“Maracaibo está muerta. La mataron”
A partir de sus propias vivencias, la conocida escritora zuliana, Marlene Nava, hace un desgarrador retrato de la devastación de su ciudad, Maracaibo, antes ruidosa y dinámica, hoy convertida “en un cementerio”.
Entraba al aula en una nube de gasa. Como estaba un poco más que rellenita, solía usar batolas anchas, de telas finas y colores vivos. Avanzaba entre las hileras de mesas con máquinas de escribir, con sus sandalias y sus uñas pintadas. La daba en maquillarse más de la cuenta. Sin necesidad, puesto que tenía -tiene- unos ojos verdes y destellantes. Ya no está gorda, al contrario. Y el pequeño tumulto de sus irrupciones ha dado paso a la morosidad de quien ha padecido varias enfermedades graves y muchos despechos.
Era -es- una gran periodista. Muy destacada en la prensa del Zulia. Escritora de ficción y, con el tiempo y los estudios, también historiadora, con varios libros de historia del Zulia en su haber.
Gran lectora, en español y en inglés. Creció en el próspero hogar del doctor Carlos Nava, obstetra muy conocido en Maracaibo. Estudió en los Estados Unidos cuando era una jovencita. Creo recordar un noviazgo con un seminarista o algo así, cortado de raíz por la familia con una matriculación en un high school mención Artes, que completó.
La evoco llegando a la clase de Periodismo Interpretativo en la Universidad del Zulia, risueña, curiosa, más interesada en escuchar que en hablar. Los ojos pintados de lila y ocre como un crepúsculo en Paraguaná. Y esa risa, dorada, ingeniosa. Marlene Nava es la inteligencia y la sensibilidad. Una vez fui testigo de una entrevista que le hizo a uno que vino al periódico a dar declaraciones. El hombre empezó a balbucear datos sin aparente conexión. Marlene le hizo un par de preguntas y fue como meter una masa en el horno, la papilla pálida que el entrevistado ofrecía, cobró volumen y color con las preguntas de ella. Pocas veces he visto un entrevistador tan hábil y despierto. Amiguera, parrandera de mediodía (no recuerdo haber sido convocada a la preciosa terraza de su casa en Maracaibo de noche), bailadora, aficionada a cuitas románticas de sus amigos, cocinera de raciones enormes. Invencionera, como se dice en el Zulia a la gente impulsiva y dada a emprender cambios sin mucha meditación. Se ha metido en enredos considerables, de los que ha salido con su gran fórmula vital: Amor y verdad. Cariño desmedido y autenticidad. Otra cosa, es refractaria al rencor. No sabe dónde se guardan las inquinas, de manera que las deja mal puestas y se le olvidan.
Marlene Nava nació en Maracaibo, el 10 de diciembre de 1945. En 1971, egresó de la Universidad del Zulia con el título de Periodista (entonces se llamaba así). Y no dejó de trabajar ni un día. Incluso, mientras era estudiante.
Hace unas semanas, leí en el muro de Facebook de Marlene (que, por cierto, ofrece notas periódicas, crónicas, poemas y retazos de memorias) unas confesiones muy duras. Aquí unos fragmentos:
11 de abril: “… hoy piso paisajes de arideces, aridez en el alma, aridez en el cuerpo, aridez en la calles, en las conversaciones, en las relaciones. […] vivimos un camino de miserias. Nos movemos, sobrevivientes, recibiendo -y quizás repartiendo- codazos a diestra y siniestra […] nos movemos como sombras sin norte. […] hoy me toca contemplar a mis nietos y otros niños comiéndose una arepa vacía”.
20 de abril: “Cuando mi suegra me hablaba de que en su juventud, mientras la gente de su pueblo huía de la plaga comunista por aquellas sendas heladas de Estonia, desenterraban desesperados papas y se las comían crudas y aún sin madurar, me sonaba a hipérbole. Pero ahora el hambre me mira cara a cara, a toda hora, desde mi ventana. […] Esta noche fue un anciano desecho, sollozando ante los balaustres. Las luces de la iglesia iluminaban los escasos y canosos cabellos, levantados como sabanas de paja seca y, desde el contraluz, brillaban sus lágrimas. Llegó arrastrando los pies, apenas sostenido por un palo que hacía de bastón. Se recostó a la pared y susurró: “Me estoy muriendo”. Esta mañana habían sido los niños de todos los días, revolviendo desechos acumulados la jornada anterior. En desagradable desayuno, se embadurnaban las caras y las manos de pestilentes desechos extraídos de los containers en la esquina; y desde sus bocas, manaban variopintos jugos malolientes en asquerosos deslaves. Al mediodía, madres con dos y tres criaturas suplicando por “un bocadito aunque sea para ellos”… Y en las tardes, los jóvenes, alguna vez estudiantes del vecindario, que ahora practican el trueque, cambiando hasta mayores tesoros familiares por una arepita o “aunque sea un pedazo de pan viejo”. Sacan de sus bolsillos anillos de graduación, cadenitas con dijes de San Valentín, las leontinas del bisabuelo o las yuntas de plata de su papá, “total, las usaba solamente los domingos para ir a misa”. Es el hambre nuestra de cada día que, desde mi ventana, muerde los bordes de mi alma. Y la impotencia me hace llorar, me hace odiar a quienes le han robado la vida a tantos hermanos de la vida y de la tierra”.
“Me da vergüenza reconocer el hambre”
-Te confieso -me dijo cuando le propuse una entrevista sobre la situación del Zulia y de ella misma- que me da pena decir que tengo hambre.
“Siento vergüenza, porque me asomo a la ventana y los veo: Chiquitos que, sin aspavientos, comen asquerosas masas descompuestas, que extraen de bolsas vecinas a una gusanera. Y me pregunto si mi hambre, si el hambre de todos, alguna vez alcanzará ese grado de decadencia. Tengo miedo. A desbaratarme. He visto llorar a mis nietos cuando se vuelve a ir la luz y se interrumpe su única conexión con el mundo. Sienten, así me lo han dicho, que tienen la muerte siempre cerca”.
-¿Cómo describirías lo que estás viviendo?
-Me he planteado mil formas para responder esta pregunta, para respondérmela yo misma. A ver. Mi situación se parece a los desaliñados clientes de la farmacia, que sopesan la decisión entre un blíster para la tensión o cuatro cápsulas para la diabetes. A la ancianita vecina, que debió regresar el tomatico y la cebollita que fungirían de salsa para la pasta, porque esta amaneció más cara y la pensión no alcanza para nada. Se retrata en cada lamento, en la piel agrietada, los zapatos rotos y los pies cansados de cientos de caminantes que transitan veredas miserables. Me siento de mil años. Ingresos: 250 mil bolívares mensuales de pensión [al 1 de junio, poco más de un dólar]. Desempleada y buscando trabajo. Estado anímico: En pie de lucha. Armas: Dos blogs: Vos sí que sois y Marlene Nava Writing Coach. Un sueño: Que cese este infierno. Y una esperanza: Vivir para contarlo.
-Perdóname, por favor, esta pregunta, es solo por documentar. ¿Cómo te sientes?
-Me siento sitiada, abandonada, desamparada. Mi situación es la de millones de venezolanos: Desprotegidos, con pérdida total en sus haberes materiales y espirituales. Sin esperanzas, sin mañana. Robados, timados, presos en una madeja de sinsentido. Como una película mala. Yo tenía un proyecto de vida. Planificado. Medido. Trabajado. Para estos tiempos, los finales de mi vida. Me soñé regalando los saberes y los haceres: Dictando talleres, conferencias, generando debates, formas de lucha por la defensa del patrimonio cultural. En universidades, en colegios, en plazas. En vez de eso, estoy empobrecida, llorando la historia perdida. Y con un solo par de zapatos para toda ocasión (uso faldas largas para esconder su deterioro).
-¿Solo así?
-No. También estoy en pie de lucha, creyendo en mis herramientas y aferrada a ellas, como mi tabla de salvación.
-¿En qué zona de Maracaibo vives?
–Vivo en Santa Lucía, zona habitada por una mayoría de escasos recursos y una minoría de ingresos muy altos, de procedencia desconocida. Declarada Patrimonio Nacional, Zona de Interés Turístico, Zona Histórica y Patrimonio Municipal. Entre la mayoría empobrecida funciona de maravilla la permanente extorsión de los devotos del Gobierno con las cajas CLAP, bonos y demás. Mientras tanto, hemos visto cerrar los negocios tradicionales de ventas caseras de empanadas, mandocas, cepillados, tetas de frutas, charcuterías, panaderías. Los únicos que prosperan -a costillas de la necesidad de sus vecinos- son los bachaqueros, ahora disfrazados de pulperos, panaderos y charcuteros, con mercancía que traen de Colombia semanalmente. El trueque se ha hecho cotidiano: Cambio estas verduritas por medio kilito de arroz. Le traigo estos limones, ¿puede darme un poquito de café?
Crece a toda marcha una casta que da terror: El sobreviviente, ese que reparte codazos para obtener prebendas. Me estremezco al pensar que llegue el día en que todos estemos obligados a convertirnos en “sobrevivientes”. Si traes alguna compra a casa, corres el riesgo de que te lo arrebaten. Hay miedo de nuestros propios vecinos. Las tertulias, los compartires generosos, la reunión vespertina que nacía de la espontaneidad, murieron también. Está también un grupo de privilegiados a los que nunca les quitan el servicio eléctrico, les envían camiones cisterna cada semana, así como bolsas super especiales de comida. De vez en cuando, esos reciben la visita de un funcionario de alta jerarquía. Finalmente, hay un extraño fenómeno: Están adquiriendo viviendas a gran escala para convertirlas en centros de juegos, pequeñas tascas o negocios de otro género. Las casas de Santa Lucía, patrimonio cultural del país, están siendo destruidas con la anuencia de las autoridades.
-Como historiadora, ¿qué evaluación haces de la transformación de Maracaibo?
-Maracaibo está muerta. Eso no lo entiende el resto del país. No es que la ciudad se ha transformado, es que la mataron. Y yo, que la lloro a diario, solo quiero que vuelva a la vida. Tengo en mi archivo una fotografía de mediados del siglo 20, que mostraba la rada de Maracaibo y su malecón ambos llenos de embarcaciones de todo tipo, testimonio de la enorme actividad de su Puerto. Hoy, el Puerto está cerrado. Desde aquí escuchábamos las gentiles sirenas de los barcos saludando la ciudad a su llegada. Hace meses que no suenan.
-¿Cómo es un día cualquiera en Maracaibo?
-La meta cotidiana de los habitantes de Maracaibo es conseguir comida. Eso impone varios pasos. El primero, buscar efectivo, lo que implica derretirse en colas de dos y tres horas a pleno sol. Y, además, una gira por los bancos, que comienza en la madrugada, a pie, hasta que el día alcanza los 35 o 40 grados, para reunir algo, dadas las restricciones para el retiro de dinero. El segundo paso, ir al Mercado de Las Pulgas, devenido centro financiero del occidente del país. Allí se fijan tasas de cambio; se determina el valor real de cada denominación, independientemente del monto grabado en el billete; se establecen precios variables para un mismo producto de acuerdo con el sistema de pago: En efectivo 50; por transferencia 70; y por punto 85. Y eso es ley. Se compran, venden y permutan billetes de todas las denominaciones y procedencias (pesos colombianos, euros, dólares) en mesas repletas a cielo abierto, resguardadas por funcionarios de la Guardia Nacional. A las doce del día Las Pulgas es el infierno. Los mismos peregrinos de los bancos ahora emprenden camino a casa, con medio kilo de arroz, una bolsita con verduras variadas y maltrechas, y dos chorizos. Es el ansiado de tres muchachos, una mujer, dos ancianos, y hasta el perro que se nutre de migajas. Muchos andan a pie, como trashumantes de una promesa ancestral. Otros toman lo que resta del Metro o algún bus destartalado de las rutas de ayer. Esa es la vida en Maracaibo. No hay cine, ni parque, ni playa, ni bar, ni choza, ni cancha. No hay nada que hacer. Ni a dónde ir. Medio se sostiene el Teatro Baralt con un grupo de valientes de la Universidad del Zulia, que arman espectáculos de la nada. Los chamos del Teatro Esencial tomaron la calle un día para llenarla de poesía y allí se han quedado, como la voz del alma maracucha llamando a la vida. La gente de la URU (Universidad Rafael Urdaneta) a veces monta presentaciones de su Filarmónica, el coro de jóvenes estudiantes y su grupo teatral. Y el Teatro Bellas Artes se defiende con sus festivales de cine y sus muestras matutinas ocasionales. Pero el centro está vacío. Las calles, después de las once de la mañana, quedan solas.
-¿Esto es así en toda Maracaibo?
-Hay una mínima isla de excepción. Un cuadrante entre la Avenida Doctor Portillo y la calle 72; y la Avenida Bella Vista con la Avenida 3F, que se mantiene activo. Dicen que gracias a los formidables ingresos de boliburgueses y enchufados, que han aprendido a disfrutar de la buena vida. En esa área han germinado nuevos cafés, restaurantes, tascas, sitios de solaz. Es una zona privilegiada, que conserva rastros de sus antiguos encantos. Claro, a precios inaccesibles para sus antiguos usuarios. Es como esos clubes para oficiales que muestran las películas de trama bélica.
-¿Qué es lo que más extrañas de la normalidad?
-El olor del cafecito recién colado, la corneta del transporte escolar, el vocerío de los chamitos del colegio vecino, el despertador, la ducha tempranera. Mi horario. Mi trabajo. Mis entrevistas. Mi juguito de naranja en la esquina del Central. Mi seguridad de que llegaría a las nueve, tomando el bus de Ruta 6 y empalmando con Ziruma. Mi certeza de que, al regresar, compartiría la cocina y la comida con los nietos, con los hijos, con los vecinos, con mis chamitos del comedor Bocaditos. Pero en Maracaibo no hay gas. No hay alimentos. No alcanzan los recursos. Lo que extraño es la normalidad. La regularidad. De los actos. Visualizar lo que va a ocurrir, dónde vas a estar mañana, que va a pasar la hora que sigue. Planificar, con la opción de modificar fácilmente tus planes. Esperar el viernes como la antesala de un día especial. Nada de eso existe ya en Maracaibo. Y lo peor no es que seamos espectros en un escenario post nuclear sino esta incertidumbre… ¿Qué somos?, ¿a qué nos han condenado?, ¿somos cobayas de un experimento maquiavélico?, ¿hasta cuándo se solazarán con nuestro dolor y nuestra desesperación?, ¿seremos eternamente esta noria, que no abandona su punto de partida y que repite al infinito su camino de pesadumbre?, ¿cuál es nuestro futuro? No tengo palabras, yo que siempre tuve tantas, para explicar la sensación de estar en un inmenso campo de concentración, que hasta hace unos años fue tu propia ciudad. La sensación de que nunca escaparás de esta prisión, que para ti y los tuyos no habrá amanecer. Ni siquiera somos capaces de imaginar qué va a pasar dentro de una hora, que rumbo disparatado nos impondrán en los próximos minutos. Y eso genera un miedo indescriptible, que te roba el sueño, la palabra, el sentimiento, las ganas de vivir.
-Maestra, no sabe lo que me ha costado este ejercicio.
-Hay que hacerlo. Claro que ni en mis peores pesadillas hubiera pensado que estaba formando periodistas para que escribieran las terribles noticias de una ciudad muerta junto al Lago que tanto he amado y reseñado.
Ah, olvidé contarte que por las mañanas me levanto a recolectar el agua del aire acondicionado del vecindario para lavar los corotos (una cucharada en cada uno, porque cada noche funcionan un par de horas o poco más). Que, como el gas está directo, porque de otro modo no llegaba, tenemos tizne en las uñas, las manos, la ropa, la cara y el alma. Que tengo la piel zajada, porque con el tizne se me pega la grasa y no tengo agua con que sacármelo. Que no quiero morir en una ciudad que ya es un cementerio.