Mark Lilla: El fin del liberalismo identitario
Es un truismo afirmar que Estados Unidos se ha convertido en un país más diverso. También es una cosa digna de ver. Los visitantes de otros países, en particular los que tienen problemas para la incorporación de diferentes grupos étnicos y religiones, se sorprenden de que logramos salir adelante. No perfectamente, por supuesto, pero sin duda mejor que cualquier nación europea o asiática hoy. Es una historia extraordinariamente exitosa.
Pero esta diversidad ¿cómo le da forma a nuestra política? La respuesta liberal estándar durante casi una generación ha sido que deberíamos tomar conciencia y «celebrar» nuestras diferencias. Lo que es un espléndido principio de pedagogía moral, pero desastroso como base para una política democrática en nuestra época ideológica. En los últimos años liberalismo estadounidense ha caído en una especie de pánico moral sobre identidades raciales, de género y sexuales, que ha distorsionado el mensaje del liberalismo y evitado que se convierta en una fuerza unificadora capaz de gobernar.
Una de las muchas lecciones de la reciente campaña electoral y su repugnante resultado es que debe finalizar la era del liberalismo identitario. Hillary Clinton lucía mucho mejor y mucha más motivadora cuando hablaba de los intereses norteamericanos en los asuntos mundiales y cómo ellos se relacionan con nuestra comprensión de la democracia. Pero cuando en su campaña electoral tocaba los temas de política interna, tendía a perder esa gran visión y caía en la retórica de la diversidad, haciendo un llamado explícito en cada parada electoral a los votantes latinos, a los grupos LGBT y a los afroamericanos. Esto fue un error estratégico. Si usted va a mencionar los diversos grupos en los Estados Unidos, es mejor que los mencione a todos. Si no lo hace, los excluidos se dará cuenta y se sentirán excluidos. Lo que, como muestran los datos, fue exactamente lo que ocurrió con la clase obrera blanca y con quienes tienen fuertes convicciones religiosas. Nada menos que dos tercios de los votantes blancos sin título universitario votaron por Donald Trump, al igual que más del 80 por ciento de los evangélicos blancos.
Es cierto que la energía moral que envuelve la identidad ha tenido muchos efectos positivos. La acción afirmativa ha transformado y mejorado la vida corporativa. La organización «Black Lives Matter» (las vidas negras importan), ha emitido una llamada de atención para todos los estadounidenses con conciencia. Los esfuerzos de Hollywood para normalizar la homosexualidad en nuestra cultura popular ayudaron a normalizarla en las familias y la vida pública.
Sin embargo, la fijación en los temas de la diversidad en nuestras escuelas y en la prensa ha producido una generación de liberales y progresistas narcisistas, que no toman en cuenta las situaciones fuera de sus grupos auto-definidos, e indiferentes a la tarea de comunicarse, de tender la mano a los norteamericanos en todos los ámbitos de la vida. Se está alentando a nuestros hijos, una edad muy temprana, a que hablen de sus identidades individuales, incluso antes de que ellos la tengan. Para el momento en que llegan a la universidad muchos asumen que el discurso sobre la diversidad agota el discurso político, y sorprendentemente tienen poco que decir sobre cuestiones tan permanentes como la clase, la guerra, la economía y el bien común. En gran parte esto es debido a los planes de estudios de historia en el bachillerato, que anacrónicamente proyectan la política identitaria actual hacia el pasado, creando una imagen distorsionada de las principales fuerzas e individuos que dieron forma a nuestro país. (Los logros de los movimientos por los derechos de la mujer, por ejemplo, fueron reales e importantes, pero no se los puede entender si no se entienden primero las decisiones de los padres fundadores al establecer un sistema de gobierno basado en la garantía de los derechos.)
Cuando los jóvenes llegan a la universidad los grupos estudiantiles les animan a mantener este enfoque en sí mismos, al igual que los miembros de la facultad así como los administradores, cuyo trabajo a tiempo completo es de tratar – y aumentar la importancia de – » los temas sobre diversidad». Fox News y otros medios de comunicación conservadores disfrutan burlándose de la «locura del campus» que rodea a estas cuestiones, y muy a menudo tienen razones para hacerlo. De lo que se aprovechan demagogos populistas que quieren deslegitimar el aprendizaje a los ojos de aquellos que nunca han puesto un pie en un campus. ¿Cómo explicar al votante promedio la supuesta urgencia moral de dar a los estudiantes universitarios el derecho a elegir los pronombres personales a ser utilizados al dirigirse a ellos? ¿Cómo no reírse, junto con estos votantes, de la historia de un bromista en la Universidad de Michigan que escribió «Su Majestad»?
Esta conciencia de la diversidad de los recintos universitarios se ha filtrado durante años en los medios liberales, y no de manera sutil. La acción afirmativa para las mujeres y las minorías en los periódicos y las emisoras de Estados Unidos ha sido un logro social extraordinario – e incluso ha cambiado, literalmente, el rostro de los medios de derecha, con periodistas como Megyn Kelly y Laura Ingraham ganando protagonismo. Pero también parece haber estimulado la suposición, especialmente entre los periodistas y editores más jóvenes, de que simplemente centrándose en la identidad ya han hecho su trabajo.
Recientemente he realizado un pequeño experimento durante un año sabático en Francia: Durante todo un año únicamente leí publicaciones europeas, no norteamericanas. Mi idea era tratar de ver el mundo como lo hacen los lectores europeos. Pero fue mucho más instructivo volver a casa y darme cuenta de cómo el tema identitario ha transformado el trabajo reporteril en los Estados Unidos en los últimos años. ¿Con qué frecuencia, por ejemplo, la historia más floja en el actual periodismo estadounidense – sobre el «primer X que hace Y» – se cuenta y se vuelve a contar. La fascinación con el drama de identidad ha afectado incluso la información sobre el extranjero, que es penosamente escasa. Por muy interesante que pueda ser leer, por ejemplo, sobre el destino de las personas transexuales en Egipto, ello no contribuye en nada a educar a los estadounidenses acerca de las poderosas corrientes políticas y religiosas que van a determinar el futuro de Egipto, e indirectamente, el nuestro. Ningún medio de comunicación europeo pensaría en adoptar tal enfoque.
Pero es en el plano de la política electoral que el liberalismo identitario ha fallado más espectacularmente, como acabamos de ver. La política nacional en períodos saludables no trata de la «diferencia», trata de elementos comunes. Y estará dominada por el que mejor capte la imaginación de los estadounidenses acerca de nuestro destino compartido. Ronald Reagan lo hizo con gran habilidad, más allá de lo que uno pueda pensar de su visión. También Bill Clinton, que tomó una página del libro de tácticas de Reagan. Clinton alejó al Partido Demócrata de su ala pro-identidad, concentró sus energías en los programas nacionales que beneficiarían a todo el mundo (como el seguro nacional de salud) y definió el papel de Estados Unidos en el mundo posterior a 1989. Al permanecer en el cargo durante dos mandatos, él fue capaz de lograr mucho para los diferentes grupos de la coalición demócrata.La política de identidad, por el contrario, es en gran parte expresiva, no persuasiva. Es por eso que nunca gana elecciones – pero puede perderlas.
El casi antropológico interés en el ciudadano blanco furioso, recién descubierto por los medios, revela tanto sobre el estado de nuestro liberalismo como lo hace sobre esta figura muy calumniada, y que antes era ignorada. Una muy conveniente interpretación liberal de la reciente elección presidencial asumiría que el señor Trump ganó en gran parte debido a que logró transformar las desventajas económicas en rabia racial – la tesis «whitelash» (N. del T.: una reacción blanca negativa ante actos de los afroamericanos). Ella es conveniente porque sanciona una convicción de superioridad moral y permite a los liberales ignorar lo que los votantes dijeron sobre cuáles eran sus preocupaciones principales. También fomenta la fantasía de que la derecha republicana está condenada a la extinción demográfica en el largo plazo – lo que significa que los liberales sólo tienen que esperar para que el país caiga en sus manos. El porcentaje sorprendentemente alto del voto latino que fue a Trump debería recordarnos que mientras más tiempo los grupos étnicos tengan en el país, se volverán más políticamente diversos.
Por último, la «tesis whitelash» es conveniente, ya que exime a los liberales de tener que reconocer cómo su propia obsesión con la diversidad ha animado a los estadounidenses blancos, rurales y religiosos a pensar en sí mismos como un grupo desfavorecido cuya identidad se ve amenazada o ignorada. Tales personas no están realmente reaccionando en contra de la realidad diversa de nuestra nación (ellos viven, después de todo, en zonas homogéneas del país). Pero ellos están reaccionando contra la retórica omnipresente de identidad, que es lo que identifican con la llamada «corrección política». Los liberales deben tener en cuenta que el primer movimiento identitario en la política estadounidense fue el Ku Klux Klan, que todavía existe. Los que practican el juego de identidad debe estar preparado para perder.
Necesitamos un liberalismo post-identitario, que debería basarse en los últimos éxitos del liberalismo pre-identidad. Tal liberalismo se concentraría en ampliar su base al hacer un llamado a los estadounidenses como estadounidenses ,y haciendo hincapié en las cuestiones que afectan a la gran mayoría de ellos. Le hablaría a la nación como una nación de ciudadanos que están unidos, y que deben ayudarse mutuamente. En cuanto a las cuestiones más controversiales que están altamente cargadas simbólicamente, y que pueden alejar a aliados potenciales, en especial los temas referentes a la sexualidad y la religión, tal liberalismo podría funcionar en calma, con sensibilidad y con un sentido propio de escala. (Parafraseando a Bernie Sanders, Estados Unidos está harto y cansado de oír hablar de los malditos baños liberales.)
Los educadores comprometidos con ese liberalismo centrarían la atención en su principal responsabilidad política en una democracia: formar ciudadanos comprometidos conscientes de su sistema de gobierno y de las principales fuerzas y acontecimientos de nuestra historia. Un liberalismo post-identidad también subrayaría que la democracia no es sólo acerca de los derechos; también otorga deberes a sus ciudadanos, tales como los deberes a mantenerse informados y de votar. Una prensa liberal post-identidad comenzaría educándose a sí misma sobre las partes del país que han sido ignoradas, y sobre lo que importa allí, especialmente la religión. Y tomaría en serio su responsabilidad de educar a los estadounidenses acerca de la política mundial y las fuerzas principales que la determinan, en especial su dimensión histórica.
Hace algunos años fui invitado a una convención sindical en la Florida para hablar en un panel sobre el famoso discurso «Cuatro Libertades», de Franklin D. Roosevelt, en 1941. La sala estaba llena de representantes de las filiales locales – hombres, mujeres, negros, blancos, latinos-. Empezamos con el canto del himno nacional, y luego nos sentamos a escuchar una grabación del discurso de Roosevelt. Mientras miraba a la multitud, y vi la gran variedad y diversidad de rostros, me llamó la atención lo concentrados que estaban en lo que compartían. Y escuchando la emotiva voz de Roosevelt mientras invocaba la libertad de expresión, la libertad de culto, la libertad frente a la necesidad y la libertad frente al miedo – libertades que Roosevelt exigía para «todos los ciudadanos del mundo» – recordé cuáles son los fundamentos reales del moderno liberalismo norteamericano.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The New York Times
The End of Identity Liberalism
Mark Lilla
It is a truism that America has become a more diverse country. It is also a beautiful thing to watch. Visitors from other countries, particularly those having trouble incorporating different ethnic groups and faiths, are amazed that we manage to pull it off. Not perfectly, of course, but certainly better than any European or Asian nation today. It’s an extraordinary success story.
But how should this diversity shape our politics? The standard liberal answer for nearly a generation now has been that we should become aware of and “celebrate” our differences. Which is a splendid principle of moral pedagogy — but disastrous as a foundation for democratic politics in our ideological age. In recent years American liberalism has slipped into a kind of moral panic about racial, gender and sexual identity that has distorted liberalism’s message and prevented it from becoming a unifying force capable of governing.
One of the many lessons of the recent presidential election campaign and its repugnant outcome is that the age of identity liberalism must be brought to an end. Hillary Clinton was at her best and most uplifting when she spoke about American interests in world affairs and how they relate to our understanding of democracy. But when it came to life at home, she tended on the campaign trail to lose that large vision and slip into the rhetoric of diversity, calling out explicitly to African-American, Latino, L.G.B.T. and women voters at every stop. This was a strategic mistake. If you are going to mention groups in America, you had better mention all of them. If you don’t, those left out will notice and feel excluded. Which, as the data show, was exactly what happened with the white working class and those with strong religious convictions. Fully two-thirds of white voters without college degrees voted for Donald Trump, as did over 80 percent of white evangelicals.
The moral energy surrounding identity has, of course, had many good effects. Affirmative action has reshaped and improved corporate life. Black Lives Matter has delivered a wake-up call to every American with a conscience. Hollywood’s efforts to normalize homosexuality in our popular culture helped to normalize it in American families and public life.
But the fixation on diversity in our schools and in the press has produced a generation of liberals and progressives narcissistically unaware of conditions outside their self-defined groups, and indifferent to the task of reaching out to Americans in every walk of life. At a very young age our children are being encouraged to talk about their individual identities, even before they have them. By the time they reach college many assume that diversity discourse exhausts political discourse, and have shockingly little to say about such perennial questions as class, war, the economy and the common good. In large part this is because of high school history curriculums, which anachronistically project the identity politics of today back onto the past, creating a distorted picture of the major forces and individuals that shaped our country. (The achievements of women’s rights movements, for instance, were real and important, but you cannot understand them if you do not first understand the founding fathers’ achievement in establishing a system of government based on the guarantee of rights.)
When young people arrive at college they are encouraged to keep this focus on themselves by student groups, faculty members and also administrators whose full-time job is to deal with — and heighten the significance of — “diversity issues.” Fox News and other conservative media outlets make great sport of mocking the “campus craziness” that surrounds such issues, and more often than not they are right to. Which only plays into the hands of populist demagogues who want to delegitimize learning in the eyes of those who have never set foot on a campus. How to explain to the average voter the supposed moral urgency of giving college students the right to choose the designated gender pronouns to be used when addressing them? How not to laugh along with those voters at the story of a University of Michigan prankster who wrote in “His Majesty”?
This campus-diversity consciousness has over the years filtered into the liberal media, and not subtly. Affirmative action for women and minorities at America’s newspapers and broadcasters has been an extraordinary social achievement — and has even changed, quite literally, the face of right-wing media, as journalists like Megyn Kelly and Laura Ingraham have gained prominence. But it also appears to have encouraged the assumption, especially among younger journalists and editors, that simply by focusing on identity they have done their jobs.
Recently I performed a little experiment during a sabbatical in France: For a full year I read only European publications, not American ones. My thought was to try seeing the world as European readers did. But it was far more instructive to return home and realize how the lens of identity has transformed American reporting in recent years. How often, for example, the laziest story in American journalism — about the “first X to do Y” — is told and retold. Fascination with the identity drama has even affected foreign reporting, which is in distressingly short supply. However interesting it may be to read, say, about the fate of transgender people in Egypt, it contributes nothing to educating Americans about the powerful political and religious currents that will determine Egypt’s future, and indirectly, our own. No major news outlet in Europe would think of adopting such a focus.
But it is at the level of electoral politics that identity liberalism has failed most spectacularly, as we have just seen. National politics in healthy periods is not about “difference,” it is about commonality. And it will be dominated by whoever best captures Americans’ imaginations about our shared destiny. Ronald Reagan did that very skillfully, whatever one may think of his vision. So did Bill Clinton, who took a page from Reagan’s playbook. He seized the Democratic Party away from its identity-conscious wing, concentrated his energies on domestic programs that would benefit everyone (like national health insurance) and defined America’s role in the post-1989 world. By remaining in office for two terms, he was then able to accomplish much for different groups in the Democratic coalition. Identity politics, by contrast, is largely expressive, not persuasive. Which is why it never wins elections — but can lose them.
The media’s newfound, almost anthropological, interest in the angry white male reveals as much about the state of our liberalism as it does about this much maligned, and previously ignored, figure. A convenient liberal interpretation of the recent presidential election would have it that Mr. Trump won in large part because he managed to transform economic disadvantage into racial rage — the “whitelash” thesis. This is convenient because it sanctions a conviction of moral superiority and allows liberals to ignore what those voters said were their overriding concerns. It also encourages the fantasy that the Republican right is doomed to demographic extinction in the long run — which means liberals have only to wait for the country to fall into their laps. The surprisingly high percentage of the Latino vote that went to Mr. Trump should remind us that the longer ethnic groups are here in this country, the more politically diverse they become.
Finally, the whitelash thesis is convenient because it absolves liberals of not recognizing how their own obsession with diversity has encouraged white, rural, religious Americans to think of themselves as a disadvantaged group whose identity is being threatened or ignored. Such people are not actually reacting against the reality of our diverse America (they tend, after all, to live in homogeneous areas of the country). But they are reacting against the omnipresent rhetoric of identity, which is what they mean by “political correctness.” Liberals should bear in mind that the first identity movement in American politics was the Ku Klux Klan, which still exists. Those who play the identity game should be prepared to lose it.
We need a post-identity liberalism, and it should draw from the past successes of pre-identity liberalism. Such a liberalism would concentrate on widening its base by appealing to Americans as Americans and emphasizing the issues that affect a vast majority of them. It would speak to the nation as a nation of citizens who are in this together and must help one another. As for narrower issues that are highly charged symbolically and can drive potential allies away, especially those touching on sexuality and religion, such a liberalism would work quietly, sensitively and with a proper sense of scale. (To paraphrase Bernie Sanders, America is sick and tired of hearing about liberals’ damn bathrooms.)
Teachers committed to such a liberalism would refocus attention on their main political responsibility in a democracy: to form committed citizens aware of their system of government and the major forces and events in our history. A post-identity liberalism would also emphasize that democracy is not only about rights; it also confers duties on its citizens, such as the duties to keep informed and vote. A post-identity liberal press would begin educating itself about parts of the country that have been ignored, and about what matters there, especially religion. And it would take seriously its responsibility to educate Americans about the major forces shaping world politics, especially their historical dimension.
Some years ago I was invited to a union convention in Florida to speak on a panel about Franklin D. Roosevelt’s famous Four Freedoms speech of 1941. The hall was full of representatives from local chapters — men, women, blacks, whites, Latinos. We began by singing the national anthem, and then sat down to listen to a recording of Roosevelt’s speech. As I looked out into the crowd, and saw the array of different faces, I was struck by how focused they were on what they shared. And listening to Roosevelt’s stirring voice as he invoked the freedom of speech, the freedom of worship, the freedom from want and the freedom from fear — freedoms that Roosevelt demanded for “everyone in the world” — I was reminded of what the real foundations of modern American liberalism are.