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María José Solano: El tren y la inglesa

Porque Virginia Woolf, sin saberlo, empezó allí a intuir que la libertad comienza cuando uno nombra su propio miedo

                              Virginia Woolf con uno de sus perros, fotografiada en 1931

 

Almorchón, en Badajoz, suena a pueblo inventado y a piedra antigua bajo el sol. Fue cruce ferroviario vital entre Castilla-La Mancha, Andalucía y Extremadura, corazón de hierro que latía al ritmo de locomotoras que llevaban y traían hombres, sueños y carbón.

fue precisamente allí donde Virginia Woolf, con apenas 23 años y la mirada afilada de quien aún no se sabe escritora, bajó del tren. O al menos creyó haber bajado en un lugar de Andalucía. Porque en su relato ‘Una posada andaluza’, lo llamó «Amonhon», deformación fonética que intentaba capturar lo inasible de un idioma ajeno y de una experiencia aún más extraña. Tampoco importaba el nombre. Para ella, aquello era el sur profundo, reseco, inexplicable. Un lugar donde la realidad dejaba de tener bordes definidos.

Hace poco, unas investigadoras españolas pondrían nombre al fantasma: Almorchón

Hace poco, unas investigadoras españolas pondrían nombre al fantasma: Almorchón. El lugar que dejó en la inglesa una impresión tan desagradable como profunda. Porque quizás en ese paisaje hostil, la joven Woolf empezó a comprender que el mundo no era sólo un salón en Bloomsbury. Era también estaciones vacías en las que nadie espera a nadie.

La pensión donde pasó la noche, según su relato, era una condena. Una habitación sombría, con muebles desvencijados y ruidos extraños en la madera. Creyó que la asaltarían mientras dormía. Virginia no lo supo entonces —cómo iba a saberlo—, pero aquel horror que describió con desdén inglés y juventud arrogante era también una forma de belleza. Brutal, pero belleza al fin.

Almorchón era el reverso de la Europa que ella conocía: sin Londres, sin bibliotecas, sin té a las cinco. Era, como escribiría más tarde, el sur, pero un sur que no encajaba en ninguna postal. El sur que incomoda, que no se deja explicar.

Quizá por eso la experiencia fue tan poderosa. Porque Woolf, sin saberlo, empezó allí a intuir que la libertad comienza cuando uno nombra su propio miedo. Que una habitación propia no se hereda, se conquista, incluso desde una pensión miserable. Y que a veces, los lugares más inverosímiles son los que siembran la semilla de una obra futura.

Almorchón sigue ahí, con su estación cuidada como una reliquia por los vecinos que no necesitan ser escritores para saber que hay lugares que merecen memoria. Aunque sea porque una joven inglesa, muerta de miedo y de calor, pasó una noche en sus muros y salió con una historia para la eternidad.

 

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