Margaret Atwood: «los viejos tenemos más libertad que los jóvenes»
La escritora canadiense vuelve la vista atrás en esta entrevista, repasa su infancia en el bosque, sus primeras lecturas, sus primeros poemas, y celebra su libertad de octogenaria
Margaret Atwood (Ottawa, Canadá, 1939), fue una niña criada en los bosques, una niña lectora, una niña poeta, una niña llena de palabras que hasta los once años no pisó una escuela. Fue una niña rodeada de árboles, de frío, de lluvia. Fue una niña atrincherada en los libros, una niña que escuchaba los pájaros y quizá hablaba sola; una niña, en fin, de otro tiempo seguramente más verde. Ya de adolescente descubrió a Homero y a Edgar Allan Poe, y volcó el vértigo de los dieciséis años en unos versos que ha preferido olvidar, aunque nunca ha renunciado a esa vocación: acumula una veintena de poemarios y otras tantas novelas, aunque allá donde va la acompaña el marchamo de «la autora de ‘El cuento de la criada’». El interés por la ciencia ficción lo heredó de su padre, un hombre curioso que le legó, también, una pregunta: «¿Cuánto tiempo necesitarían las moscas de la fruta reproduciéndose sin control para cubrir la tierra hasta una profundidad de tres kilómetros?»
«Nunca supe la respuesta», cuenta la mujer al otro lado de la pantalla. Aún conserva la sonrisa pícara y la mirada traviesa y las ganas de hacer, de ver, de sentir. Tiene la inteligencia tan encendida como la memoria: ¿no serán ya la misma cosa? «Yo ya soy vieja», repite a cada poco, orgullosísima.
—Creció en los bosques de Ontario y Quebec, lejos de todo menos de la Naturaleza, tal y como cuenta en uno de los ensayos de ‘Cuestiones candentes’. ¿Hasta qué punto le marcó esa vida?
—Bueno, leí mucho allí [y sonríe]. No había televisión, no había redes sociales, a veces poníamos un poco la radio, pero no demasiado. Cuando llovía no había mucho más que hacer que leer. No teníamos ni electricidad. Pasábamos allí la primavera, el verano y el otoño. En invierno siempre nos íbamos a la ciudad, donde sí teníamos esas cosas.
—¿Qué libros recuerda de aquellos tiempos?
—El suministro era limitado, porque estábamos en el bosque. No había escuela ni biblioteca, así que leía lo que encontraba por casa: misterios, asesinatos, cuentos infantiles, ensayos científicos, historia… Y ciencia ficción. A mi padre le encantaba la ciencia ficción. Por suerte mis padres eran buenos lectores.
—Entonces, ¿la verdadera patria es la infancia?
—Eso depende, ¿no? Algunas personas tienen infancias horribles y otras muy agradables. Y no estoy segura de qué es mejor o peor. Los que tuvieron una infancia horrible pueden convertirse en adultos horribles o conquistar una vida mejor y ser mejores personas que sus padres. Tiene la perspectiva de la mejora. Si tienes una infancia muy bonita, en cambio, puede ser que nada lo iguale.
—…
—O te puede servir de trampolín, claro. Puede pasar cualquier cosa.
—Ha contado más de una vez que la escritura es un don. ¿Tuvo un momento de revelación?
—Oh, nadie sabe nunca la respuesta a esa pregunta. Pero hay un libro muy bueno que se llama ‘El don’, de Lewis Hyde, que habla mucho del don de la escritura, del don de la inspiración. Él sostiene que si recibes el don de la escritura tienes el deber de utilizarlo, y no solo eso: tienes el deber de devolvérselo al mundo; no el don, sino una obra. Es un tipo de relación muy diferente de una transacción comercial. No es «yo te doy el dinero y tú me das el coche». Esta relación no termina nunca. Si te dan un don, tienes que transmitirlo.
—Empezó a escribir muy pronto. A los dieciséis ya tenía un libro de poemas.
—Bueno, empecé mucho antes. A los siete años ya escribía poemas, pero decidí parar [ríe]. Y lo retomé a los dieciséis. Siempre he pensado que leer y escribir son parte de una misma actividad.
—¿Recuerda algo de aquellos poemas?
—Eran demasiado malos como para recitarlos ahora. Con la escritura ocurre como con el piano: Te pueden regalar uno, puedes ir a clase, pero no vas a poder con Beethoven hasta que no practiques mucho [deja un silencio]. Yo soy muy vieja. Cuando empecé apenas había escuelas de escritura creativa, así que nadie me dijo que tenía que elegir entre la poesía o la prosa. Nadie me dijo nada. La gente de mi generación solía hacer ambas cosas. Nadie nos dijo que no lo hiciéramos.
—Ha escrito mucho sobre mitología grecolatina. ¿Cómo llegó a Homero?
—Ha sido algo fundamental para mí. Llegué de adolescente, porque estudiaba latín y quería saber de dónde venía Eneas, y eso significaba la ‘Ilíada’ y la ‘Odisea’. Y luego, por supuesto, seguí con Ovidio. Recuerdo que en clase teníamos un libro llamado ‘Historias de los dioses y los héroes’, de George William Cox. Era un libro victoriano, y como todos los libros ingleses victorianos te prometía que lo que ibas a leer te iba a mejorar moralmente. Y yo nunca pude entender eso, porque los dioses griegos no eran un gran modelo de virtud [ríe de nuevo]. No entendía cómo eso podía ser bueno para mi moralidad. Por suerte, se escribió mucha literatura moderna a partir de esos mitos, y pude entenderla. El ‘Ulises’ de James Joyce, para empezar. Y ocurre lo mismo con los relatos bíblicos: te pierdes mucha pintura, mucha poesía, mucha ópera, mucha literatura si no conoces esa tradición. Si no conoces las obras fundacionales de un idioma. No puedes leer literatura anglosajona anterior a 1970 sin esa base. Estoy pensando en ‘El progreso del peregrino’, de John Bunyam, que luego dio origen a ‘Vanity Fair’, de William Makepeace Thackeray… En la literatura española ocurre lo mismo. Necesitas haber leído ‘El Quijote’.
—¿Le gustó?
—Claro, como a todo el mundo. Recuerdo que en México estuve en un festival dedicado solo al ‘Quijote’, y vendían hasta tazas con su figura. Sigue siendo muy popular.
—El año pasado firmó un manifiesto en favor de la lectura intensiva en la educación. ¿Corremos el riesgo de que desaparezca?
—Eso depende de a qué edad le demos un ‘smartphone’ a los niños. Porque ya sabemos que tenerlos demasiado pronto es peligroso. Es una tecnología que merma la capacidad de concentración y, por tanto, de aprendizaje. Dificulta concentrarte en algo tan exigente como una página [y sonríe]. Y así somos capaces de leer en pequeñas cantidades, pero nos distraemos muy fácilmente cuando el texto se alarga. No estoy segura de que una persona criada con un ‘smartphone’ sea capaz de leer los clásicos de la literatura del XVIII y XIX, que son bastante largos. Es curioso, porque son largos en parte porque los escritores de aquella época publicaban por entregas, y acababan cada entrega con un ‘cliffhanger’, para enganchar al lector y que este tuviera que comprar el siguiente número. Pero me temo que hoy el problema es que muchos jóvenes son incapaces de llegar al final del capítulo sin distraerse.
—A estas alturas, ¿qué libros le acompañan? ¿Es de las que ya prefieren releer antes que leer?
—Siempre vuelvo a Shakespeare, pero no he perdido la costumbre de leer libros nuevos. De hecho, lo prefiero. Ahora estoy leyendo mucho sobre la Revolución Francesa, porque estoy escribiendo algo. Lo último que he leído es ‘The Revolutionary Temper’, de Robert Darton, que es un ensayo sobre los cuarenta años que antecedieron a la Revolución, un análisis sobre la importancia de la información, sobre su impacto. Es la era de los panfletos, de los primeros periódicos, de los escándalos, los chismes, los rumores, las canciones populares y las caricaturas políticas. Había censura, pero también mucha actividad clandestina, era muy fácil hacerte con lo prohibido. Quiero decir: nada aparece de la nada.
—¿En qué se parece nuestro mundo a aquel?
—Por desgracia, en bastantes cosas. La Revolución Francesa fue una revolución de la izquierda, pero también hay revoluciones de la derecha. Y siguen patrones muy similares a los de 1789. Lo que sucede es que hay facciones luchando por el control, y la facción ganadora se acaba volviendo contra sus propios miembros para mantenerse en el poder. Esto siempre se repite. ¿A quién purga Stalin? A los viejos bolcheviques que aún creían en los principios de la revolución. Pero Stalin ya no lo creía. Y Hitler, ¿qué hace primero? Purga su propio partido en la noche de los cuchillos largos. Se deshace de cualquiera dentro de su propio movimiento que pueda plantear un desafío para él. Esto es: cualquiera que crea en el nacionalsocialismo en el que él ya no creía. Yo veo el ‘Make America Great Again’ como una revolución. No estoy bromeando. Eso es lo que está haciendo Trump: cualquiera que ose oponerse a él se queda fuera.
—¿Cómo ve el futuro de Estados Unidos?
—Me preocupa que gane Trump. Lo que suele pasar en estas situaciones es que se desarrollan dos extremos –extremo por aquí [y señala a la izquierda] extremo por aquí [y ahora va con la derecha]–, y la gente que está en el medio tiene que decidir cuál le da más miedo. Y entonces apoyan al otro. Así que la extrema izquierda en Estados Unidos le está haciendo el trabajo a la derecha. Pero la mayoría de la gente está en el medio. No quieren involucrarse porque es demasiado peligroso.
—Hay quien considera que algunas de sus novelas han sido proféticas, empezando por ‘El cuento de la criada’. ¿Puede la ficción predecir ciertos desastres?
—No creo que nadie pueda predecir con certeza nada: hay demasiadas variables. Puedes pensar que las cosas van a ir en una determinada dirección, que todo tiene sentido, y de pronto un gran volcán entra en erupción y cambia el clima durante tres años. Así que no puedes predecir nada con absoluta certeza. Pero puedes mirar las tendencias.
—Como experta en distopías, ¿qué opina del pesimismo? ¿Necesitamos nuevas utopías?
—El siglo XIX fue una época de pensamiento utópico en América, Inglaterra y hasta cierto punto Francia. La gente era optimista porque se inventaban vacunas, el sistema de alcantarillado de las ciudades de pronto mejoró, llegaron los trenes. ¡Y la gente volaba en globo! La creencia general era que el hombre lo iba a controlar todo en el futuro y todo, así, sería maravilloso. Se escribieron muchas utopías, se formaron varias comunidades utópicas, muchas de ellas en Estados Unidos, porque allí la tierra era barata. Algunas tuvieron éxito, pero la mayoría fracasaron porque no pudieron resolver los problemas fundamentales. ¿Qué comemos? ¿Qué bebemos? ¿Cómo nos vestimos? ¿Y quién va a trabajar? Aún hay mucha gente tratando de imaginar nuevas utopías.
—¿Estamos condenados a repetir los errores del pasado?
—Hay una carta de tarot muy antigua que es la Rueda de la Fortuna. En la parte superior hay una persona con una corona en la cabeza que dice en latín: «Yo gobierno». A la izquierda hay otro hombre diciendo: «Yo gobernaré». Y a la derecha, ya cayendo, un tercero dice: «Yo he gobernado». Y debajo hay un viejo campesino sosteniendo la rueda. Él dice: «Nunca gobernaré». Así es como va.
—Muchos de sus personajes son extranjeros, sufren el desarraigo, la lejanía. ¿De dónde le viene el interés por este tema?
—Tal vez tenga que ver con que mi familia se mudó muchas veces. Y después de la Segunda Guerra Mundial llegaron a Canadá muchos inmigrantes. Recuerdo escuchar muchas historias sobre lo que les había pasado durante la guerra, cómo habían llegado tan lejos, lo diferente que les resultaba todo. Estoy bastante familiarizada con ese tipo de situaciones. Además, he viajado mucho. Y cada vez que viajas a un país del que no sabes mucho siempre eres un extranjero. Los llamamos turistas, pero en realidad son personas que no saben lo que pasa de verdad en el lugar al que acaban de llegar.
—Por cierto, tiene usted fama de procastinadora.
—Bueno, tendré que esperar para responder a esa pregunta [y pone cara de pensar, agarrándose el mentón]. Lo pensaré mañana [otro silencio]. Sí, claro, creo todos los escritores somos procastinadores. Posponemos el momento de escribir, solo que lo llamamos investigación [y sonríe].
—Pero ha escrito muchos libros. Algo trabajará.
—La cosa va así: en Canadá, el agua de los lagos está helada, pero aun así nos gusta nadar. Meterse siempre es un calvario. Solo tienes dos opciones: o sufres la tortura poco a poco o entras corriendo y gritando. Esas son las dos maneras de empezar un libro.
—¿Cuál prefiere?
—Ninguna. El agua sigue estando fría [y arquea las cejas]. Ojalá tuviera una rutina de escritora. Nunca la he tenido. Escribo cuando tengo tiempo, cuando estoy de buen humor, cuando tengo una fecha límite. Las ‘deadline’ son una gran fuente de inspiración.
—En 2020, se unió a un grupo de intelectuales entre los que se encontraban Noam Chomsky, Michael Ignatieff, Gloria Steinem, Francis Fukuyama y Steven Pinker, entre muchos otros, para denunciar los ataques que estaba sufriendo la libertad de expresión en Occidente. ¿La situación sigue siendo preocupante?
—Completamente. Pero lo triste es que si nos remontamos a la historia de la literatura, nunca ha habido una época en la que no se censurara algo por diferentes motivos. En el siglo XIX fue la blasfemia y la obscenidad: por eso juzgaron ‘Madame Bovary’ en Francia. Flaubert se defendió diciendo que en realidad era una obra muy moral porque la mujer adúltera sufre una muerte terrible al final [sonríe]. El Código Hays de Estados Unidos, que es de 1934, consistía en una lista de cosas que se suponía que no se podían mostrar en las películas. Por ejemplo: si tenías un criminal tenía que acabar mal, nunca podía salirse con la suya; si una mujer tenía una aventura, tenía que ser asesinada [sonríe otra vez]. Estaba todo perfectamente detallado. Y en el mundo del libro pasaba algo similar. A principios del siglo XX lo que molestaba era el sexo, así que el ‘Ulises’ estaba fatal, porque era obsceno. ¿Henry Miller? Nada de nada. Lo mismo que ‘El amante de Lady Chatterley’, de D. H. Lawrence, que hoy nos parece inocente y en su época [se publicó en 1928] fue un escándalo y estuvo prohibida, aunque para nosotros, los estudiantes, eso era un motivo más para leerla… Recuerdo que cuando estaba haciendo el posgrado había libros para los que había que obtener un permiso especial de la biblioteca… Sí, siempre se ha censurado. Lo que cambia es el objeto de la prohibición. Y el sujeto que prohíbe.
—¿Quién prohíbe ahora?
—En Estados Unidos hay todo tipo de cancelaciones y censuras, tanto de izquierda como de derecha. Y están utilizando la mismas excusas. Estas cosas funcionan por ciclos. Muy pronto tendremos el equivalente de la contrarrevolución. Y de hecho puede que ya hayamos empezado a tenerla. ¿Cómo está la situación España?
—Sospecho que mejor.
—Yo también lo creo: ha sido una vuelta de tuerca. ¿He dicho ya que soy vieja? Mis libros estuvieron prohibidos en España durante la dictadura, pero ya no. Y sin embargo ahora están prohibidos en algunas partes de Estados Unidos. Se pueden comprar en las librerías, pero están censurados en muchas escuelas y bibliotecas.
—Hablando de la edad… Usted sostiene que ser vieja es más divertido que ser joven.
—Así es.
—¿Por qué?
—Porque nos preocupamos menos. Voy a compartir un secreto contigo: ya no tengo una larga carrera por delante de la que tenga que preocuparme [y suelta una carcajada]. Los viejos tenemos más libertad por varias razones. Primera: a la gente no le importa tanto lo que decimos, porque ya sabes, «somos viejos». Segunda: no tenemos un batallón de gente de nuestra edad juzgándonos por detrás. Muchos de ellos están muertos, pero es que también nos hemos vuelto menos juiciosos. No somos tan juiciosos como los jóvenes.
—Ay.
—Y hay menos cosas por las que se nos pueda juzgar. No es probable que nos metamos en un escándalo sexual, aunque nunca se sabe [ríe de nuevo]. Y si hemos sido drogadictos o alcohólicos probablemente ya estemos muertos.
—¿Se lleva bien con el paso del tiempo, con los problemas de la edad?
—¿Qué problemas? ¿Te refieres a las enfermedades?
—Sí.
—Odio compartir esto contigo, pero los jóvenes también enfermáis. Y eso sí es una tragedia, eso sí es terrible. Los viejos ya hemos vivido, estamos más preparados para la enfermedad. Además, si yo tuviera tu edad estaría preocupado por los microplásticos que comes cada día. O por los productos químicos tóxicos que se siguen utilizando a pesar de ser perjudiciales para la salud. O por ciertas tasas de cáncer que han aumentado últimamente entre los jóvenes. Tal vez ahora ser joven sí sea un problema.
—¿Debería perder la fe en el futuro de la humanidad?
—Somos una especie muy inteligente. Deberíamos ser capaces de resolver esto.