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Más democracias en recesión
En mayo del año pasado escribí que la democracia en América Latina, en términos generales, estaba entrando en una fase de recesión. El texto, en particular, se detenía en los casos de Brasil y Venezuela. En agosto de 2016 había sido destituida Dilma Rousseff en medio de generalizadas acusaciones de corrupción. En Venezuela se veía venir de lejos y al galope la consolidación del autoritarismo. Desde entonces, los problemas en esos dos países no han hecho más que agravarse. Pero otros regímenes políticos experimentan tendencias igualmente alarmantes. En Perú, menos de un año después de asumir, se vio obligado a renunciar el presidente Pedro Kuczynski en medio de denuncias de corrupción (Odebrecht, otra vez). En Bolivia, Evo Morales se encamina a intentar el año que viene una nueva reelección ignorando sin pestañear el resultado de un referéndum constitucional.
La situación política en Brasil no ha parado de empeorar. Lula, el líder con mayor intención de voto según los sondeos, desfila todos los días por un tribunal distinto. Su destino parece ser la cárcel. No me pronuncio sobre el fondo del asunto, es decir, sobre si existe o no una maniobra política para frenar su nueva candidatura presidencial como argumentan secuentes y creyentes dentro y fuera de Brasil. En cualquiera de los dos casos, sea inocente o culpable, lo que está ocurriendo es una tragedia para la democracia. Mientras tanto, el presidente Michel Temer busca construir apoyos en la opinión pública apelando al miedo y a los reflejos autoritarios de una sociedad demasiado influida, desde el siglo XIX, por la obsesión comtiana del «orden» como condición del «progreso». La militarización de Río de Janeiro y el asesinato de Marielle Franco, militante social y dirigente opositora, constituyen testimonios terribles de la gravedad de la situación. En un ambiente como éste de polarización y violencia crecientes no puede esperarse nada bueno.
Venezuela, según el reporte Democracy Index 2017 elaborado por The Economist Intelligence Unit dejó de ser considerado un «régimen híbrido» (una mezcla de instituciones democráticas y autoritarias) para pasar a ser definido, lisa y llanamente, como un régimen autoritario. Agosto de 2017 fue el punto de inflexión. El 5 de agosto el chavismo destituyó a Luisa Ortega Díaz, notoria opositora al régimen chavista, de su cargo de Fiscal General. Apenas dos semanas después fue el turno del Poder Legislativo. En las elecciones para la Asamblea Nacional celebradas en diciembre de 2015 el bloque opositor había obtenido una clara mayoría: 110 de los 167 escaños en disputa. El gobierno se las ingenió para convocar a una nueva elección, en julio de 2017, para una Asamblea Constituyente. Y también se las ingenió para ganar, fijando reglas de juego que le convenían. El 18 de agosto la Asamblea Constituyente con mayoría chavista decidió asumir también las tareas legislativas desplazando a la Asamblea Nacional. Su primera medida fue, precisamente, destituir a la fiscal Ortega Díaz. Todo el poder al chavismo, por las buenas o por las malas.
La democracia peruana está nuevamente bajo el asedio del clan Fujimori. El padre, Alberto, exdictador en los años noventa, condenado en 2009 a veinticinco años de prisión por violaciones a los derechos humanos, fue indultado por el presidente Kuczynski el 24 de diciembre, tres días después que Kenji, el hijo menor de Alberto, optara por votar en contra el pedido de «vacancia presidencial» (en criollo, la destitución del presidente). Kenji, un negociador hábil como puede verse, es leal a su padre, el temible exdictador. Pero el principal peligro para la democracia peruana parece ser Keiko, hermana de Kenji, excandidata a la presidencia en la última elección. Keiko, en su afán de poder, se opuso a que su padre fuera indultado. Según Steven Levitsky (politólogo y profesor de la Universidad de Harvard, experto en Perú), se opuso al indulto por considerar que Alberto podría terminar siendo un obstáculo en su carrera hacia la presidencia. La solidez de la dinámica económica (el PBI sigue creciendo) contrasta con la fragilidad de las instituciones democráticas. Los partidos políticos, en particular, siguen siendo claves del aire. Como sea, en Perú, el reino de la volatilidad política, la familia Fujimori hace y deshace.
Bolivia, para mi gusto, recorre, mucho más lenta y prolijamente que Venezuela, el mismo camino antiliberal. En el plano económico el Movimiento al Socialismo ha sido mucho más prudente que el chavismo. Pero en el plano político es evidente que lo anima idéntica búsqueda de hegemonía. Es igualmente obvio que no está dispuesto a dar un solo paso atrás. Hace dos años y, desde luego, confiando en ganar, Evo Morales sometió a referéndum popular una reforma constitucional orientada permitir su reelección. Aunque por un margen escaso, la enmienda fue derrotada (51,3% a favor del NO, 48,7% a favor del SI). El partido en el poder no aceptó la derrota y presentó un recurso ante el tribunal electoral. El Tribunal Constitucional Plurinacional apoyó el reclamo del MAS. Según la justicia electoral boliviana es más importante el derecho a la «participación política irrestricta» consagrado en el artículo 23 del Pacto de San José de Costa Rica que la limitación al poder presidencial consagrada en el artículo 168 de la Constitución de Bolivia, que fue ratificado en su vigencia luego del referéndum de 2016.
Adolfo Garcé
Doctor en Ciencia Política – Investigador del Departamento de Ciencia Política (Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de la República). Autor del libro “Donde hubo fuego: El proceso de adaptación del MLN-Tupamaros a la legalidad y a la competencia electoral (1985-2004)”. Co-autor del libro “La Era Progresista. El gobierno de izquierda en Uruguay: de las ideas a las políticas”. Líneas de investigación: Ideas, discursos y política; tecnocracia y democracia; Ideologías y adaptación partidaria.