Martín Caparrós: La magia argentina está en problemas
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NUEVA YORK — Y ahora todo parece igual, pero ya pasó más de medio siglo. Recuerdo aquella tarde: agosto del 69, Rendo acababa de marcar el 2 a 2 inútil con un gol inútil, el partido se había terminado y la Bombonera se vaciaba en silencio. Yo caminaba y no entendía, no podía entender. Por primera vez desde que el fútbol era el fútbol, la Argentina no se clasificaba para un Mundial: en la Bombonera, contra el Perú. Ahora, 51 años después, la Asociación del Fútbol Argentino, desesperada por su equipo, había decidido recurrir a la magia. Sin mirar los antecedentes de esa magia. Había definido que el partido decisivo para la clasificación —otra vez contra el Perú— se jugaría en la Bombonera. Si no podían ganar los partidos en la cancha —habrán pensado—, los ganarían con la cancha.
—Vamos, vamos, Argentina…
Gritan los muchachos frente al televisor. Si los dueños del fútbol argentino creen que la Bombonera puede servir para ganar, yo no voy a ser menos: me voy al restaurante Boca Juniors, en Queens, Nueva York, lo más parecido a la cancha de Boca en unos 5000 kilómetros a la redonda. El restaurante Boca Juniors está en el medio de la nada: suburbio pobre de avenidas demasiado anchas, casas destartaladas, veredas rotas y basura, los olores. El salón del restaurante es grande pero parece chico: una selva de banderas, camisetas, fotos de jugadores; casi todo de Boca y un poco de Argentina. Los parroquianos, en cambio, tienen más camisetas argentinas que de Boca: emigrantes de mediana edad, señores que llevan veinte o treinta años trabajando duro en los suburbios del poder, y unas pocas señoras muy teñidas. En el televisor Messi se esfuerza.
—…vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos, a ganar…
Gritan los parroquianos, porque Messi empezó jugando como si se jugara la vida (quizá porque, de algún modo, se juega la vida). O, quizás, el relato de esa vida: si no consigue una Copa del Mundo su historia va a ser la historia de un fracaso, la derrota del mejor de todos. Y se pierde un gol a la salida de un córner, jugada preparada y tiro franco, de esos que Messi nunca erra. Pero erra.
La Argentina no deja de ser ese equipo desnorteado, incapaz de armar jugadas, esperando que Messi… Di Maria pierde pelotas en centros malos o tiros imposibles; Mascherano abre los brazos para decir que no encuentra a quién dársela; Banega no termina de armar nada; Gómez, missing. Y Benedetto, pobre, hace la Gran Higuaín, la Gran Icardi, la Gran Agüero: no recibe ni una pelota limpia frente al arco.
—Andá a la concha de tu madre, Fideo.
Grita, en la mesa de al lado, una mujer tan rubia. Perú, mientras tanto, es un sparring tímido. De vez en cuando pega una patada fuerte para decir que está, y ahí se queda la cosa. Sin ambición, con miedo, espera lo peor pero no llega. Hasta que se le pasa el susto y confirma lo que todos saben y nadie cree: que la Argentina es muy mediocre y que se puede atacarla, faltarle el respeto. Así que lo intenta un rato y después la Argentina reacciona, y Messi agarra un rebote de esos que siempre mete, de frente al arco. Pero lo erra por poco.
No hay equipo. Messi quiere hacer todo porque seguramente cree que mejor solo que mal acompañado pero no le sale: cuatro y cinco y seis veces no le sale. Y, casi al final del primer tiempo, recoge en la puerta del área otro rebote y la pifia tan mal que la pelota se va por el costado: tan desalentador, tan nunca visto.
Así que el entretiempo es tenso: los chinchulines se enfrían en las fuentes, las morcillas se arrugan, se gritan los amigos. Si en el salón hay fotos de jugadores —Maradonas por docenas, Riquelmes, Palermos— la entrada al baño muestra fotos del patrón con Néstor Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner, Amado Boudou y demás peronistas. Estamos en pleno Efecto Patria: el fútbol sabe hacer el milagro de reunir en un mismo grito a personas que nunca se hablarían. Y en la distancia, el Efecto Patria se hace más necesario: cuando estás lejos, cuando poco te une con el lugar donde ya no quieres vivir, el fútbol lo hace; y la comida lo hace. Comida y fútbol juntos es un shot potentísimo de patria.
Pero hoy está fallando. Ya empieza el segundo tiempo; muchos recurren a sus cruces y santos y demás ritos mágicos. Y al minuto Leo Messi, con todo el arco libre, la estrella contra el palo derecho. Nos hemos pasado años tratando de entender qué le pasa a Messi en la selección. Yo siempre sostuve que el juego del Barcelona lo beneficiaba tanto como lo perjudicaba el argentino. Pero en el Camp Nou o en los videos de YouTube o en el patio de su casa nunca falla esos remates fáciles que no consigue meter cuando se pone la celeste y blanca. Algo le pasa, algo que la razón no explica, la magia no conjura, la patria no remedia y el Boca Juniors se impacienta:
—…Nosotro alentamo, ponga huevo, que ganamo…
Gritan, con música de cucharita y copa. Ahora la Argentina juega por espasmos: de tanto en tanto se despierta, aprieta, amenaza, casi mete, amenaza de nuevo… y al final se desarma y pasan cinco o diez minutos sin más nada. Y el tiempo se va y en los otros partidos hay goles —ese milagro raro— y algunos traen esperanzas y otros desazón y las puteadas, y Perú pierde tiempo y la Argentina parece entregada, resignada. Hasta que un peruano atrevido voltea a Messi cerca de su arco y todos gritan: “Vamos, Argentina, carajo” y Messi se para frente a la pelota y todos gritan como si ya hubiera pasado pero todavía no y la cara de Messi en el televisor es un poema y ya metiste tantos así no nos vas a cagar ahora dice uno y otro reza y otro y otro más allá y alguno grita “Gooool”. Pero el tiro pega en la barrera. Y el partido se disuelve en la nada, que es lo suyo: suena el pito, se acaba. Si el martes no sucede un milagro, el mejor jugador del mundo va a mirar la Copa del Mundo por la televisión. Flor de televisión.
—Andá a cagar, Messi.
Grita uno, y pega un puñetazo —flojo— en una mesa. La Bombonera cumplió con su promesa: otra vez el empate con Perú, otra vez la clasificación amenazada, otra vez la partida silenciosa. Así que ahora todo parece igual pero pasó más de medio siglo y está oscuro y es Queens y llueve y la avenida —tan ancha, tan ajena— es un camino hacia el olvido.