María José Solano: Regresa el capitán
El rostro del héroe
De cómo el capitán Alatriste, soldado de fortuna, espada a sueldo y veterano de los Tercios viejos, ha ido deslizándose desde las páginas de la literatura hasta la vida real, hay que hablar con el respeto y la gravedad que exige un fantasma vestido de acero y sombra. No es poca cosa que una figura inventada se cuele entre los pliegues de la Historia, que su capa ondee en las mismas corrientes de tiempo donde lo hicieron los grandes hombres olvidados. Porque Alatriste ya no es sólo un personaje de novela; es carne de óleo, figura de estampa, sombra en la niebla de Flandes.
En Las lanzas de Velázquez, donde el genio sevillano retrata la entrega de Breda, uno puede casi escuchar el crujido de sus botas, el roce de la daga contra el tahalí, la mirada cansada del que ha vivido demasiadas campañas. Allí está, entre los soldados, aunque nadie lo pinte, aunque no tenga nombre. Y está también en el Marte de Velázquez, ese dios viejo y cansado, sentado con la lanza apoyada en la rodilla, con cara de haber visto demasiada muerte y gloria, como si más que un dios fuese un veterano que ha bajado del campo de batalla para sentarse a pensar. Ese Marte bien podría ser Diego Alatriste, si alguien le quitara el casco y le diera un vaso de vino.
«En cada pincelada de Ferrer-Dalmau late el eco del «no era el hombre más honesto ni el más piadoso»»
Y cómo no verlo en los lienzos de Ferrer-Dalmau, cronista moderno de gestas antiguas, donde los tercios avanzan en formación cerrada, estandartes al viento, con rostros que parecen esculpidos en granito. Ahí está Alatriste, en la expresión hosca de un piquero, en la mirada dura de un arcabucero, en la nobleza resignada de quien pelea por un rey que no sabe su nombre. En cada pincelada de Ferrer-Dalmau late el eco del “no era el hombre más honesto ni el más piadoso”, y también la certeza de que ese hombre, sin duda, estaba allí.
Es curioso que mientras Alonso de Contreras, verdadero capitán de los tercios y memoria viva del Siglo de Oro, se difumina en la bruma del tiempo y del olvido, sea Alatriste —invención de tinta y papel de Arturo Pérez-Reverte— quien ocupa un lugar vivo, fresco, en la memoria popular. Quizá porque necesitamos héroes presentes que sangren, que duden, que callen más de lo que hablan. Porque Alatriste, en su melancolía y su coraje, en su fidelidad sin recompensa y su amarga lucidez, representa mejor que nadie ese oscuro esplendor de España que nunca acaba de morirse del todo.
El capitán Alatriste regresa. Aquella noche, bajo las sombras de los soportales y las farolas mortecinas del viejo Madrid, su silueta cruzó fugaz las callejuelas empedradas, envuelta en su capa y su silencio acostumbrado, con la compañía de algún camarada. O de algún enemigo. Hace unas semanas, fuimos testigos privilegiados del rodaje de un corto (fruto del magnífico trabajo nocturno de las productoras Malapata y Krusel) que nos anunciaba su llegada. En esta ocasión, Alatriste tenía el rostro imponente del actor Xosé López, mientras que la sombra que cruzaba con él su acero era la del actor Mateo Franco, digno oponente, ambos dirigidos por Pablo Mediavilla.
Tal vez los veamos a ambos alzando una ceja en la taberna del Turco, bebiendo un vino áspero y barato, o intercambiando unas palabras breves y densas con Caridad la Lebrijana, con quien Alatriste acostumbra a saldar cuentas de vida antes de volver a jugársela. Sea como sea, lo cierto es que el veterano capitán regresa con el rostro de siempre, ese que cada lector ha hecho suyo en estos 30 años de aventuras. Vuelve sin esperar aplausos, con la espada al cinto y los recuerdos pesándole más que la daga.
«Donde hay una causa perdida, un rey indigno o un amigo en peligro, ahí está Diego Alatriste»
Pero no se quedará en la Villa y Corte. Apenas un suspiro. Porque Alatriste marcha, una vez más, al corazón de Europa. París le espera —peligrosa y decadente— y allá va con sus camaradas de siempre: el poeta que mata con el verbo y con la espada, Íñigo Balboa, que ya no es niño pero aún mira al capitán con esa mezcla de respeto, afecto y desasosiego; y quizá algún rostro nuevo, algún viejo enemigo vuelto aliado o al contrario, porque en las historias de Alatriste no hay certezas, sólo honor, acero y fatalidad.
Es París, sí, pero podría ser cualquier infierno. El de Richelieu, el de los duelos en callejones húmedos, el de los complots en las alcobas del poder. Y ahí irá él, sin pedir permiso, sin prometer nada, como quien sabe que hay cosas que aún deben hacerse, aunque el mundo se hunda. Porque donde hay una causa perdida, un rey indigno o un amigo en peligro, ahí está Diego Alatriste, el capitán sin patria que camina solo, aunque nunca del todo solo.
Una nueva aventura
El capitán Alatriste y los Mosqueteros: un cruce inevitable, casi natural, como si el destino de las letras hubiera decidido que, en algún rincón de la Historia o de la ficción —que a veces son la misma cosa—, las botas del soldado español y las espadas de Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan debieran encontrarse. Imagíneselo usted: una noche húmeda en París, las luces temblorosas de las farolas, una taberna mal iluminada cerca del Pont Neuf. En una mesa, cuatro franceses beben vino y discuten con entusiasmo; en una esquina sombría, un español observa en silencio, la capa echada al hombro, la mano cerca del pomo de su espada.
MARÍA JOSÉ SOLANO
«Alatriste aportará la sobriedad castellana, la mirada dura del que sabe que la vida es sucia y corta»
No será una alianza sencilla. Alatriste no comparte el entusiasmo teatral ni el verbo florido de Aramis, ni la exuberancia de Porthos, ni la lealtad apasionada de D’Artagnan. Con Athos, en cambio, quizás sí: ese aire de nobleza marchita, esa tristeza callada de quien ha visto demasiadas traiciones. Los dos se entienden sin hablar. Espadas al servicio de causas dudosas, fieles a códigos que nadie respeta ya, capaces de pelear contra ejércitos enteros por honor o por amistad. Alatriste aportará la sobriedad castellana, la mirada dura del que sabe que la vida es sucia y corta; los mosqueteros, el brillo romántico de la aventura, la camaradería que desafía a reyes y cardenales.
Quizá se enfrentarán primero —es lo más probable— y luego habrá malentendidos, provocaciones y quizás un duelo al amanecer en los jardines del Luxemburgo. Acero contra acero hasta que alguien, tal vez Íñigo o D’Artagnan, ponga paz. Y entonces, una copa compartida, un gesto de camaradería en el rostro del capitán y la marcha hacia una misión suicida, juntos, como solo los condenados saben hacerlo.
Es, sin lugar a dudas, una historia digna de escribirse. Y de vivirse.