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Maravilla americana

Los significados que le damos al arte, las disputas que provoca, afectan la vida de las personas

Lienzo de "La Mujer del Apocalipsis", del pintor mexicano Miguel Cabrera, Museo de Guadalupe, Zacatecas, México.

Lienzo de «La Mujer del Apocalipsis», del pintor mexicano Miguel Cabrera, Museo de Guadalupe, Zacatecas, México.

 

Corría el año de 1751 cuando al pintor novohispano Miguel Cabrera lo embarcaron en una misión comprometedora, quizás el mayor desafío de su carrera como artista. Le pidieron que determinara si el cuadro de la Virgen de Guadalupe, la imagen que había aparecido en el ayate del indio Juan Diego en 1531, era de origen divino, como se creía, o delataba el rastro humano. Cabrera no escurrió el bulto. Con la ayuda de otros pintores reconocidos, examinó la tela, aún incorrupta a pesar de los dos siglos que tenía encima; observó la simetría del dibujo, la correspondencia de las partes con el todo; analizó los cuatro tipos de pintura –oleo, temple, aguazo, labrada al temple– que se combinaban con inexplicable maestría. En el informe presentado en 1756, concluyó lo evidente: «Esta celestial Maravilla eficazmente persuade, y más a los inteligentes, que toda es obra milagrosa».

Pero la confirmación del estatus milagroso de la imagen, lejos de sofocar dudas, incendió la imaginación barroca de los novohispanos. A finales del siglo XVIII, retomando viejas hipótesis del supuesto paso por suelo americano de santo Tomás Apóstol, reconocido por los mexicas como Quetzalcóatl, un abogado de mente febril, Ignacio Borunda, enmendó el veredicto de Cabrera. Por supuesto que la imagen de la Virgen era milagrosa, qué duda podía haber, pero era un error creer que databa de 1531. Nada de eso: la Virgen había aparecido mucho antes, y no en un ayate sino en la capa que arrastró santo Tomás en su paso de Oriente a América. Los americanos habían recibido la bendición guadalupana mucho antes de la llegada de los conquistadores.

La delirante hipótesis, que Borunda trató de justificar señalando símbolos cristianos camuflados en la Piedra de Sol, el calendario azteca recientemente descubierto, tenía consecuencias dramáticas. Si santo Tomás había llegado en el siglo I, la acción evangelizadora de España perdía toda significancia, y sus derechos sobre el continente se desmoronaban. América ya había sido arrancada de las penumbras, estaba en los planes de Dios y la presencia de los españoles era accesoria, contingente. No habían llevado la salvación ni la gracia; sólo la codicia. Anáhuac tenía su apóstol, Tomás, y su Virgen, Guadalupe, de la misma forma en que España se había encomendado a Santiago y a la Virgen del Pilar. Estaban en igualdad de condiciones; ninguna tenía derecho a prevalecer sobre la otra. Como era fácil de prever, la Virgen de Guadalupe y la capa de santo Tomás se convertían en un arma para la independencia mexicana.

Hoy, gracias a que el Museo de América le dedica una exposición a Miguel Cabrera, podemos ver esa imagen de la Virgen. No la que apareció en el ayate o en la capa, sólo una copia, pero es igual. Su presencia nos recuerda que los significados que le damos al arte, las disputas que provoca, la exaltación imaginativa que detona, la fascinación que produce, afectan la vida de las personas. Y que es ahí, no en otro lugar, donde hay que buscar el milagro.

 

 

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