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Marine Le Pen: Después del Brexit, la Primavera de los Pueblos es inevitable

28lepen-master768PARIS – Si hay una cosa que irrita el orgullo francés, es ver a los británicos robarse el centro de atención. Pero frente a una muestra real de valor, incluso el francés más orgulloso sólo puede inclinar su sombrero y hacer una reverencia. La decisión que el pueblo británico acaba de hacer es de hecho un acto de valor – el valor de un pueblo que abraza su libertad.

Brexit ganó, derrotando todos los pronósticos. Gran Bretaña decidió abandonar la Unión Europea y reclamar su independencia entre las naciones del mundo. Se ha dicho que la elección dependería únicamente de los asuntos económicos; los británicos, sin embargo, fueron más perspicaces para comprender el verdadero problema, más de lo que los comentaristas  desearían admitir.

Los votantes británicos entendieron que detrás de los pronósticos sobre el tipo de cambio de la libra y detrás de los debates de los expertos financieros, sólo cabía una pregunta, a la vez simple y fundamental: ¿Queremos que una autoridad no democrática gobierne nuestras vidas, o preferimos recuperar el control sobre nuestro destino? Brexit es, ante todo, un tema político. Se trata de la libre elección de un pueblo que decide gobernarse a sí mismo. Incluso cuando es pregonada por toda la propaganda del mundo, una jaula sigue siendo una jaula, y una jaula es insoportable para un ser humano que ame la libertad.

La Unión Europea se ha convertido en una prisión de los pueblos. Cada uno de los 28 países que la conforman ha perdido poco a poco sus prerrogativas democráticas ante comisiones y consejos sin mandato popular. Cada nación en la unión ha tenido que aplicar leyes que no quería para sí misma. Las naciones miembros ya no determinan sus propios presupuestos. Ellas están obligadas a abrir sus fronteras en contra de su voluntad.

Los países de la zona euro se enfrentan a una situación incluso menos envidiable. En nombre de la ideología, las diferentes economías se ven obligadas a adoptar la misma moneda, incluso si al hacerlo se desangran completamente. Es una versión moderna de la cama de Procusto, y la gente ya no tiene voz.

¿Y qué pasa con el Parlamento Europeo? Es democrático sólo en apariencia, porque se basa en una mentira: la pretensión de que existe un pueblo europeo homogéneo, y que un miembro polaco del Parlamento Europeo tiene legitimidad para hacer leyes para los españoles. Hemos tratado de negar la existencia de las naciones soberanas. Es natural que ellas no permitan que se les siga negando.

Brexit no fue el primer grito de rebelión de los ciudadanos europeos. En 2005 Francia y los Países Bajos celebraron referendos sobre el proyecto de Constitución de la Unión Europea. En ambos países, la oposición fue masiva, y otros gobiernos decidieron sobre la marcha detener el experimento por temor a que el contagio se extendiera. Unos años más tarde, la Constitución de la Unión Europea fue impuesta a la población de Europa de todos modos, con el pretexto del Tratado de Lisboa. En 2008, Irlanda, también por vía de referéndum, se negó a aplicar ese tratado. Y una vez más, una decisión popular fue dejada de lado.

Cuando en 2015 Grecia decidió por referéndum  rechazar los planes de austeridad de Bruselas, la respuesta antidemocrática de la Unión Europea no tomó a nadie por sorpresa: Negar la voluntad del pueblo se había convertido en un hábito. En un momento de honestidad, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, descaradamente declaró: «No puede haber una elección democrática en contra de los tratados europeos.»

Brexit quizá no ha sido el primer grito de esperanza, pero puede ser la primera victoria real de la gente. Los británicos han presentado a la unión un dilema del que, para salirse, tendrán que atravesar tiempos difíciles. O bien se permite a la Gran Bretaña alejarse tranquilamente,  y por lo tanto correr el riesgo de crear un precedente: El éxito político y económico de un país que abandonó la Unión Europea sería una clara evidencia de la nocividad de la unión. O, como un mal perdedor, la unión hace pagar a los británicos por su salida usando todos los medios posibles y por lo tanto debe exponer la naturaleza tiránica de su poder. El sentido común apunta hacia la primera opción.Tengo la sensación de que Bruselas elegirá la segunda.

Una cosa es cierta: la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea no hará que la unión sea más democrática. La estructura jerárquica de sus instituciones supranacionales querrá reforzarse: Como todas las ideologías moribundas, la unión sólo sabe seguir ciegamente hacia adelante. Los roles ya están distribuidos – Alemania liderará, y Francia servilmente la seguirá.

Una señal: el presidente François Hollande de Francia, el primer ministro de Italia Matteo Renzi y el primer ministro interino Mariano Rajoy de España reciben instrucciones directamente de la canciller Angela Merkel, de Alemania, sin consultar con Bruselas. Un chiste atribuido a Henry Kissinger,  «¿A quién llamo si quiero hablar con Europa?» tiene ahora una respuesta clara: Llame a Berlín.

Por ello a los europeos solo les queda una alternativa: permanecer atados de manos y pies a una unión que traiciona los intereses nacionales y la soberanía popular y que abre nuestros países a la inmigración masiva y a unas finanzas arrogantes, o reclamar su libertad por medio del voto.

Peticiones de referendos están sonando en todo el Continente. Yo mismo le he sugerido al Sr. Hollande que una consulta pública de esa naturaleza se realice en Francia. Él decidió rechazarme. Cada vez más, el destino de la Unión Europea se parece al destino de la Unión Soviética, que murió a causa de sus propias contradicciones.

¡La Primavera de los Pueblos ya es inevitable! La única pregunta que queda por hacer es si Europa está dispuesta a abandonar sus ilusiones, o si el retorno a la razón vendrá con sufrimiento. Yo tomé la decisión hace mucho tiempo: Elegí a Francia. Elegí  a unas naciones soberanas. Elegí la libertad.

Traducción al castellano: Marcos Villasmil


 

ORIGINAL EN INGLÉS:

The New York Times – 

Marine Le Pen: After Brexit, the People’s Spring Is Inevitable

PARIS — IF there’s one thing that chafes French pride, it’s seeing the British steal the limelight. But in the face of real courage, even the proudest French person can only tip his hat and bow. The decision that the people ofBritain have just made was indeed an act of courage — the courage of a people who embrace their freedom.

Brexit won out, defeating all forecasts. Britain decided to cast off from theEuropean Union and reclaim its independence among the world’s nations. It had been said that the election would hinge solely on economic matters; the British, however, were more insightful in understanding the real issue than commentators like to admit.

British voters understood that behind prognostications about the pound’s exchange rate and behind the debates of financial experts, only one question, at once simple and fundamental, was being asked: Do we want an undemocratic authority ruling our lives, or would we rather regain control over our destiny? Brexit is, above all, a political issue. It’s about the free choice of a people deciding to govern itself. Even when it is touted by all the propaganda in the world, a cage remains a cage, and a cage is unbearable to a human being in love with freedom.

The European Union has become a prison of peoples. Each of the 28 countries that constitute it has slowly lost its democratic prerogatives to commissions and councils with no popular mandate. Every nation in the union has had to apply laws it did not want for itself. Member nations no longer determine their own budgets. They are called upon to open their borders against their will.

Countries in the eurozone face an even less enviable situation. In the name of ideology, different economies are forced to adopt the same currency, even if doing so bleeds them dry. It’s a modern version of the Procrustean bed, and the people no longer have a say.

And what about the European Parliament? It’s democratic in appearance only, because it’s based on a lie: the pretense that there is a homogeneous European people, and that a Polish member of the European Parliament has the legitimacy to make law for the Spanish. We have tried to deny the existence of sovereign nations. It’s only natural that they would not allow being denied.

Brexit wasn’t the European people’s first cry of revolt. In 2005, France and the Netherlands held referendums about the proposed European Union constitution. In both countries, opposition was massive, and other governments decided on the spot to halt the experiment for fear the contagion might spread. A few years later, the European Union constitution was forced on the people of Europe anyway, under the guise of the Lisbon Treaty. In 2008, Ireland, also by way of referendum, refused to apply that treaty. And once again, a popular decision was brushed aside.

When in 2015 Greece decided by referendum to reject Brussels’ austerity plans, the European Union’s antidemocratic response took no one by surprise: To deny the people’s will had become a habit. In a flash of honesty, the president of the European Commission, Jean-Claude Juncker, unabashedly declared, “There can be no democratic choice against the European treaties.”

Brexit may not have been the first cry of hope, but it may be the people’s first real victory. The British have presented the union with a dilemma it will have a hard time getting out of. Either it allows Britain to sail away quietly and thus runs the risk of setting a precedent: The political and economic success of a country that left the European Union would be clear evidence of the union’s noxiousness. Or, like a sore loser, the union makes the British pay for their departure by every means possible and thus exposes the tyrannical nature of its power. Common sense points toward the former option. I have a feeling Brussels will choose the latter.

One thing is certain: Britain’s departure from the European Union will not make the union more democratic. The hierarchical structure of its supranational institutions will want to reinforce itself: Like all dying ideologies, the union knows only how to forge blindly ahead. The roles are already cast — Germany will lead the way, and France will obligingly tag along.

Here is a sign: President François Hollande of France, Prime Minister Matteo Renzi of Italy and acting Prime Minister Mariano Rajoy of Spain take their lead directly from Chancellor Angela Merkel of Germany, without running through Brussels. A quip attributed to Henry Kissinger, “Who do I call if I want to call Europe?” now has a clear answer: Call Berlin.

So the people of Europe have but one alternative left: to remain bound hand-and-foot to a union that betrays national interests and popular sovereignty and that throws our countries wide open to massive immigration and arrogant finance, or to reclaim their freedom by voting.

Calls for referendums are ringing throughout the Continent. I myself have suggested to Mr. Hollande that one such public consultation be held in France. He did not fail to turn me down. More and more, the destiny of the European Union resembles the destiny of the Soviet Union, which died from its own contradictions.

The People’s Spring is now inevitable! The only question left to ask is whether Europe is ready to rid itself of its illusions, or if the return to reason will come with suffering. I made my decision a long time ago: I chose France. I chose sovereign nations. I chose freedom.

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