Martín Caparrós / Cataluña: la independencia sigue pendiente
Credit Quique García/European Pressphoto Agency
NUEVA YORK – Este martes, el presidente de la Generalitat catalana, Carles Puigdemont, experiodista, exalcalde de la pequeña ciudad de Gerona y dirigente de Convergencia Democrática de Cataluña, un partido de centroderecha, medio declaró la independencia de Cataluña. O, mejor: declaró que, con el tiempo, va a declarar la independencia. Y sugirió que todo se podía negociar. No podía declarar la independencia inmediata porque su capital político está en baja; no podía no declararla si quería conservar su lugar, si no quería declararse derrotado.
Hace apenas unos días, el domingo 1 de octubre, mientras las imágenes de policías españoles pegando a ancianas catalanas daban vueltas al mundo, su causa parecía al borde del triunfo. Entonces empezó la contraofensiva del gobierno central.
La encabezó un discurso del rey Felipe VI, que reafirmó que ni ese gobierno ni su corona pensaban negociar con los independentistas. Pero la definió una ofensiva conjunta del Estado español y las mayores empresas catalanas. El miércoles 4, el gobierno emitió un decreto que facilitaba la mudanza de esas corporaciones; de inmediato, las sedes de los dos mayores bancos —Caixa, Sabadell— y las empresas de agua y gas de Cataluña abandonaron la región. La democracia a veces funciona así: millones votan un voto cada uno y unos pocos con sus millones valen lo que millones de votos.
La partida de los grandes bancos fue una cascada de agua fría sobre el entusiasmo de muchos independentistas, que se declaraban dispuestos a dar todo por la patria salvo su cuenta de ahorro, sus vidas europeas. Y fue un alud de nieve sobre el presidente Carles Puigdemont y su partido, históricamente ligados a esa banca que los estaba abandonando.
La metáfora de las ratas que huyen cuando se hunde el barco obligó a muchos a preguntarse si de verdad el barco naufragaba. El peso de la fuga fue tal que, este domingo, en una gran marcha “por la unidad de España”, el exministro socialista Josep Borrell mezcló cinismo y desazón para decir que si los bancos hubieran dicho lo que iban a hacer si pasaba lo que pasó quizá lo que pasó no habría pasado (y no habrían necesitado hacer lo que hicieron).
La economía volvió a irrumpir entre el flamear de las banderas y las apelaciones a la patria. Si hace unos años el partido del establishment catalán abrazó el independentismo para disimular sus medidas económicas impopulares, las medidas económicas del establishment catalán lo hicieron dudar de ese abrazo. Las dudas crecen: las empuja el hecho de que nunca, en medio de tanta proclama, se discutió en serio cómo iba a ser esa Cataluña independiente.
Y, por lo tanto, muchas veces pareció que era un deseo casi vacío, sin contenidos claros. Se hablaba de un país independiente, sí, pero nunca de su organización económica y social. Quizá por eso nunca quedó claro cuánta energía social —cuántos sacrificios— se requería para conseguirlo.
Solo así era posible suponer que se puede construir un país con el apoyo del 40 por ciento de sus ciudadanos. Inventar un país es un proceso complejo, costoso, peleado: para dar semejante paso se necesita un apoyo más que masivo. Las independencias —la posibilidad de empezar un país nuevo— se ganan con guerras o con el derrumbe del poder “colonial” o con grandes mayorías decididas. Las dos primeras parecen —por suerte— imposibles; la tercera no existe ahora en Cataluña. Empezar un país con su población partida al medio sería una receta perfecta para el desastre.
Y, para colmo, esta semana los independentistas perdieron el monopolio de la palabra, del relato, de la calle. De pronto los callados —más de la mitad de los catalanes— empezaron a hablar. Se habían mantenido en silencio durante años: oponerse al patriotismo quedaba mal en los cafés y los salones. Pero la inminencia de la declaración los sacó del letargo y de pronto esa mayoría (?) silenciosa intentó dejar de serlo.
Se empiezan a oír voces distintas. Ahora se diría que millones de personas tienen la sensación de que dos energúmenos —Rajoy y Puigdemont— y sus secuaces los están llevando hacia una situación que los espanta: hacia un enfrentamiento que puede terminar en sangre o, por lo menos, en sudor y lágrimas para todos. Se diría que millones descubrieron que una independencia es la mejor manera de arruinarles las vidas por años y años, y todo en nombre de unas telas de colores demasiado caras.
Se diría que muchos no quieren resignarse a no poder ser catalanes y españoles. Se diría que millones preferirían que todo se calmara, que se buscaran soluciones en lugar de problemas, que se buscaran empates en lugar de victorias, que se encontraran las maneras de volver a pensar en otras cosas. Se diría que lo quieren, aunque no sepan cómo podrían conseguirlo.
No se sabe. En estos días los callados están buscando las maneras de hablar: de decir que no quieren seguir callados si su silencio legitima los gritos de otros. Pero no siempre las encuentran. Hay marchas contra el patrioterismo catalán y algunas se convierten en gritos patrioteros españoles: hace tiempo que no salían a las calles españolas tantos himnos y signos franquistas; hace tiempo que no se veía a ciertos demócratas tolerarlos tanto y que la amenaza del fascismo no aparecía tan clara.
Siempre es más fácil cantar a favor de una bandera que contra el exceso de banderas. Siempre es más fácil seguir a un líder que una idea. Pero los que tratan de no dejarse llevar por las corrientes patrias son cada vez más. Si consiguen expresarse, algo puede cambiar en Cataluña. Y en el resto de España. Deberían, para eso, convencerse de que la solución no es irse cada cual por su lado y deshacer poco a poco su país, sino rehacer juntos un país —una sociedad— de donde nadie quiera irse: ni las regiones ni los ciudadanos. No es fácil, es indispensable.
Pero, por ahora, Puigdemont acaba de declarar una independencia diferida, llamando al diálogo, y se espera la respuesta de Madrid, que hasta ahora ha sido, casi en cada caso, la peor. Ayer mismo el portavoz del Partido Popular, Pablo Casado, dijo que “a lo mejor el que la declare (la independencia) acaba como el que la declaró hace 83 años”. Ese hombre, el primer presidente de la Generalitat, se llamaba Lluis Companys y es el héroe nacional catalán desde que, el 15 de octubre de 1940, fue fusilado por la dictadura del general Francisco Franco.