los serpentinos encantos de un discurso falaz, basado en milagrosas curas por parte de unos presuntos médicos, mitad curanderos, mitad paramédicos, formados en tiempo récord a fin de llenar el vacío generado por el éxodo de médicos bien formados en las universidades precastristas. La joya de esa corona narrativa fue el tratamiento de los trastornos mentales.
Era mandatorio, para quien viajaba a la isla con ánimo de conocer al hombre nuevo, dispensar una visita (guiada, naturalmente) al Hospital Psiquiátrico de La Habana, bautizado en 2006 con el nombre de quien fuese su director durante la friolera de 45 años, Comandante Doctor Eduardo Bernabé Ordaz Ducungé. Mejor conocido como Mazorra (nombre de la finca donde se construyeron sus instalaciones), el establecimiento gozó de general admiración y prestigio hasta que la BBC reveló el deceso por hipotermia de 30 pacientes, entre el 11 y el 12 de enero de 2010.
La cadena británica ahondó en el asunto y entrevistó a vecinos del lugar, para quienes «la mayoría de los muertos eran ancianos aquejados de otras dolencias, particularmente respiratorias; las condiciones del hospital son deprimentes: faltan los cristales en las ventanas, no hay colchas y la alimentación es pésima; muchos de los trabajadores del hospital crían puercos con la comida robada a los enfermos. Ahora trajeron una brigada de reparación y un camión de colchas, pero ya es tarde. ¿Cómo es posible encontrar en la calle pacientes semidesnudos pidiendo limosnas?, preguntó una entrevistada». La bomba noticiosa puso en entredicho la solvencia del manicomio, paradigma de los logros alcanzados en materia de salud por la Revolución cubana. ¡Pamplinas! Cual las hazañas deportivas forjadas a punta de esteroides y los presuntos avances educativos basados en el lavado de cerebros y el empobrecimiento curricular. Pero, la segunda al mando de Colombia se comió el cuento. Allá ella: ¡Manicomio a locha!