María José Solano: Perlas venecianas
Este 2025 se cumplen 60 años de una muerte que le llegó envuelta en una triste enfermedad senil, una agria polémica y el injusto olvido

El escritor británico Somerset Maugham (1874-1965)
A Somerset Maugham le gustaban los hombres guapos y las mujeres tristes. Su nacimiento excepcional, en las estancias de la embajada de Inglaterra en París, determinó en cierta medida una forma de mirar el mundo desde un territorio aforado de particularismos, tan elegante como ajeno. La timidez congénita se acentuó en su orfandad temprana y a modo de personaje de Dickens, el jovencito Willie fue enviado a Inglaterra bajo la tutela de su tío Henry, vicario en un pueblo costero del condado de Kent.
Estudiante interno en la escuela de Canterbury, a causa de aquel trágico cambio de vida y la falta de afectos, su complejo de baja estatura y el mal inglés (la lengua materna había sido hasta entonces el francés) desarrolló una tartamudez que le acompañaría toda la vida y de la que, años después, en su elegante villa de Niza, un guapo Paddy se burlaría antes de ser acertadamente catalogado por el mismísimo Maugham de «gigoló de clase media para damas de clase alta». Al igual que Conan Doyle, logró terminar la carrera de medicina, aunque nunca ejerció, pues el éxito literario le llegó pronto y a raudales.
A Somerset Maugham le gustaban los hombres guapos y las mujeres tristes
En la I Guerra Mundial, Maugham sirvió en la ‘Literary Ambulance Drivers’ integrada entre otros conductores de élite por Hemingway, Dos Passos y Cummings. En este tiempo también conoció a Haxton, el primer gran amor de una vida en la que no faltaron una esposa y una hija, algunas mujeres y un puñado de amantes esporádicos e ilustres (Wells, Auden o Thomas Mann), un catálogo que ya quisieran las editoriales más prestigiosas.
Este 2025 se cumplen 60 años de una muerte que le llegó envuelta en una triste enfermedad senil, una agria polémica y el injusto olvido. Pero no todos olvidamos: aquella mañana veneciana bajé sola; me apetecía ver amanecer en el Gran Canal mientras volvía a leer ‘El filo de la navaja’. El restaurante del hotel estaba desierto a esa hora y el maître que me había atendido en otras ocasiones sin dirigirme la palabra, saltándose todas las mesas vacías me condujo hasta el fondo de la sala. Ante mi rostro de desaprobación, me dijo: «Creo que le gustará. Aquí se sentaba Mr. Maugham».
Y antes de que yo pudiera agradecerle aquello o preguntar, concluyó: «Sepa usted que, aunque ese magnífico collar que lleva fuese de perlas naturales, siempre serían consideradas falsas en esta mesa del Gritti Palace, Sra. Gutiérrez».