María José Solano – Los haters de la Academia
Durante los casi diez años que estuve vinculada laboralmente a la Real Academia Española, fui elaborando un cuaderno de apuntes personales de lo histórico y lo cotidiano. Tenía conciencia de estar en un lugar singular y nunca dejé de sentirme privilegiada por ello. Con todas aquellas notas y el trozo de biblioteca personal que había logrado reunir adquiriendo libros específicos del tema, decidí hace un tiempo escribir una breve Historia de la RAE; la mía, hecha con mis lecturas, mi mirada y toda aquella experiencia.
El próximo 2025 se cumplirán los 300 años de la muerte de D. Juan Manuel Fernández Pachecoy Zúñiga, octavo marqués de Villena, fundador y primer director de la RAE. No es mal momento para que estos textos vean la luz en una publicación zendiana por entregas. Las publicaciones saldrán los jueves, que es el día elegido por los académicos para reunirse en pleno desde la fundación de esta institución.
Bienvenidos, zendianos, a los “Los jueves de la Academia”.
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“Academia Asnal; Academia Melonar; Académicos Bi-tontos, Graduados de bobos; Jocoserios; Descocados, Atrevidos, Hinchados de aire vano, Calabazas, Tipines, tipejos y tipazos; Ripios, Mamarrachos, Zotes, Sicalípticos, Amerengados y tramposos; Grillos pomposos; Mamotretos, Chupapitos…”. Estos son algunos de los términos usados durante los últimos trescientos años para definir a la Academia desde el lado hater. Y es que prácticamente desde el origen de la institución se alzaron inevitables las voces de sus detractores, construyéndose con el paso de los siglos y las publicaciones todo un género literario que podríamos denominar “Anti-RAE”.
«El primer odiador público de la Academia recae en Luis de Salazar y Castro, cronista mayor de Castilla y hombre de plena confianza del rey Carlos II»
El honor de haber sido el primer odiador público de la Academia recae en Luis de Salazar y Castro, cronista mayor de Castilla y hombre de plena confianza del rey Carlos II. El mismo año en el que se constituyó la Academia (llamada inicialmente La Española) uno de los académicos publicó un enorme volumen de casi cuatrocientas páginas sobre la Historia de la Iglesia. Ese fue el punto de arranque para el “odiador” Salazar y Castro, que haciendo uso de su derecho a la libertad de expresión manifestó que aquel libro soporífero estaba escrito en un «lenguaje barroquizante, enrevesado, altisonante y bastante pedante». Aquello no se entendió como un ataque al libro, sino como un bofetón indirecto a la Corporación, que esperó un año para contestar, haciéndolo también en forma de libro y bajo pseudónimo. Eso era tal vez lo que el hater esperaba, pues ni corto ni perezoso, respondió en forma de nuevo librito. En éste inventaba una larga conversación entre los pasajeros que viajaban compartiendo un coche de punto de Madrid a Alcalá. Los diálogos cargados de ironía y juegos de palabras no tienen desperdicio. Entre las bromas y críticas cabría destacar un pasaje breve donde una joven mujer que viaja en aquel coche de caballos rodeada de hombres pretende dar su opinión (¡¡siglo XVIII!!) acerca de lo que allí se estaba hablando. El cura la interrumpe bruscamente:
—Niña, a lo que aquí venimos es un acto muy serio de entendimiento, a tratar de cosas que no son permitidas a tu sexo […]. Vete con la mesonera […].
Ella, entonces, le responde con unas palabras en las que hay un eco de aquella cervantina pastora Marcela del Quijote, independiente y segura de sí:
—¿De dónde saca que hay nada negado a mi sexo, si con él concurren el estudio y la aplicación? […] ¿Acaso el espíritu tiene sexo? ¿No le unió Dios al cuerpo de la mujer como al del hombre? La cabeza, que es el único órgano de la ciencia, ¿es diferente en los dos? ¿No veo yo con los ojos, no oigo con los oídos, no gusto y no hablo con la lengua? […] Cuando se aplicaron las mujeres a las ciencias, ¿no hicieron tan grandes progresos que arrebataron la admiración de los sabios?
El cura de esta historia que encarnaba el modelo de académico intransigente y anticuado, al reaccionar de manera violenta, es detenido por otro viajero: “Tiene razón esta señora, oiga, que quien tan bien defiende su causa no solo puede oír, sino votar en las ajenas”.
La Academia Asnal
Con todo, la vida académica continuaba cada vez más sólida y presente en el mundo cultural español, conviviendo con las polémicas de fin del siglo XVIII y también con alguna dura crítica hecha por parte de nombres tan sonoros en el mundo de las letras como el dramaturgo Moratín o el fabulista Tomás de Iriarte. En 1788 aparecía otra publicación antiacadémica que iba a tener bastante resonancia por causar la risa de muchos y enfadar a unos pocos. Se titulaba Memorias de la insigne Academia Asnal, por el doctor Ballesteros. Y seguía, con guasa: Tomo Primero. En Bi-Tonto, en la imprenta de Blas Antón, el año 3192 de la Era Asnal. Y se hallará en Bayona, Francia.
«Su Academia Asnal, ambientada en un lejanísimo futuro (año 3192 de la Era Asnal) con jugosas caricaturas, era un compendio de sátiras»
El presunto autor era el aristócrata Primo Feliciano Martínez de Ballesteros, erudito, políglota y contrabandista instalado en Bayona donde no solo se había declarado como abiertamente “afrancesado”, sino que se había incorporado a las filas francesas en la guerra contra España. Su Academia Asnal, ambientada en un lejanísimo futuro (año 3192 de la Era Asnal) con jugosas caricaturas, era un compendio de sátiras que tenían como objetivo principal ridiculizar la vida y actitudes de los miembros de la Corporación. Valga como ejemplo la definición que daba de los académicos (de la Academia Asnal, claro), de quienes afirmaba que eran personajes “sin más mérito que el que se permite un hombre descocado, atrevido, audaz, hinchado de aire vano […]”.
Los haters de la Academia no iban a disminuir, más bien al contrario. Estrenando el siglo XIX, las críticas continuaron, aunque esta vez usando los periódicos como escenario. El mismísimo Larra, escritor, periodista de prestigio y encarnación del hombre del romanticismo, a pesar de ser amigo de algunos académicos (o tal vez por eso) escribió un polémico artículo titulado Las palabras, que terminaba así: “Tal es la historia de todos los pueblos, tal la historia del hombre… Palabras todo, ruido, confusión: positivo, nada. ¡Bienaventurados los que no hablan, porque ellos se entienden!”. Pero antes de esa triste conclusión el escritor había tenido tiempo de arremeter de manera indirecta contra la Academia y su supuesto autoritarismo, empeñada, según él, en controlar lo que se debe o no se debe decir y en cómo había de hacerse, y así de claro escribía en los periódicos sobre el tema: “Déseles (a los animales) el uso de la palabra: en primer lugar, necesitarán una Academia para que se atribuya el derecho de decirles que tal o cual vocablo no debe significar lo que ellos quieren”.
Calabazas, Melones y Ripios
Con el transcurrir del siglo y pese a que la Real Academia, en un esfuerzo por adaptarse a los tiempos, fue incorporando en sus sillones a escritores, periodistas políticos o juristas “modernos” en detrimento de la vieja aristocracia, no podía dejar de notar cómo se extendía entre la nueva sociedad burguesa una imagen que llegaría casi intacta hasta hoy: la de ser una entidad arcaica, conservadora, pasada de moda, aislada del mundo real y poco dispuesta a apostar por las voces más jóvenes y atrevidas. Los periódicos eran un medio vivo, polémico, popular y masivo donde las críticas y contra-críticas a la Academia iban a dar mucho juego y a garantizar también muchos lectores entre un público que siempre disfrutó (y lo sigue haciendo) con este chismorreo cultural. Pero los artículos de prensa no impidieron que el género literario anti-RAE siguiera su curso:
Valga como ejemplo el escritor Manuel Palacio, autor de un librito de burla contra los académicos llamado Cabezas y calabazas, lo que no impidió que poco después fuese nombrado él mismo académico de la RAE.
«Si será verdad que, al entrar en la Academia, olvidan todo lo bueno que saben los que saben algo»
En la misma línea burlona publicaba un tal Moscatel, pseudónimo bajo el que se escondía un famoso periodista de la época, otro libro titulado Calabazas y cabezas, un divertido repaso en verso a las principales figuras de la política, la banca, el arte, la tauromaquia, la literatura y por supuesto la Academia, que incluía una ocurrente galería de retratos de los protagonistas con enormes cabezas unidas a unos diminutos, ridículos cuerpecillos.
Tampoco se quedaba corta una publicación contemporánea a las anteriores por cuyo minucioso título ya merece ser citada, porque además da una idea clarísima del tono empleado: “Melonar de Madrid. Semblanzas, bocetos, caricaturas, retratos, fotografías de los tipos, tipines, tipejos y tipazos que por sus hechos, fechorías, méritos y excentricidades figuran en Madrid, en todas las ramas de la ignorancia y del saber humano, artes, industria, ciencias, política, comercio, etc., pintados con sus pelos y señales”.
Criticando la obra literaria de algunos miembros de la RAE, don Antonio de Balbuena publicó Ripios académicos, en el que el autor desmenuzaba con guasa el verso y la prosa de los señores académicos sin importarle demasiado su fama o procedencia: “¡Si será verdad que, al entrar en la Academia, olvidan todo lo bueno que saben los que saben algo…!”.
Estos Ripios fueron muy leídos en su momento, lo que animó a su autor a continuar enriqueciendo el género anti-RAE. Así, aprovechando la reciente salida a las librerías de la 12ª edición del Diccionario en 1884, elaboró una serie de artículos para un suplemento prestigioso del momento llamado Los Lunes del Imparcial, donde el autor se entretenía en destacar los errores léxicos y las erratas del Diccionario, acompañándolo de pensamientos y reflexiones como esta: “¡Señor Ministro de Fomento! ¿Es justo que el Estado proteja y el país pague un centro así, para que nos desacredite publicando en los últimos lustros del siglo XIX semejantes paparruchas?”.
«Tal vez esto inspiró al escritor anónimo que en las primeras décadas del siglo XX publicó Mamarrachos académicos»
Tal vez esto inspiró al escritor anónimo que en las primeras décadas del siglo XX publicó Mamarrachos académicos, título descriptivo donde los haya, y por si el título dejaba alguna duda al lector, el propio autor advertía: «El presente libro es un proceso en toda regla contra la Academia de la Lengua».
La crítica no se detuvo aquí, extendiéndose en los años 20 a las mismísimas esferas académicas. Valga como botón una muestra: el lexicógrafo catalán Luis Carlos Viada y Lluch dedicaba su discurso de ingreso en la Academia de Buenas Letras de Barcelona a la crítica del Diccionario de la RAE; sus incongruencias, equivocaciones y malas definiciones.
A esas alturas del siglo, incluso el gran Rubén Darío se lamentaba en forma de verso en su famosa Letanía a nuestro señor don Quijote, exclamando: «¡De las Academias líbranos, Señor!».
También el novelista Pío Baroja se burlaba de algunos académicos públicamente; Ramón del Valle-Inclán lo hacía amargamente en Luces de bohemia y Gutiérrez Solana llamaba «zotes» a los académicos en su obra Florencio Cornejo.
La prensa, por su parte, seguía fustigando con polémicas a la Academia proponiendo iniciativas populares como la de la revista Madrid Cómico, que abrió una encuesta con la siguiente pregunta: “¿Cree usted que debería suprimirse la Real Academia Española?”. O el diario El Liberal, que propuso una reforma democrática para la Academia consistente en que los académicos fuesen elegidos por sufragio universal, para lo que pidió a los lectores la elección de treinta y seis nombres que, a juicio del votante, deberían ser académicos. Hubo mucho revuelo en torno a la dicha propuesta y finalmente, el ganador por máxima votación fue don Benito Pérez Galdós. Corría el año 1917. Galdós ya era académico, con el sillón N, del que había tomado posesión un 7 de febrero de 1897, justo veinte años antes de esta decisión popular. Quedaba ridículamente claro que los votantes no siempre saben lo que votan.
Historietas verdes y otras críticas
En 1925 el género anti-académico dio el penúltimo salto mortal: la ficción. Lo hizo con una novelita de Emilio Carrere titulada Aventuras increíbles de Sindulfo del Arco, en la que se narraban las desventuras del pobre Sindulfo, aspirante a académico, lo que daba pie al genial autor para contar en tono de crítica burlona los entresijos de la Corporación y sus integrantes: “Pero Sindulfo había ido a la docta para trabajar […]. Los demás académicos dormitaban, comían caramelos de los Alpes o referían historietas verdes”.
Las críticas también atravesaron el océano, destacando, entre otros odiadores, el mexicano Raúl Prieto, librero, dibujante y escritor embozado tras algunos pseudónimos como el doctor Keniké, Don Hechounperro, el abogado Patalarga, y el famoso Nikito Nipongo, con los que firmaba unos textos en los que no dejaba títere (académico) con cabeza. Se hicieron muy populares sus críticas al Diccionario de la RAE, que reunió en dos libros: Madre Academia y ¡Vuelve la Real Madre Academia!, donde escribía esta perla: “Estamos, más bien, no ante un diccionario, pues se trata de un mamotreto mango y rengo”.
«Un académico es un hombre que se convierte en sillón cuando muere»
O esta otra: “Pero expandido a América tal idioma desde hace medio milenio, hoy, en rigor, no es castellano ni español, sino hispanoamericano: ente que de ninguna manera aprueba la cerrada Real Academia Española, según lo demuestra con su diccionario que es, en verdad, un diccionario madrileño. Para La Vieja, solo el habla de Madrid vale; fuera de Madrid, todo es Carabanchel”.
En 1977, otro periodista, esta vez español, Julio Camba, incluía en su genial Sobre casi nada un duro artículo sobre los académicos, insistiendo en la relación entre la falta de talento narrativo y la posesión vitalicia de un sillón con letra: “Tampoco debería academizarse a ningún escritor mientras se recuerde una sola de sus páginas, y mucho menos si la página en cuestión puede revelar algún talento. Indudablemente, la mejor manera de ser inmortal es estar muerto; pero de no estar muerto, yo considero que para ser académico es indispensable encontrarse por encima de las ideas y de las sensaciones, en este estado especial de perfección que nosotros llamamos chochez”.
Desde finales del pasado siglo hasta lo que llevamos del XXI, la literatura anti-academia se mueve entre la crítica lingüística, como El dardo en la Academia, una antología de artículos recogidos en dos tomos escritos por lingüistas españoles y americanos, y el anecdotario divertido, desconocido y cotilla sobre los señores académicos en La Academia se divierte, del periodista Sebastián Moreno. Destacado fue también el explosivo ensayo del periodista Gregorio Morán El cura y los mandarines (2013) donde arremetía, entre otras cosas, contra uno de los directores de la RAE, Jesús García de la Concha, analizando con crudeza su controvertida huella en la RAE.
Pero no cabe duda de que la verdad más indiscutible escrita sobre este tema se la debemos al cineasta Jean Cocteau, que con su irreverente talento vanguardista definió perfectamente al señor académico: “Un académico es un hombre que se convierte en sillón cuando muere”.