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María José Solano: El último Gatopardo

Gioacchino Lanza Tomasi, el hijo adoptivo de Lampedusa, me regaló la última edición del 'Gatopardo' con su prólogo y se retiró lentamente


Gioacchino Lanza Tomasi, el hijo adoptivo de Lampedusa

 

Al principio no lo reconocí. Me cegaba aquella casona de vía Butera que se abría al mar, a los libros y a mi fascinación por Sicilia. Nicoletta Lanza Tomasi era la anfitriona perfecta. Me había conducido por las estancias de la vieja casa de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, su suegro, con la naturalidad aristocrática de quien ha caminado durante varias generaciones por entre trinacrias y blasones. Ese palacio que, como la misma Sicilia, permanecía en pie porque «su orgullo era más fuerte que su miseria», una frase del Gatopardo que debería servir en realidad para resumir la historia de occidente.

La duquesa me hablaba de las habitaciones del alquiler en el ala este del palacio, de sus cursos de cocina organizados para poder mantener los excesivos gastos, de su deseo de conservar intacto el patrimonio, cuando por la puerta del fondo de la biblioteca apareció él: un hombre apuesto, de tímidos ojos azules vestido con desaliñada elegancia que me saludó (el gesto secular, reflejo, de acercar mi mano a sus labios sin llegar a rozarla con ellos), disculpándose por su mal español. Hablamos en italiano, me regaló la última edición del Gatopardo con su prólogo y se retiró lentamente con el pequeño Bártolo, un cachorro de teckel, trotando por entre sus zapatillas de cuero.

Si hubiese sabido que aquella era la última vez que vería a Gioacchino Lanza Tomasi, el hijo adoptivo de Lampedusa, habría preparado un comentario inteligente, una frase ingeniosa o sencillamente le habría pedido que bailase conmigo el último vals. Ahora él está muerto, sepultando un trozo más de la memoria de aquella Europa, como un fragmento de casco polar que se desploma en el mar. El salón de baile del príncipe de Salina se va quedando cada vez más vacío. Ya no hay reino de Italia que defender, los Borbones y los Saboya solo son escudos de piedra desconchada bajo las cornisas de piedra por donde caminan los gatos y Garibaldi es el nombre desgastado de avenidas y calles y alguna que otra plaza desierta donde reposa un busto de rostro barbado y solemne que los turistas fotografían creyendo que eGiuseppe Verdi. Contradiciendo a Lampedusa, hoy tengo la impresión de que todo está cambiando para que nada vuelva a ser igual.

 

 

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