
Reliquia de la sangre de San Pantaleón
Atravesé la plaza de la Encarnación bajo el sol de septiembre. Dentro del Real Monasterio, el guía me condujo hasta ella, la diminuta ampolla de sangre de San Pantaleón, donde apenas se distingue una gota seca, terrosa, suspendida en el vidrio como un astro extinto.
Dicen que cada 27 de julio despierta y se licúa. Con aquella verdad o sin ella, su misterio me arrastró, como una magdalena de Proust, a otro tiempo: la Nicomedia del siglo III cuando aún era Roma y Pantaleón era un joven médico en la corte del emperador Galerio Maximiano, admirado por su destreza, hijo de padre pagano y madre cristiana que sembró en él la semilla de otra fe. Lo vi, en mi imaginación, inclinarse sobre los enfermos, aplicar ungüentos mientras murmuraba el nombre de Cristo.
Eso, que para él era compasión, para el Imperio era amenaza: un médico que curaba en nombre de un dios proscrito. La fe de Pantaleón empezó a crecer como una grieta en el mármol del orden romano. Y Diocleciano, decidido a extirpar esa herejía naciente, ordenó su martirio en el año 305. San Jenaro cayó el mismo año, en la vecina Campania. Dos jóvenes mártires, dos sangres que aún hoy se licúan ante multitudes asombradas. A Pantaleón lo llevaron después a Bizancio y siglos más tarde a Ravello, en la costa de Amalfi.
España está llena de Pantaleones anónimos que sostienen este sistema con su propia sangre
Y en el siglo XVII, cuando España dominaba Nápoles, un virrey llamado Juan de Zúñiga trajo hasta este monasterio madrileño, una parte de su sangre y un fragmento de hueso. Pensaba en eso mientras observaba la gota inerte, y de pronto la vi arder con todos los nombres del presente. Porque si Pantaleón murió por curar, hoy los que curan se apagan sin morir del todo.
Los datos los he leído tantas veces que ya parecen letanías: 4,5 médicos por cada mil habitantes; El 42% del personal con contratos temporales, el 30 % de los médicos residentes con síndrome de Burnout. No son cifras: son cuerpos agotados, ojos que ya no enfocan bien a la tercera guardia seguida, manos que tienden a enfermos mientras tiemblan.
Caminaba por los claustros pensando que, si Pantaleón resucitara, reconocería esa mirada: la de quienes curan no por deber sino porque no saben no hacerlo. En España no hay emperadores que los teman, pero sí gobiernos que los olvidan, consumidos en burocracia, turnos interminables, pasillos abarrotados y aplausos lejanos de una pandemia que también los dejó heridos.
Y pensé entonces que España está llena de Pantaleones anónimos que sostienen este sistema con su propia sangre. Gente que entrega la suya —la vida entera, su tiempo, su salud, sus noches y su pulso— para salvar la de los demás. Y salí a la plaza, cegada por la luz, con la certeza de que esa gota de Pantaleón no está tan dormida como parece. Late cada día en ellos.
