Esa buena muchacha de Boston
Ella ha sido engendrada por un matrimonio burgués clásico, lleno de tanto amor y perfección que a la primavera de 1962 en que murió la madre, le salió al paso el verano del mismo año en que murió el padre, todo eso como un susurro de la vida para refrendarle su origen magnífico, el aparente. Ella ha crecido en los mejores barrios de Boston, se le ve esbelta, respingada, alta y delgada, boca de rosa y ojos de mar. Ella es preciosa y es mucho más, es perfecta.
Ella se ha creído el cuento de ser modelo, era entonces apenas una adolescente. La Agencia Hart acentuó su ya natural brillo y ataviada de lanas o de tules dejó a la vista sus piernas en las pasarelas, también su mirada en las fotografías. Ella se escapó con un hombre y lo hizo su esposo, arregló la casa, cocinó, hizo pasteles para celebrar. También tuvo dos hijas y desde ese primer parto en que daba vida, empezó a morir mientras la poesía surgía de todos sus tormentos como un golpe seco contra un mundo al que intentaba arrebatarle cinco minutos para fumar.
Ella se instaló desde entonces en una súper conciencia de sí misma que la convirtió en su propio espía. Y lo empezó a decir todo con tal claridad que hoy cuando la leo, casi siento rabia por no poder ir más allá de lo que ya fue dicho en cada verso sin dejar siquiera un rastro ambiguo para poder entrar en interpretaciones y creérmelas. Hizo todo de una vez, como si fuera Dios para sí misma, como si la emoción que la llevaba a la palabra y esa palabra, fueran parte del mismo instante. Intento imaginar el tiempo dentro de su cabeza y solo se me ocurre decir que vivía en estallido inicial, en una fundación inmediata de su yo, como si la realidad solo fuera ese único momento en que aparecía frente a sí misma: “¿Qué es la realidad?/Soy una muñeca de yeso; poso/con ojos siempre abiertos sin avistar tierra ni anochecer/sobre alguna persona laqueada y sonriente/ojos azules, acerados, se abren y se cierran”.
A la hora de escribir su Arte Poética, escribió sin concesiones su Arte Negra: “Una mujer que escribe siente demasiado/ ¡tales portentos y trances!/ como si ciclos e hijos e islas no fueran suficientes; como si dolientes y chismes y vegetales nunca fueran suficientes/Cree que puede alertar a las estrellas/Una escritora es en esencia una espía/Amor querido yo soy esa muchacha/”. Esa estrofa inicial es una declaración donde reúne el ser femenino con la creación, eso lo es todo. Habla desde el cuerpo que tiene y con el que debe lidiar, habla inmersa en las pequeñas domesticidades femeninas. Aunque todo eso sea insoportable, es ahí donde estalla. La escritura resulta de un exceso de sentir, es la llaga misma en el instante en que se hace y borbotea la sangre. Aquí no hay pose. Hay sí una manera de estar en el mundo tan definitiva que no es posible ninguna transacción proveniente del exterior. No hay alivio. No viene el alivio del mundo, aunque sea ese el mismísimo papel donde se consigna tanto dolor, no hay engaño, nadie la salva de sí misma.
Ella iba y venía del psiquiátrico. Se recuperaba por la poesía, dicen. Menos mal que nunca hubo ninguna pastilla capaz de atolondrar su contundencia, ninguna aguja pudo aniquilar las bellas voces que danzaban en su interior, esas locuaces de versos. Y la poesía fue su tarima, le dio premios, reconocimientos, la hizo catedrática, hizo que la persiguieran las cámaras de televisión, la hizo viajar de un lado a otro, conocer escritores, artistas, tener amigos para su corazón, con los que compartió la creación, la reflexión, los cigarrillos. Y sin embargo, todas las buenas consecuencias que le traían sus versos eran también motivo de su desprecio, porque en eso tampoco creía. Creía en escribir, pero yo creo que creía solo en el instante de la escritura, en la creación, en ese momento plenamente estético donde escribir la palabra confirmaba su ser. Como si dijera con los versos “aquí estoy, solo aquí y ahora”. Yo no puedo pensar en ella como alguien que necesitaba creer en sí misma, creerse linda, inteligente, capaz. Esas prescripciones terapéuticas sobran todas en su caso. Eso me parece demasiado pueril, pura domesticación para encajarla en la vida de los demás.
Furiosa dice: “¡No saben ellos/ que prometí morir!/ Me mantengo entrenada/ Sencillamente me mantengo en forma/ Las píldoras son una madre, solo que mejor, de cada color y tan buena como ácidos caramelos/ Hago dieta de muerte”. No se queja de asuntos ni de personas, no nombra motivos, no es que me quiero morir por esto o por lo otro, no es un asunto de carencias. Es la muerte en sí, solo ella, como si fuera la vida. La muerte fue su resistencia.
Se suicidó a los cuarenta y cinco, en 1974, se metió a su carro abrigada y encendió el motor, antes de eso y durante un buen tiempo intentó creer en Dios y decirle quien era ella. Y la pienso y me digo “bueno, están sus poemas, es por ellos que la conozco”, sí, es por ellos. Pero no estoy conforme con eso, y entonces cierro mis ojos por la noche y le digo a ese Dios que se hizo el sordo con ella “déjame tocar a esa buena muchacha de Boston”, solo con la esperanza, Anne Sexton, de robarme un poco de tu estallido.