María José Solano: Los andamios del Partenón
Incluso entre ruinas, se debe seguir construyendo democracia

El Partenón, como Europa, ha conocido el estruendo de la destrucción y el susurro lento de la reconstrucción. No es sólo un templo, es una cicatriz abierta al cielo. En 1687, una carga de dinamita turca –más precisamente, veneciana explotando un polvorín otomano– a punto estuvo de borrarlo del mapa. Fue una herida brutal, una explosión que desgarró la historia en mil pedazos y dejó aquella joya perfecta de la razón helénica, convertida en un torso de mármol mutilado. Pero no lo derribó. Hasta la pólvora dudó ante tanta dignidad acumulada. Y siglos después, como si la historia repitiera su música en variaciones oscuras, Oriente y Occidente vuelven a mirarse con desconfianza desde orillas enfrentadas del mismo mar. El Mediterráneo es, de nuevo, escenario de choques, huidas, encuentros y tensiones. Musulmanes en las costas que fueron suyas, y nuestras. Cristianos que olvidan que, en algún momento, todo lo que hoy defienden fue también prestado, compartido, mestizado. Y en medio de todo, sigue en pie la democracia, tan frágil y persistente como una cariátide bajo la lluvia. Porque la democracia –esa vieja invención griega que aún inspira discursos y traiciones– también ha sobrevivido a la dinamita, al colonialismo, a las urnas vacías de sentido. Como el Partenón, ha sido vendida, expoliada, convertida en decorado turístico. Pero ahí sigue. No perfecta, no intacta, pero indestructible en su esencia: la idea de que el pueblo, incluso roto, tiene voz. El Partenón sin andamios (aunque sea temporalmente) no es sólo un hecho arquitectónico. Es un acto político. Es la afirmación de que su presencia sigue desafiando a la amnesia. Y si él puede, ¿por qué no Europa? ¿Por qué no Grecia, que enseñó a pensar, a debatir, a cantar el viaje de un hombre, encarnación del Mediterráneo, que solo quería volver a casa? Contemplen bien ese templo, que se alza como Odiseo al llegar a Ítaca: cambiado, herido, pero de vuelta. Porque mientras el Mediterráneo arde en contradicciones, el mármol nos dice algo esencial: que de los escombros aún puede nacer la forma, que del conflicto puede emerger la belleza. Que incluso entre ruinas, se debe seguir construyendo democracia.
