
La Habana/En Cuba, los poderosos no suelen caer con estrépito, más bien se deslizan hacia el silencio. Algunos desaparecen tras un comunicado breve, otros se desvanecen con un elogio que suena a epitafio. La historia política del último medio siglo en la Isla puede leerse, también, como un inventario de caídos en desgracia. Del marxismo disciplinario de los años 60 al tecnocratismo desconfiado de este siglo, los «errores» de los ministros y cuadros del Partido Comunista han sido tan predecibles como la manera en que el Estado los sepulta, con consignas y sin explicaciones.
El derrumbe de Alejandro Gil Fernández, ex ministro de Economía y Planificación, acusado de espionaje y otros delitos, no es una anomalía. Es apenas el más reciente capítulo de una liturgia política que se repite con puntualidad revolucionaria desde 1959: la purga como reafirmación del poder.
Hubo una caída fundacional, una que dejó huella en la gramática del poder revolucionario: Huber Matos, comandante del Ejército Rebelde y héroe de la Sierra Maestra, fue el primer hombre en descubrir que disentir del rumbo del proceso equivalía a traición. En 1959, apenas diez meses después del triunfo, Matos envió una carta a Fidel Castro denunciando la deriva comunista del nuevo Gobierno; el gesto le costó veinte años de prisión. La prensa oficial lo presentó como «contrarrevolucionario» y «traidor a la patria», mientras en las calles su nombre se borraba de los murales con la misma rapidez con que se escribían nuevos lemas. Su caso dejó claro que, en la Revolución, los juicios no se hacen tanto para esclarecer, sino para advertir.
En los años sesenta, cuando el joven proceso revolucionario apenas daba sus primeros pasos, llegó otra ofensiva. En 1968, Aníbal Escalante, dirigente del Partido Unido de la Revolución Socialista, fue acusado por integrar la «microfracción» y condenado a quince años de cárcel. La prensa oficial no habló de diferencias ideológicas sino de «actividades divisionistas», y Escalante, que había ayudado a fundar el Partido, terminó convertido en ejemplo de lo que no debía repetirse. Murió en el exilio.
Era la época en que una frase bastaba para desaparecer: «El compañero ha sido liberado de sus responsabilidades»
El método quedó establecido: identificar, aislar y borrar. Nunca se ha tratado de justicia sino de dura pedagogía política.
A comienzos de los 70, las «depuraciones» se hicieron rutinarias, aunque sin nombres tan sonoros. Los burócratas, artistas o intelectuales que no encajaban en el molde del «hombre nuevo» desaparecían del paisaje público, reubicados en un puesto administrativo o en alguna labor agrícola. Era la época en que una frase bastaba para desaparecer: «El compañero ha sido liberado de sus responsabilidades», leían con frecuencia los locutores del noticiero.
Pero el gran rayo destructor fue, sin dudas, el de 1989, el mismo año de la caída del Muro de Berlín, cuando la Revolución cubana decidió juzgarse a sí misma. La llamada Causa No. 1 llevó al paredón al general Arnaldo Ochoa, héroe de Angola y Etiopía, junto a Tony de la Guardia y otros altos oficiales, acusados de narcotráfico y traición. Fue un espectáculo cuidadosamente televisado, una mezcla de purga interna y mensaje ejemplarizante. Mientras el mundo comunista se tambaleaba, el régimen cubano prefería ajustar cuentas puertas adentro. Los juicios fueron presentados como un acto de limpieza moral, pero en realidad funcionaron como una advertencia: nadie estaba —ni podía aspirar a estar— por encima del Comandante en Jefe.
El proceso marcó un antes y un después en la política cubana. Desde entonces, la palabra lealtad se volvió un valor de supervivencia más que de convicción. El fusilamiento de Ochoa –una figura popular incluso entre los militares– selló el fin de la ilusión de pluralidad dentro del régimen. A partir de ahí, la Revolución aprendió a depurar sin balas. Bastaba con el silencio, la reclusión discreta o la desaparición del rostro en la prensa oficial. La muerte del general no solo cerró una era; inauguró el método moderno de la deshonra socialista.
El caso de Carlos Aldana fue la versión tropical de un manual de errores políticos: un hombre que creyó que el poder era un asunto de discursos inteligentes y no de silencios oportunos. A comienzos de los años 90, Aldana era el rostro visible del Partido, el encargado de la «rectificación de errores» y, según muchos, el único que hablaba con cierta franqueza. Pero la franqueza, en Cuba, siempre ha sido un deporte de riesgo. En 1992 desapareció de la escena con un comunicado del Comité Central que sonaba más a epitafio que a sanción: «graves errores e indisciplinas». Nadie explicó más. Su nombre se volvió tabú, y su caída marcó el inicio de un largo invierno político donde la lealtad pesó más que la inteligencia.
Los dos cuadros más prometedores del Gobierno pasaron en cuestión de días del despacho ministerial a la irrelevancia
Después vendría el truene a Roberto Robaina, canciller durante los años del Período Especial. Joven y carismático, el posible benjamín fue destituido en 1999 por «conductas impropias de un cuadro dirigente». No hubo juicio ni detalles, pero el mensaje fue claro: demasiada visibilidad es peligrosa en un sistema que desconfía de quienes atraen demasiado las miradas. Hoy pinta cuadros y evita las cámaras.
Cuarenta años después de la «microfracción» de Escalante, llegó la «macrofracción» de 2009. Aquel año, el general Raúl Castro decidió reordenar el poder tras la salida de su hermano de la vida pública y, de paso, sacrificar a varios de los rostros más conocidos del período anterior. En una carta publicada por la prensa oficial, Fidel Castro describió a Felipe Pérez Roque, ministro de Relaciones Exteriores, y a Carlos Lage Dávila, vicepresidente del Consejo de Estado, como hombres que se dejaron seducir por las mieles del poder.
Fue una ejecución política con retórica bíblica. Los dos cuadros más prometedores del Gobierno pasaron en cuestión de días del despacho ministerial a la irrelevancia. No hubo cargos judiciales contra ellos, solo lapidación pública de sus nombres y su reputación. A Lage le devolvieron su bata médica, a Pérez Roque su anonimato. En la jerga cubana, entraron en «plan pijama»: ni condenados del todo, ni rehabilitados jamás.
Junto a ellos cayeron otros rostros menores: Otto Rivero, arquitecto de la «Batalla de Ideas», y Carlos Valenciaga, el joven secretario de Fidel Castro, quienes quedaron borrados de los organigramas del poder cubano. En las actas de ningún tribunal aparecieron sus nombres, pero la sabiduría popular entendió: era el ajuste de cuentas entre el nuevo grupo que llevaba los timones y el que salía de escena.
El caso del ex ministro de la Industria Alimentaria, Alejandro Roca Iglesias, condenado en 2011 a quince años por corrupción en un negocio con el empresario chileno Max Marambio, dio paso a la fase de las purgas «económicas». Era la era de los tecnócratas, los que negociaban directamente con inversionistas y controlaban las divisas. «Por deficiencias éticas y morales graves», sentenció el periódico Granma. Nadie volvió a mencionarlo.
Algo similar ocurrió con Juan Carlos Robinson, primer secretario del Partido Comunista en Santiago de Cuba, acusado de corrupción y condenado en 2006 a 12 años de prisión. La nota oficial, fiel a su estilo, habló de «conductas impropias» y de «violaciones de la ética revolucionaria». En realidad, se trataba de un reacomodo interno: la lucha de facciones dentro del PCC tras el desgaste del Período Especial. Robinson fue, hasta hace poco, el último dirigente de peso que tuvo un proceso judicial formal.
En Cuba, los juicios contra altos funcionarios son menos frecuentes que las «pérdidas de confianza», pero el desenlace es idéntico: la invisibilidad
Desde entonces, los castigos han sido más administrativos que penales. Yadira García, ministra de la Industria Básica, y Rogelio Acevedo, responsable de Aeronáutica Civil, fueron despedidos en 2010 por «deficiencias en su labor». No hubo tribunales ni defensas, solo la palabra de un Consejo de Ministros, tan críptica como escueta.
La reciente caída de Alejandro Gil Fernández, símbolo de la ortodoxia económica raulista, parece reabrir ese viejo guion. Su arresto y posterior condena marcan un giro: por primera vez en más de una década, alguien que ocupó el puesto de ministro enfrenta formalmente un proceso penal. La prensa oficial no habló inicialmente de «errores», sino de hechos delictivos de gravedad y posteriormente de espionaje. Detrás de ese lenguaje, sin embargo, asoma la misma lógica que en los sesenta: un sistema que no confía en sus propios cuadros y que necesita, cada cierto tiempo, ofrecer un sacrificio político al altar de la pureza revolucionaria.
El mecanismo se repite porque funciona. En Cuba, los juicios contra altos funcionarios son menos frecuentes que las «pérdidas de confianza», pero el desenlace es idéntico: la invisibilidad. El castigo no es la cárcel, sino el olvido. Los caídos, casi todos hombres que creyeron formar parte del núcleo duro del poder, terminan fuera de foco, escribiendo informes para alguna empresa menor o, si tienen suerte, exportando su talento al exilio.
Entre los escombros de tantas lealtades rotas, el caso de Alejandro Gil solo confirma que el castrismo, más que un proceso político, ha sido una cadena de relevos forzosos. En seis décadas, la pauta no ha cambiado: cada vez que el sistema se agota, busca a quién culpar. Y el elegido, como en toda buena fábula comunista, suele ser el que hasta ayer mismo aparecía, sonriente, en la foto oficial.
