Martín Caparrós regenera su visión del periodismo
El reportero arma en ‘Lacrónica’ un manual donde desgrana su ejercicio de la profesión
Comenzó manchando mesas con los cafés y los cables de agencia que repartía entre veteranos. Lo hacía en medio de Redacciones donde se esnifaba tinta a contrapelo con los relojes, la siempre incómoda actualidad y un saldo estimulante de nicotina, donde también cabían otras sustancias. Ha terminado cum laude, como una firma de referencia dentro de la denominada nueva crónica latinoamericana. En medio, Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) ha recorrido el mundo como “cazador de principios”. No sólo éticos, morales o deontológicos sobre el oficio en el que acabó casi sin querer, por inercia, sino desvelando sus sueños de audacia nómada en busca de un buen comienzo para sus notas.
No le gusta la palabra “manual”, que le lleva a “pensar en maestras antipáticas y tardes escondidas”. Pero el caso es que le ha salido uno donde pone en solfa la muchas veces sobrepasada doctrina de alcanfor salida de las universidades, en esas aulas vencidas por la realidad del oficio donde todavía, algunos, se atreven a hablar de objetividad y pirámides invertidas: “Lo primero no existe; ya a la hora de elegir contar una historia y no otra aplicas la subjetividad. En cuanto a la pirámide invertida, denota mediocridad, falta de ambición”. Esa coartada se inventó, opina Caparrós, “para no lectores”. La aplican aquellos que, metiendo todo lo que importa en el primer párrafo, se rinden a la evidencia de que en lugar de 30 líneas solo aprovecharán las seis del principio. “Yo me muestro un poco más orgulloso: quiero que lean todo lo que escribo, no sólo una parte”.
Lejos del absurdo académico, a veces tediosamente implantado también en algunas Redacciones donde se mira de reojo cualquier coqueteo con la creatividad, Caparrós habla de estructuras, de arranques, de impresiones cogidas al vuelo, de reflexión previa a lo redactado, de buscar en la poesía para combatir toda burocratización del lenguaje y no renunciar así a lo preciso, de su relación amor-odio con las palabras, de identidad…
“Ser argentino, como todo el mundo sabe, supone salir de 14 errores y varias equivocaciones. Nos dota de una mirada distinta de la que ofrecen otros países conformados por siglos de historia”. Caparrós supo que eso era ventajoso: “Nos regala una falta de prejuicios producto de las tradiciones, alejada de los nacionalismos. Estos no son formas de mirar, sino de cerrar los ojos”.
Bien abiertos los mantiene Caparrós. Y así es como, de una tabla de gimnasia del genocida Videla a los templos del horror donde se mercantilizan cuerpos infantiles en Asia, los campos de batalla ya perdidos de las guerrillas, las peroratas revolucionarias que se vierten en una Habana fidelísima o los retos de un interior desconcertante en Argentina, este insaciable contador con cráneo desnudo de nácar y bigotes de húsar sigue recorriendo el mundo en mitad de una continua huida hacia adelante que tiene residencia ahora en Madrid.
No entiende la distinción escritor / periodista, valga la redundancia: “Pasé tiempo explicando que entre escribir ficción o no ficción sólo existe una diferencia: para la última se supone que pasaste un tiempo previo reuniendo un material que en el caso de lo primero has ido recopilando toda la vida”.
Para Caparrós, se trata de un pacto de lectura: “Nada más, con la única obligación de buscar una mejor manera de contar el mundo”.
Y para ello ya no existe una escala de importancia basada en las famosas W del periodismo americano: What, When, Where, Why… (Qué, cuándo, dónde, por qué…). “Lo más importante, lo que nos diferencia ahora que ya contamos con la información inmediata sobre todo lo que queramos, es el cómo”. Cómo se articula y estructura el relato, cómo arranca y termina el mismo, en qué cantidad se despliegan adjetivos, con qué agilidad se dota al texto de verbos… “Todo eso es lo que va a marcar la diferencia”, indica.
Y sirve para cualquier género. No solo lo que se ha dado en llamar la nueva crónica latinoamericana, sin tener en cuenta el elemento que define esa forma: una denodada lucha contra el tiempo. “Lo adoptamos para recuperar un término que en Argentina contaba con reminiscencias un tanto sucias. El cronista era el último en el escalafón, el chico que salía a la calle, traía la información y luego se la daba a un periodista que acababa redactándola. Tenía una resonancia lumpen y queríamos dotarla de prestigio, irla limpiando”.
Con el tiempo, según él, se volvió solemne. Por eso la juntó y le salió un palabro:“Lacrónica. Mejor así, ¿no?”.