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María José Solano – Joseph Conrad: juventud, divino tesoro

Zarpó a la aventura que, en realidad solo era la vida, tocando los muelles de medio mundo

                      Joseph Conrad a su llegada a Nueva York en 1923 a bordo del S.S. Tuscania

 

El viejo capitán pudo haber contado en ‘Juventud’ aquel amor clandestino y apasionado que sucedió en Marsella en los días en los que, muchacho inquieto, andaba a la caza de mujeres e historias como tesoros escondidos bajo el espejo del mar. Pero no lo hizo. Niño enfermizo, nacido en el laberinto de la Europa del este de finales del diecinueve fue, sin acabar de entender muy bien cómo, ucraniano, polaco y ruso.

Sus padres, militantes de la fe en la independencia y el progreso, cayeron como tantos otros, asesinados por una causa hermosa y estéril: la de tratar de salvar al viejo continente del principio de su fin. Sus muertes sólo sirvieron como fertilizante del odio creciente entre fronteras en un continente que ya se preparaba para amamantar dos guerras mundiales, una en cada seno. Aquello terminó secando la fertilidad y la juventud de Europa y el joven Conrad, huérfano y apátrida, no encontró otra solución que convertirse en un vagabundo de islas, llegando a la que sería su isla de adopción: Inglaterra.

Desde allí zarpó a la aventura que, en realidad solo era la vida, tocando los muelles de medio mundo y comprendiendo, finalmente, que el hombre está condenado a la soledad de un mar sin sentimientos y de un cielo sin dioses.

Niño enfermizo, nació en el laberinto de la Europa del este de finales del diecinueve

Amó a las mujeres, pero solo cuanto ellas tenían de literario, y destiló su recuerdo en la creación de personajes complejos que nunca llegó a comprender, haciéndolas girar en el centro del universo asfixiante y bellísimo de los héroes «conradianos»: Doña Rita con su flecha de oro en el pelo, Edith Travers de ojos insondables y violetas, Amy Foster desesperadamente atraída por un marino sin barco silencioso, extranjero y huraño, en un idilio sin final feliz.

Y tras estos amores tristes, un día, el escritor se embarcó por última vez rumbo a una playa lejana donde la Esfinge detuvo sus pasos para averiguar si, como Edipo, él también era un héroe de corazón puro. Entonces Conrad se sentó en la arena y le contó a la Esfinge la historia del mar de fuego de ‘Juventud’.

Cuando terminó la narración, la oscuridad ya envolvía como un sudario de bruma sus rostros, pero por entre una rendija de la noche, el viejo capitán pudo ver que la Esfinge estaba llorando.

 

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