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Maribel Verdú: «Solo se puede interpretar desde la verdad y el sentido común»

Esta entrevista se publicó en papel en nuestra revista trimestral nº9

 

Fotografía 

 

Cada vez que pienso en Maribel Verdú la imagino en dos papeles, dos personajes que le sentarían como un guante. Los dos son literarios: Holy Golightly en Desayuno en Tiffany’s, de Capote, y Audrey Decker, la joven madre de El jilguero, de Donna Tartt. Con ambas comparte la luz, la alegría, la curiosidad, la inmediatez. Si tuviera que definirla, pensaría en una mezcla de ambas. Es una de las mejores actrices de nuestro cine y nuestro teatro. Creció sin necesidad de escuelas y ha llegado muy lejos. Habla como actúa: con pasión y claridad, sin medias palabras, sin la menor afectación. Ha sido un placer conversar con ella.

¿Cómo era lo del vidrio de los besos?

Eso se lo conté a mi abuela para tranquilizarla, cuando empecé en el cine, a los catorce años. Antes había hecho algunos anuncios y catálogos de modas, pero el cine era otra cosa. En las películas la gente se besaba. Mi abuela Isabel era la persona más buena y bonita del mundo. Era una mujer de orden, como suele decirse. Se casó con un coronel de Infantería y tuvieron dieciséis hijos. Mis padres vivían en San José de Valderas, al sur de Madrid, casi en las afueras, pero querían que yo estudiara en el colegio del Santo Ángel de la Guarda, en Argüelles, donde ellos se habían educado, así que fui a vivir con mis abuelos porque aquel colegio estaba muy cerca de su casa, y con ellos estuve hasta octavo. Mi abuela estaba muy preocupada con lo de los besos en el cine, y yo le dije: «No, abuela, que lo hacen con un vidrio, nos ponen un vidrio en medio, y como es transparente luego en pantalla no se ve». Nunca supe si se lo creyó o hizo ver que se lo creía. Pero estaba muy orgullosa de mí. Mi abuelo era muy duro, pero también lo estaba. Aunque hubo muchas pelis mías que no vieron porque yo no quería que las vieran.

Tu primer casting fue para «El crimen del capitán Sánchez», de la serie La huella del crimen, en 1984. Y parece que no fue fácil.

Yo estaba en una cafetería con una amiga, al salir del cole, con las trenzas, el uniforme, y se me acerca un señor y me dice que si me gustaría ser actriz. Pensé en el típico hombre de los caramelos y me temí lo peor, claro. Me dijo entonces que estaban buscando a una chica para que hiciera de hermana de Victoria Abril. Le di el teléfono de mis padres y mi padre dijo que ni de coña, pero mi madre me llevó a escondidas. El director era Vicente Aranda, que no me quería. «¿Una chica a la que habéis visto en una cafetería? ¿Estamos locos o qué?». Le caí en gracia a Fernando Bauluz, el ayudante de dirección, pero Vicente se empeñó en demostrar que yo no servía. Me hizo leer mi texto, y el de Fernando Guillén, y el de Victoria Abril; me decía «Ahora hazlo llorando, ahora enfadada, ahora sin dejar de andar». Y yo lo hice todo, porque a esa edad no tenía miedo de nada. Me dijeron «De acuerdo, contratada». Como se iba a rodar en octubre, me fui a pasar las vacaciones a Playa de San Juan, en Alicante, y cuando volví para las pruebas de vestuario estaba negra como un conguito. Vicente casi se vuelve loco, porque la película era de época. Me puse cataplasmas de yogur, que te dejan la piel blanquísima. Pasé de conguito a vampiro, pero así debuté. Se emitió al año siguiente, en 1985…

… que es el año de El sueño de Tánger, de Ricardo Franco, una de las películas malditísimas del cine español.

Malditísima pero sin ninguna vocación de serlo, porque Ricardo quería conseguir un éxito internacional después de varios años en el underground, pero todo se nos volvió en contra. Yo estaba loca de alegría, imagínate, y aquello fue una pesadilla. Todo lo que podía salir mal salió fatal. A mitad del rodaje, en Marruecos, el productor declaró suspensión de pagos. El pobre Andrés Santana, que estaba de jefe de producción, tuvo que quedarse una noche en comisaría casi como prenda, por toda la pasta que (Carlos) Escobedo debía. Luego embargaron la película y tardó seis años en estrenarse. ¡Mi primera película y la echaron al cajón!

En el 91 la pusieron cuatro días en un cine de la Gran Vía, pero yo no quise verla: demasiados malos recuerdos. ¿Lo mejor? Conocer a Ricardo Franco, claro.

Yo le conocí cuando estaba preparando, justamente, El sueño de Tánger. Quería hacer otra película que se llamaba La ciudad del pirata, y que nunca hizo, uno de sus mil proyectos. Me pareció un tipo fuera de serie.

Lo era. Cada vez que me pasa algo bueno pienso en mi abuela y en él y me digo «lástima que no estén aquí para verlo». No veas cómo nos cuidaron Ricardo y Elenita, su mujer de entonces, a mi madre y a mí durante el rodaje de Tánger, cómo nos protegieron… Fue mi primer amigo de verdad en el mundo del cine. Mi amigo, mi confesor, mi confidente… Durante una época yo vivía en paseo de los Melancólicos y él en Embajadores, muy cerca, y me pasaba días enteros en su casa, hablando, hablando… La buena estrella tuvo siete nominaciones a los Goya, la mía incluida. Se llevó cinco premios, pero a mí no me cayó. Te cuento esto porque  a los dos días comenzó a llamarme gente a la que no conocía personalmente, como Jaime ChávarriConcha Velasco y muchos más, para decirme que mi trabajo les había gustado, y luego supe que fue cosa de Ricardo: cazó a lazo a sus amigos para que me llamaran, para que no me deprimiera. En casa tengo una foto como una reliquia. Nos la hizo Ramiro Sabell, el foquista. Fue durante el rodaje de esa película. Ricardo y yo estamos dormidos, agotados, y yo en sus brazos. Ricardo ya estaba muy enfermo, pero seguía cuidándome. En esa foto parecemos dos hermanos.

Murió en mayo del 98, mientras rodaba Lágrimas negras. Yo estaba en Buenos Aires, haciendo Frontera sur, de Gerardo Herrero, con José Coronado, que también había hecho una película con Ricardo. Cuando nos dieron la noticia nos quedamos los dos en la habitación del hotel, sin poder hablar, bebiendo una cerveza tras otra.

Siguiendo la cronología, en 1986 encadenas tres películas: 27 horas, de Montxo Armendáriz, La estanquera de Vallecas, de Eloy de la Iglesia, y El año de las luces, de Fernando Trueba.

El sueño de Tánger fue difícil y La estanquera fue difícil, pero en las dos estaba arropada. En 27 horas me sentí más perdida que nunca, porque Armendáriz me trató como a un cenicero, y él lo sabe. Me entendí de fábula con Javier Aguirresarobe, el director de fotografía, y con Elías Querejeta y la gente de producción, pero la relación con Montxo fue un horror. Yo creo siempre en el director, y me entrego porque sé que si estoy estupenda será gracias a él y si estoy mal será por su culpa, pero él no me ayudó en nada, todo lo contrario. Me hacía hacer treinta tomas de cada cosa sin decirme nunca por qué.

Te sacaste la espina con Trueba…

Me hizo el casting con Jorge Sanz. Hicimos la escena en que estoy escribiendo. Éramos como setecientas chicas y al acabar la prueba le dijo al ayudante de dirección: «Que se vayan todas, ya la tengo». Eso lo ha contado él, por eso me atrevo a repetirlo. Comenzó el rodaje en Portugal, filmaron toda la parte con Violeta Cela, y yo estaba aún con 27 horas. En una escena, el pobre Marcelo Rubio tenía que llevarme en brazos porque mi personaje estaba inconsciente por una sobredosis. Armendáriz nos hizo repetir la toma una vez y otra y otra, hasta que Marcelo no pudo sujetarme más: me caí y me rompí el brazo por cuatro partes. ¿Sabes qué hizo Fernando cuando le dijeron que no podía hacer su película? Dijo: «Esperaremos». Y esperaron. Es uno de los actos de amor y confianza más grandes que puede hacer un director. Y un gran riesgo, claro. Al cabo de un tiempo me pusieron una férula y pude hacer El año de las luces. Para mí fue como pasar de la noche al día. Luz, color, sol… en todos los aspectos. Fernando, las hermanas Huete y Jorge Sanz se convirtieron para mí en una segunda familia.

 

 

Con El año de las luces y La estanquera de Vallecas echas a volar. Fueron tu despegue como actriz.

En La estanquera lo pasé mal porque José Luis Manzano, el novio de Eloy, estaba muerto de celos y me hundió el rodaje. Para Eloy yo era «la niña», y Manzano lo llevaba fatal. Eloy de la Iglesia fue otro personaje irreemplazable. Inteligente, buena persona, cultísimo… Él me cuidaba a mí y yo, a mi manera, con mis pocos años, le cuidaba a él. Como te decía, Ricardo, Fernando y Eloy fueron mis mentores. Cada vez que tenía un rodaje largo en algún país lejano les decía: «¿Qué libros he de llevarme?», y los tres me pasaban sus listas. Yo vengo de una familia de profesores y siempre he leído mucho, pero lo que ellos me recomendaban iba a misa. Y es verdad que La estanquera y El año de las luces fueron mi despegue, porque comencé a encadenar películas.

Y teatro, en Madrid, con Antonio Guirau.

¡En Madrid y en media España, porque hacíamos muchas funciones en plazas mayores! Guirau era un ser extraordinario. ¿Sabes qué papeles me repartió? Fíjate: Doña Inés en el Tenorio, y luego la Julieta de Shakespeare. Su compañía era una maravilla: Charo SorianoPepe MartínCarmen Rossi y la veteranísima Aurora Redondo, que ya tenía entonces ochenta años. Se portaron todos fantásticamente conmigo.

En el 88, entre función y función, ruedas nada menos que cinco películas: El juego más divertidoSinatraBarcelona ConnectionSoldadito español, y El aire de un crimen.

¡Y la serie Vida privada, con Paco Betriu, otro ser adorable! Con él hice también Sinatra. Estuve un año y pico viviendo en Barcelona, con mi madre, en un apartamento del Paseo de Gracia. Fue una época felicísima, con una excepción: el rodaje de El aire de un crimen, de Antonio Isasi-Isasmendi. Iba a Madrid a rodar El juego más divertido, con Martínez Lázaro, y volvía para hacer El aire de un crimen, que se filmó en Barcelona y Calatayud: como eran papeles pequeños podía compaginarlos. Un día rodábamos una escena con Paco Rabal. Yo tenía que llorar y no me salían las lágrimas. De repente, Isasi me pega una hostia, una señora hostia. «¡A ver si aprendes a llorar!». Me quedé alucinada, y Paco no digamos: por poco le mata. Años más tarde, Isasi me citó en el bar del Hotel Suecia para pedirme perdón. Vivía en Ibiza, y cada vez que yo iba a la isla a hacer una función venía a verme y volvía a pedirme perdón. Acabamos muy bien, pero son cosas que no se olvidan.

¿Hubo más episodios como ese?

Sí, con Pedro Masó, en Segunda enseñanza. Donde, por cierto, yo interpretaba a la hija de Carlos Larrañaga: fue al primero de la familia a quien conocí. Masó se cabreó un día, me cogió la oreja, comenzó a retorcérmela y casi me la arranca. Recuerdo que Carlos tuvo una reacción parecida a la de Paco y le cortó en seco. Era, como lo de Isasi, un abuso de poder  puro y duro, algo muy de aquella época. Lo ejercían con gente como yo, que entonces estaba comenzando mi carrera. Desde entonces tengo un odio visigodo a cualquier muestra de autoritarismo. Y está claro que si hoy alguien vuelve a intentar algo parecido se lleva una buena hostia de vuelta.

En Sinatra trabajaste con Alfredo Landa, que siempre hablaba maravillas de ti…

Lo pasamos muy bien y él se portó muy bien conmigo, muy paternal. Me decía: «Maribel, en este oficio hay que tener paciencia, humildad, e ir a por todas». Me quedé con las dos primeras recomendaciones, porque lo de «ir a por todas» no es lo mío. Luego volví a trabajar con él en Canción de cuna. Nunca olvidaré cuando le dio aquel ataque durante los Goya. Era cuando me premiaron por Siete mesas de billar francés. Yo estaba con la prensa y notaba que algo raro pasaba, hasta que me dijeron que le tuvieron que sacar de escena porque había perdido el habla. Fue muy duro aquello.

Y cuentas que en El juego más divertido se acabaron los castings.

Emilio Martínez-Lázaro fue el primer director que me eligió directamente, sin pruebas. Cuando me llamó Antonio Durán, mi representante, le pedí las separatas del guion para preparar la prueba y me dijo: «Que no, Maribel, que dice que no hace falta, que ya ha visto tus películas». Era un reparto formidable: Victoria Abril, ResinesSantiago Ramos… Y desde entonces ya comenzaron a llamarme y no he vuelto a hacer un casting en mi vida.

¿Amantes (1991), de Vicente Aranda, fue crucial en tu carrera?

Desde luego que sí, pero si me dices Amantes lo primero que recuerdo, instantáneo, es la muerte de mi abuela Isabel. Vaya, lo que más. Rodábamos en un pueblito a las afueras de Madrid. El último día de rodaje teníamos la escena en la que Jorge y yo estamos tomando las uvas, con las campanadas. Al acabar, Vicente me dijo que había contado mal, que me había comido trece en vez de doce, pero que lo iba a dejar porque era como un presagio de que algo malo le iba a pasar a mi personaje. Acabamos, volví a casa de mis padres, de madrugada, y los encontré despiertos, esperándome para decirme que mi abuela había muerto esa noche. Se me cayó el mundo encima. Mientras rodaba Amantes mi abuela estaba en el hospital. Yo estaba estudiando una obra de teatro, Juana la Loca, que dirigía Gerardo Malla. Por las tardes iba al hospital a verla y ella me pasaba el texto. Le hacía muchísima ilusión que yo hiciera aquel papel, y nunca llegó a verme. Desde entonces, cada vez que salgo a escena miro hacia arriba y le dedico la función.

¿Es cierto que en Belle Époque, que es de ese mismo año, Trueba te había escrito el personaje de Rocío pero tú querías el que acabó haciendo Ariadna?

¡Menuda bronca me echó! Me había dicho que solo había escrito un par de personajes pensando en dos actores: nada menos que el de Fernán-Gómez y el mío. Y yo voy y le digo que muy bien, pero que quiero hacer el de lesbiana, que acabó haciendo Ariadna Gil. Ni se me pasó por la cabeza que se lo podía tomar como un feo. Ari y yo nos conocimos en ese rodaje, en el norte de Portugal, y zas, íntimas hasta hoy. ¡No sabes lo que fue aquello! ¡Éramos tan críos, tan felices, tan libres! Los críos, que decía Fernan-Gómez, vivíamos en una casa, y los «mayores» y los técnicos en otra. Los sábados acabábamos de rodar y nos ibamos a Sintra, a Cascais, a Lisboa, y si nos enterábamos de que un pueblo estaba en fiestas, zumbando para allá. David (Trueba) y Luis (Alegre) nos llevaban en dos coches, y Cristina Huete les decía: «Luisito, David, por favor, cuidádmelas, que voy a estar en un sinvivir hasta el domingo». Dormíamos en la playa, bailábamos… Y engordamos una barbaridad, porque en la casa solo comíamos pasta y más pasta, y cuando estábamos por ahí nos hinchábamos de bacalao. La primera escena, en la que llegamos todos en tren, se rodó el último día, y recuerdo que Miriam (Díaz Aroca) y yo teníamos que llevar las faldas sujetas con imperdibles porque no nos cerraban.

Toda esa felicidad se nota mucho en la película. 

Fernán-Gómez le decía a Trueba, bromeando: «¡Míralas! ¡Qué escándalo! Si tú y yo estuviéramos así todo el día nos llamarían maricones, y ellas tan frescas, tocándose y besándose en los labios todo el tiempo». Nos decía: «¡Basta ya, hombre!». Una de las cosas de las que más orgullosa y feliz me siento es haber podido trabajar con actores como él, que ya no volverán. Yo he hecho al menos dos películas con Fernán-Gómez, con Agustín González, con Fernando Rey, con Manolito Alexandre… ¡Qué suerte! ¡Qué grandes! Eran como aquellos foquistas de la época, que estaban tomando copas en el bar, les decían «A rodar» y ellos decían «Venga, vale» y lo clavaban a la primera. Yo estuve en la última película de Fernando Rey, Al otro lado del túnel, en 1994. La dirigía Jaime de Armiñán, otro monstruo. Era como estar con Ionesco, surrealismo puro. En el reparto estaban también Amparo Baró y Rafael Alonso. Lástima que solo durase una semana en el Rex, en la Gran Vía.

¿Cuál es tu mejor recuerdo de Fernán-Gómez?

A raíz de Belle Époque, Trueba institucionalizó unas cenas en la bodega de un restaurante, y siempre estaba Fernán-Gómez. Una noche contó que dejó el teatro porque se cansó de repetir todos los días lo mismo. Pero decía que le parecía raro. «Todos los actores somos vocacionales», contaba, «y se supone que nos gusta actuar, pero cuando nos dicen que tenemos que hacer otra función repetimos: “¡Qué fastidio!”».

Al final decía que lo que le molestaba era el público. Tenía una frase genial: «Es que no me gusta que me miren cuando estoy trabajando». A él lo que le gustaba eran los ensayos. Y el dinero del cine, claro.

Es difícil recordar frases o anécdotas de Fernán-Gómez porque eran continuas. A Fernando tenías que dejarle hablar y escucharle. ¡Ojalá me acordase de las cosas que decía! Tampoco recuerdo las mil historias que me contaba Azcona, otro gigante. Con los guiones de Rafael nunca había que tocar ni una línea: había que decirlo y basta, todo encajaba, todo fluía, no sobraba ni un adjetivo. Es un honor poder decir que fue mi amigo y que me quería. Cuando me dieron el primer Goya me dijo: «Pocas cosas en la vida me han hecho tan feliz». Imagínate. El último premio que le dieron me pidió que lo recogiera yo, porque ya estaba muy enfermo. No sé si era la Medalla del Trabajo o la de Bellas Artes. Le pedí a José Luis Cuerda que me acompañase. A Rafael le encantaban los suizos, así que fuimos a la Mallorquina, le compramos unos cuantos y fuimos a su casa con el premio. Su muerte me pilló en Buenos Aires, en el rodaje de Coppola.

Tu personaje en La buena estrella (1997), Marina la tuerta, quizás sea de los que menos tengan que ver con tu naturaleza.

Eso mismo me dijo Ricardo Franco. Pedro Costa le había propuesto que me diera ese papel. Y Ricardo era mi amigo del alma, pero me dijo que no creía que fuera la actriz adecuada. Me dio el guion, me lo leí, y le pregunté por qué no me veía como Marina. Me dijo que era un personaje muy oscuro, con mucho dolor. Le dije: «Tú sabes muchas de las cosas malas que me han pasado en la vida, porque te las he contado, pero eso da igual. Lo que me molesta es que creas que no soy capaz de darlas en escena». Me dijo: «De acuerdo, el papel es tuyo». A mí no me gusta tener que convencer a un director: fue la única vez que lo hice, porque me gustaba el guion y porque conocía a Ricardo. Probablemente con otro me hubiera retirado. «Si no me ve, no me ve», y punto. Hay muchos directores que no tienen imaginación. Lo que hacemos nosotros es «hacer creer». Eso de que has de meterte en el personaje no va conmigo, no me supone un gran esfuerzo.

«No necesito concentrarme», decías.

Mario Camus me decía «No puede ser que estés contando chistes antes de ponerte a rodar». Yo estoy en mi rincón, charlando con este o con el otro, o pensando en mis cosas, o leyendo, y cuando me llaman cambio completamente en cuestión de segundos. Porque no sé hacerlo de otra manera, porque desde pequeña fue un juego para mí. Hay gente que necesita un silencio absoluto porque se distrae. Yo en escena o en un plató veo todo. Veo la navaja que me han puesto en el cuello en el momento más dramático de la historia y veo al último eléctrico al fondo. No puedo dejar de verlo, pero eso no me impide hacer mi personaje.

Es verdad que antes me tiraba siempre a la piscina y que con los años me he vuelto temerosa, pero eso sucede antes, cuando me ofrecen el guion. Mi primera reacción es «No puedo, no seré capaz». Por eso en el primer encuentro con el director siempre le pregunto: «¿Por qué yo?». No es para que me den coba; es que necesito creerme que lo puedo hacer. Me he vuelto más responsable. Y cuando me convencen y me convenzo de que puedo hacerlo, me meto enseguida y juego, vaya si juego. Yo soy la actriz menos intensa del mundo. Imagínate, con la de dramones que me toca hacer estaría enloquecida si hiciera eso de «meterme en el personaje». O de tener que tirar de desgracias personales. Nada, eso no me vale, me incapacita. Tiro de lo que tengo delante. Bebo del otro, de lo que me da la otra persona, por eso quiero estar rodeada siempre de los mejores. En Felices 140, que rodamos este verano, tuve la enorme suerte de trabajar con Eduard Fernández. Bastaba un gesto suyo, una mirada, y ya estábamos dentro de la escena. Por eso una obra como Los hijos de Kennedy era tan difícil. Porque eran monólogos, no tenía delante a una persona que me diera la réplica, que me hiciera sentir. Yo no he pasado por ninguna escuela. Alfonso Cuarón me decía: «Solo se puede interpretar desde la verdad y la honestidad». Lo suscribo totalmente. Yo añadiría también el sentido común, que es el menos común de todos los sentidos, como dijo alguien muy sabio.

 

 

A propósito de Cuarón: hablemos de tu aventura mexicana con Y tu mamá también (2001).

No sabes lo que aprendí yo en esa película. Para empezar, hicimos muchísimos ensayos. Hay actores que no los soportan, pero a mí me encantan, me sirven de mucho para llegar al rodaje ya sabiendo, y para no tener a todo el mundo esperando. Primero estuvimos un mes en Madrid con Alfonso y su hermano Carlitos, que era coguionista, y revisamos los diálogos. Originalmente, el personaje de Luisa Cortés era mucho más dura, casi grosera. A las dos semanas de estar ensayando le pedí a Alfonso que me dejara decirlo desde otro lado, desde la madurez de Luisa pero con una cierta inocencia. Él quería que todo pareciera improvisado, pero marcando hasta el menor gesto. Todo, todo, todo. Había muchos planos secuencia y estaban pautadísimos.

¿Es cierto que en Méjico ensayabais por la mañana y rodabais por la tarde, cosa muy poco habitual?

Absolutamente. De entrada, porque la luz matinal en los desiertos de Oaxaca es tremenda. Ensayábamos, comíamos, y ya con luz de tarde, más suave, rodábamos. Alfonso repite mucho porque quiere que todo salga perfecto, pero, a diferencia de muchos directores, cuando te hace repetir siempre te explica el porqué. Me enseñó la contención, a hacer más con menos. En una escena yo tenía que contar que mi novio se había matado en un accidente de moto, y lo hacía llorando a mares. Cuando cortamos me hizo ver la filmación en el combo y era horrible. Me dijo: «Ahora lo haremos de nuevo. No subrayes: limítate a decirlo y causará mucho más dolor. El atisbo de un ojo húmedo emociona más que un gran llanto». Y tenía razón. Cuando tienes un texto bien escrito, claro. Cuarón es un impresionante director de actores. ¿Recuerdas esa escena en la que estamos Diego, Gael y yo emborrachándonos en la habitación? Es un plano secuencia de nueve minutos. La ensayamos una noche entera, mamándonos con chelas (cervezas) y tequila. De repente nos entraba la risa y no podíamos ni hablar, y Alfonso decía «guardad eso, y eso, eso otro no». Iba marcando, seleccionando. Al final, a las cinco de la mañana, nos dice «Vale, ya tenéis el tono, y con ese color hay que hacerlo». Y lo hicimos. Sin beber, claro, porque las chelas no eran chelas y el tequila no era tequila, pero teníamos el tono. Jugar de esa manera es una gozada.

Pero siempre en el ensayo.

Ah, desde luego. Para eso sirven. Y con el texto, siempre. A mí cuando me dicen «Improvisa» me bloqueo en el acto, pierdo todo lo que tengo de espontánea. Siento que hago el ridículo, no tengo esa rapidez de réplica que tienen otros, pero sobre todo, me digo, ¿para qué improvisar, si luego lo que voy a decir es el texto? A mí dame el texto, y cuando me lo sé de memoria, te lo tiro haciendo el pino o lo que quieras.

Tu relación con los Goya es singular. Te has llevado dos premios pero te han nominado diez veces.

¿Diez veces son? A ver, cuento: AmantesLa CelestinaLa buena estrellaEl laberinto del fauno… el primero me lo llevo por Siete mesas de billar francés, que fue la quinta ¿no? La sexta fue Los girasoles, la séptima Tetro, la octava De tu ventana a la mía, la novena Blancanieves (ahí me lo vuelven a dar), y luego viene Quince años y un día. Sí, sí: diez. Victoria Abril tuvo nueve nominaciones, así que le gano por una.

¿Eso curte, no?

¡Ya lo creo!

¿Cómo fue lo del discurso que te montó Fernando Trueba?

En La Celestina yo hacía el papel de Areusa, una puta, y cuando me nominaron, Fernando me escribió un discurso dedicado a las putas, porque los dos pensamos que es el papel más agradecido de hacer en cine: desde pequeña soñaba con ser Shirley McLaine y hacer Irma la dulce. El discurso era estupendo pero sabía que no me iba a llevar el Goya: era imposible competir con Mary Carrillo. Al acabar la entrega fuimos al Hispano a cenar. Estábamos Fernando, WyomingMartínez-Lázaro, Jorge Sanz, Ariadna Gil… Como yo me sabía el discurso de memoria, Fernando y Wyo me dijeron «Venga, que lo queremos oír», así que cogí el bolsito, me subí a la silla y lancé el speech. ¡Grandes aplausos!

¿Recuerdas lo que decías?

Qué va, nada. Tengo memoria de pez. Si me das algo para memorizar me lo aprendo en diez minutos, pero luego se me borra. No me acuerdo ni de las últimas obras que hice en teatro, El tipo de al lado y Los hijos de Kennedy, y eso que me hinché a hacer bolos. Yo creo que hay algo en mi cabeza que sabe que lo más probable es que no lo vuelva a hacer y por eso no me acuerdo. Admiro a gente como Luis Merlo, mi cuñado, que se acuerda de todo. O José María Pou, que es una máquina de recordar. Eso sí, llevo siempre un cuaderno donde anoto y subrayo todo lo que me interesa retener y que se quede ahí para siempre.

Has dicho que tu propósito al levantarte por la mañana es hacer la vida más fácil a los que te rodean. ¿Cómo se aprende a relativizar las cosas?

Recibiendo palos. Teniendo malas experiencias y sabiendo que todo pasa, lo malo pasa y lo bueno también, punto. Cuando tengo una mala temporada sé que va a pasar. Y cuando estoy disfrutando de una buena racha doy las gracias todos los días. Claro, podría haber nacido en Inglaterra y ser Emma Thompson, pero también podría haber nacido en Liberia y estar muerta. Aprendes a relativizar cuando conoces a gente cercana que lo pasa muy mal; gente que, sin pretenderlo, te alecciona y te sirve de ejemplo de dignidad, de saber llevarlo si algún día te sucede. Stefan Zweig decía en sus memorias que lo que te hace feliz no es el saber sino la ilusión. Yo me ilusiono con todo. No entiendo a la gente inane, sin sangre, sin curiosidad, a la que todo le da igual.

Tienes que agarrarte a la ilusión para la vida en general, pero especialmente para la difícil profesión que has elegido.

¡Claro! Cuando digo lo de hacer la vida más fácil a quienes me rodean me refiero especialmente a mis compañeros. Si en un rodaje hay setenta personas yo me aprendo el nombre de todas, porque necesito sentir que me quieren y eso solo se consigue queriendo tú antes, tratando bien a todo el mundo. Quiero que las cosas sean fáciles. Yo tiendo a simplificarlo todo, quizás porque no tengo una mente complicada.

Me dijiste que hay películas en las que desde el primer día sabes que aquello no va a funcionar. ¿Cómo tiras hacia adelante?

Yo siempre, siempre me pongo en manos del director, pero si me doy cuenta de que no tiene ni idea me hago la tonta profunda, como si fuera una inepta que está allí por casualidad, para que no me salga lo que me pide y para acabar haciéndolo a mi manera. Llevo treinta años de profesión y más de setenta películas. No es difícil percibir a la media hora si el director sabe o no sabe lo que tiene entre manos. Luego viene la promo, claro, que es lo jodido. Intentas disimular, pero un buen periodista también se da cuenta en seguida si los actores lo han pasado bien o fatal. Hubo una época en la que yo era muy bruta y no me cortaba a la hora de decir mi opinión, pero he aprendido. No puedes hacer daño a la gente. Y por otro lado, cada vez cuesta más sacar un proyecto adelante.

Tanto en cine como en teatro, ¿ves posibilidades de que la cosa remonte, o el 21% de IVA es una losa inamovible?

¿Tú crees que haya visos de esperanza? Yo no.

Veo poca, pero tú estás dentro. Eres actriz y tu marido, Pedro Larrañaga, es productor.

Lo que te puedo decir es que los empresarios teatrales contrataron el año pasado los servicios de una empresa de estudios y su informe decía que con el IVA del 21 %, el Estado deja de percibir sesenta millones de euros. ¿Tiene sentido esa pérdida tan grande? Solo hay una palabra para definir eso: vendetta. Yo no puedo entenderlo de otra manera.

Pues sale muy cara esa vendetta.

Es lo que yo pienso. Lo que pensamos muchos. En Francia, por ejemplo, el IVA de las entradas es del 5 %. Y tienen una cuota de mercado del 46 %,

Laura del Sol, que lleva años viviendo en Francia, me decía que allí el teatro y el cine están por encima de los cambios políticos. Da igual quién gobierne: consideran que el arte es patrimonio nacional. Yo creo que cuando Javier Bardem recibe un Óscar es patrimonio nacional porque revierte en el prestigio de España. Y cuando Rafa Nadal gana, o cuando Pérez-Reverte vende muchísimos libros en el extranjero. La tan cacareada «Marca España» es todo eso. En Francia un político puede no estar de acuerdo con Depardieu, pero sabe que es uno de los actores más importantes de su país. Aún recuerdo cuando salió Wert en los premios Forqué diciendo: «En quince días les daré una buena noticia». Seguimos esperando.

Cuando te dieron el Goya el año pasado dijiste: «Me gustaría dedicar el premio a toda la gente de este país que ha perdido sus casas, sus ilusiones, sus esperanzas, su futuro e incluso sus vidas por culpa de un sistema quebrado, injusto y obsoleto, que permite robar a los pobres para dárselo a los ricos». ¿Qué fue lo más bestia que te dijeron?

Parece que sentó muy mal que yo hubiera hecho un anuncio de hipotecas, como si fueran el eje del mal. Todos tenemos hipotecas, pero hay bancos que las han concedido a sabiendas de que mucha gente no iba a poder pagarlas. El mal no está en las hipotecas sino en lo que algunos han hecho con ellas. Luego dijeron que Pedro y yo teníamos empresas. Pues claro que las tenemos, ganadas a fuerza de trabajo. Y pagando un 52 % a Hacienda siempre. Ah, sí: y que iba vestida «con ropa carísima». ¿De verdad no saben que toda esa ropa nos la dejan? Es pura demagogia. Yo estaba hablando de un sistema injusto. No etiqueto a la gente, no hago distinciones entre derecha e izquierda. Para mí hay gente decente y gente que no lo es, tanto en la izquierda como en la derecha.

¿Te han vetado alguna vez?

Muchas. Las listas negras existen. Un productor muy importante me vetó durante mucho tiempo porque me negué a salir desnuda en una revista. Y unos cuantos directores acataron el veto. Podría contar muchas historias. No soy la única, faltaría más. A veces se veta por simple maldad. Cuando Guillermo del Toro llegó a Madrid para levantar El laberinto del fauno dijo: «Quiero a Sergi López, a Álex Angulo y a Maribel Verdú». Y otra persona con mucho poder en el cine de entonces le dijo que Sergi López no era un actor, que Álex Angulo era un actor televisivo y que Maribel Verdú estaba acabada.

Los tres a la basura de una tacada, vaya.

Pues esas cosas pasan, y es muy duro y muy bestia. Así me lo contó Guillermo. Pero él estaba convencido de que aquellos eran los actores que necesitaba y nos contrató. Si llega a hacer caso a aquella persona, la segunda etapa de mi carrera no habría existido. Porque después del éxito de Y tu mamá también, de Alfonso Cuarón, yo estuve dos años y pico sin que me ofrecieran nada decente, hasta que llegó Guillermo.

Tú dijiste que El laberinto del fauno era el guion que habías estado esperando.

Exactamente. Es verdad que me ofrecieron algunas cosas interesantes, pero en el último momento le daban el papel a otra. Yo pensaba: «Estoy gafada». Y los otros guiones que me enviaban no me convencían. La mayoría me parecían espantosos y alguno digno a secas. Pedro me ayudó muchísimo. Decía: «Digno no basta. ¿Realmente te gusta?». «No, gustarme no, pero es que no hay otra cosa». «Pues si no te gusta de verdad no lo hagas. Aguanta», me decía, «que algo bueno acabará llegando». Hasta que llegó la propuesta de Guillermo. «Es un papel muy pequeño», le dije a Pedro, «pero la historia es preciosa. Ya le pondré yo alma a ese papel». Bueno, le puse alma, pero también Guillermo me hizo brillar, le dio todo el relieve. Y ahí volví a subir, volvieron a considerarme como actriz.

 

 

Volviste a hacer bastante teatro en esa época, antes de El laberinto del fauno

En 2001 hice Te quiero muñeca y Las amistades peligrosas, dirigidas por Ernesto Caballero. En 2002 leo The shape of things, de Neil Labute, que me vuelve loca y además tiene un personaje para mí de mala malísima. Se me ocurre que Gerardo Vera, que en La Celestina me había dirigido como nadie en mucho tiempo, podría encargarse de la función. O sea, que de alguna manera yo vuelvo a meter de nuevo a Gerardo en el teatro, donde había hecho cientos de escenografías y vestuarios. A él le encanta la obra, acepta dirigirla, y durante la gira le llaman y le ofrecen la dirección del Centro Dramático Nacional. La obra aquí se llamó Por amor al arte y fue muy bien, aunque en Madrid estuvimos poco tiempo en cartel. Gerardo me lo hizo pasar muy mal en los ensayos. Somos muy amigos, pero siempre le digo «Que hijo de puta fuiste». No volví a hacer teatro hasta 2008, con Un dios salvaje, de Yasmina Reza, dirigida por Tamzin Townsend, que fue un exitazo, pero por entonces ya había hecho El laberinto del fauno, que es de 2006, y Siete mesas de billar francés, al año siguiente. Tuve mucho miedo y muchas dudas antes de aceptar el papel de Siete mesasGracia Querejeta vio por televisión Y tu mamá también y dijo «Maribel Verdú». Leí el guion, y cuando vi ese papelazo protagonista… pero me convenció y lo hice.

Cuatro años después de Un dios salvaje hiciste dos obras dirigidas por José María Pou…

También trabajamos juntos en Hélade, que dirigió Joan Ollé en Mérida, con Concha Velasco y Lluís Homar. Y en Blancanieves, claro, aunque nuestras secuencias no coincidían. Nuestra amistad es muy antigua, porque José María había sido mi padre mil años antes, en Vida privada, la serie de Betriu, en Barcelona. Además, Pedro y José María eran muy amigos, y siempre quedábamos para cenar y para hablar de funciones que habían visto y querían hacer. En 2012 nos dirigió a Antonio Molero y a mí en una comedia, El tipo de al lado, de Katarina Mazetti. Yo me pasaba horas hablando con él para que me contara historias, porque ha trabajado con todos los grandes y es una memoria viva del mundo del teatro. Al año siguiente volvió a dirigirme en Los hijos de Kennedy, con Ariadna Gil, Emma SuárezÁlex García y Fernando Cayo. Me fascinó esa función y quise hacerla. Hubo problemas, porque es una obra difícil, pero acabamos teniendo llenos absolutos.

¿Qué aprendiste con Coppola en Tetro (2009)?

Mucho. Pero, por encima del aprendizaje como actriz, yo creo que ese rodaje me hizo más fuerte. Pensé: «Si puedo con esto, puedo con todo». Aprendí a no tener miedo de la soledad, tan lejos de casa; a enfrentarme con problemas cada día más complicados. No con Coppola, aunque alguno hubo, sino sobre todo con un actor de la película cuyo comportamiento era absolutamente insoportable.

¿Fue un rodaje largo?

Cuatro meses. Un mes viviendo en su casa de Buenos Aires y ensayando y tres meses de rodaje. Si no llega a ser porque Buenos Aires es mi segunda ciudad, un lugar que conozco muchísimo y donde viviría si no viviera en Madrid, y donde conozco a mucha gente, me hubiera vuelto loca. Y luego venía Pedro cada tanto. Cinco viajes se hizo. Pero cuando no estaba a mi lado… buf. Claro que hubo cosas buenas. De entrada, conocer a Francis, que es otro director de actores impresionante, y a su mujer, Eleanor, y a Roman y a Sofía, sus hijos… Y a Walter Murch, uno de los montadores de sonido más importantes de la historia. Recuerdo un día, durante los ensayos, en que nos dijeron que no podía venir Klaus Maria Brandauer y Francis dijo «Si no os importa, ensayará el papel un amigo mío que anda estos días por Buenos Aires». Y el amigo era Willem Dafoe. No sabes cómo es ese señor. Sabio, humilde, divertido…

¿Cómo es Coppola a la hora de rodar?

Muy minucioso. Mucho. Rueda desde todos los puntos de vista y con todos los objetivos imaginables. Es estupendo, pero agotador. Te preguntas cuándo va a acabarse la secuencia. Por suerte es muy poco intenso y te lo pone todo muy fácil. Busca siempre la verdad y le gusta mucho jugar. El problema es que también le gusta que sus actores improvisen, y si soy mala haciéndolo en español, imagínate en el inglés macarrónico que yo tenía entonces. Willem, por cierto, me ayudó mucho, porque su chica es argentina y él hablaba un poco de español. El caso es que Francis no paraba de meternos en berenjenales. «Mañana quiero que vengáis con el disfraz que llevaría vuestro personaje». ¡Ay, Dios mío! Cuando hago giras de teatro escribo un diario, y en cine nunca lo había hecho, pero mis hermanas me regalaron un cuaderno precioso y me dijeron: «Bel, has de llevar un diario de todo lo que te pase, porque es importante», así que esos cuatro meses los anoté día a día. Cuando hacíamos Los hijos de Kennedy se lo leía a Violeta, la hija de Ariadna, que está empezando en la profesión, y no se lo podía creer. De eso que te cuento recuerdo que hay una página que comienza: «¿De qué me va a servir, digo yo, disfrazarme de pirata y hacer ver que hablo en ruso?».

¿Y no podías planteárselo a Coppola?

No me atrevía, no podía, no sabía. No sabía porque no tenía a mano al ayudante de dirección para que me tradujera, y todas las tardes acababa con el ánimo por los suelos. Hasta que un día exploté. Pensé que él debía de verme como una imbécil que no entendía nada de inglés y empecé a decirle, en castellano, claro: «¡Venga, vamos, improvisa! ¡Enfádate, me cago en tu puta madre! A ver ahora qué dices, Francis Ford Coppola. ¿No entiendes una mierda de lo que te estoy diciendo, verdad? Pues mira, yo así te puedo dar lo que quieras, pero el texto me lo he estudiado en inglés». Se quedó a cuadros, claro, hasta que le dije: «You see?». Desde ese día ya fue todo de otra manera. Se incorporó el ayudante de dirección, pudimos intercambiar ideas, y empezamos a trabajar sobre el texto. Fue una experiencia agotadora, pero con muchas cosas buenas. Y aprendí también, como te decía, que a mí no me va estar lejos de casa tanto tiempo. Aprendí a aguantarlo, pero decidí que no me gusta.

O sea que de Hollywood, nada.

¡Nooo! Cuando el éxito de Y tu mamá también me ofrecieron un agente para llevarme. Y salieron unos cuantos proyectos, pero todos muy mainstream. Me interesaron poco. Uno era Daredevil, con Ben Affleck, una película que no me volvía loca. Había otra más interesante, con Tony Scott. Sobre todo, no me veía instalada allí. La vida social es fundamental para hacer carrera allí y a mí me aburre a morir tal como la entienden los americanos. No me va nada ese número. Le doy más importancia a mi vida que a mi profesión. Mi trabajo me apasiona y vivo de él, pero priorizo mi vida y ser feliz. Creo que no me compensaría. Mucha gente cree que la cima de un actor español es triunfar en Hollywood. Yo creo que hay actores y actrices maravillosos que ya han triunfado en su país. La felicidad es vivir como uno quiere y yo no quiero vivir en Hollywood. Aquí tengo mi lugar. Aquí y en el mercado latinoamericano.

Pese a la crisis, vas encadenando películas. Y funciones.

Sí, no me puedo quejar. Este verano terminé Felices 140, de Gracia Querejeta, con un reparto estupendo: Eduard FernándezAntonio de la TorreGinés García Millán, Nora Navas… El 3 de noviembre empezamos La punta del iceberg, dirigida por David Cánovas. Hará dos años me envió el guion y me gustó mucho. El año pasado, Sergi Belbel, con el que había hecho Después de la lluvia, me envía una obra. La leo y me digo: «Esto me suena mucho». Y era La punta del iceberg: como no habían conseguido financiación, su autor, Antonio Tabares, la había adaptado al teatro. Y cuando encontraron apoyos volvió a ser guion. Ya ves qué vueltas. Hay otro proyecto que me vuelve loca porque no tengo ni idea de cómo puedo hacerlo: una película sobre Santa Teresa. El director se llama Gustavo Ron y ha vivido fuera de España desde los catorce años. El guion lo ha escrito Juan Manuel de Prada y es acojonante. Yo no me veía, para variar. «¿Por qué voy a liarme con eso? ¿Yo, espiritual? ¿Quién se lo va a creer? Otras ya lo han hecho maravillosamente. Series, películas, obras de teatro…». Como siempre, el director me convenció. Me dijo: «Teresa era muchas mujeres. Quiero una Teresa terrenal, con sentido del humor. la Teresa que quería ser humanista y se escapaba del convento por las noches para ir a las tertulias de escritores. La Teresa larga, rápida y divertida. Y la Teresa mística, claro, pero también la que necesitaba todas esas medicinas para aguantar aquellos horribles dolores». Pues nada, me lanzo. Comenzaremos el 1 de febrero.

El otro día me contabas que en Londres habéis visto una función que os ha entusiasmado…

Se llama Invincible, de Torben Betts. Es una comedia muy ácida, muy en la línea de Yasmina Reza. Es la historia de una pareja burguesa, más o menos de izquierdas, que a causa de los recortes ha de irse a vivir al norte de Inglaterra, y allí conocen a sus vecinos, de clase baja y más bien de derechas, aunque eso no dejan de ser etiquetas, porque lo que pasa en la función es otra cosa, muy divertida y muy emocionante. Maravillosamente escrita y con unas interpretaciones que nos dejaron tiesos. Le hemos encargado a Jordi Galcerán que haga la versión.

 

 

 

 

 

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