DictaduraHistoriaPolítica

Mauricio Rojas: Marxismo y totalitarismo

Hay una lección universal que aprender del fracaso del marxismo revolucionario. Se trata de la perversión fatídica del idealismo revolucionario por su propia soberbia, por aquella voluntad de partir de cero, de hacer tabla rasa de lo que realmente somos.

 

El idealismo genocida

En los círculos en que transcurrió mi juventud revolucionaria no había calificativo más honroso que el de “bolche”. Era sinónimo de entrega total a la causa de la revolución y a la organización que la encarnaba. Eso ocurría en ese Chile de fines de los años sesenta que se hundía en una lucha fratricida que terminaría desquiciando a su pueblo y destruyendo su respetada democracia. Por ese entonces estudiábamos a Lenin con pasión. El ¿Qué hacer? y El Estado y la revolución eran lecturas obligatorias para todo buen bolche. Conocíamos bien los entretelones del Segundo Congreso de la socialdemocracia rusa, en el que se fundó el bolchevismo, y defendíamos, con absoluta convicción, el derecho de la revolución a instaurar lo que Marx llamó “dictadura revolucionaria del proletariado” y ejercer el terror con el objetivo de alcanzar sus fines. Al mismo tiempo, criticábamos al estalinismo, pero no por su uso ilimitado de la violencia, sino por ser una supuesta “degeneración burocrática” del ideal marxista-leninista. Circunstancias adversas habrían llevado a la perversión del impulso revolucionario, hasta convertirlo en un monstruoso Estado en manos de una nueva clase privilegiada. No era el ideal de Marx ni el de Lenin el que había fracasado, sino que era su aplicación bajo circunstancias extraordinariamente difíciles lo que habían forzado su corrupción. Por ello, el sueño revolucionario seguía vigente, y nada había en él que lo ensombreciese.

Sólo con el paso del tiempo y ya en el exilio fui entendiendo la profunda relación que existía entre ideales tan deslumbrantes como los nuestros y la penosa realidad de las sociedades edificadas en nombre de esos ideales. La dificultad fundamental estribaba en comprender cómo del idealismo podía surgir tanta maldad. Lo más fácil era atribuirlo a causas exteriores, a accidentes de la historia o a la perversidad de ciertos líderes, y quedarse así con los ideales impolutos y la conciencia tranquila. Pero esto fue lo que terminé poniendo en cuestión, y ello implicó, además, un serio cuestionamiento personal que me obligó a entender que también en ese joven idealista y romántico que yo había sido anidaba la semilla del mal.

Finalmente llegué a la conclusión de que en la misma meta que nos proponíamos estaba la raíz de un accionar político despiadado y sin límites morales. Lo que supuestamente estaba en juego era tan grandioso que todo debía ser subordinado a su consecución. Por ello es que la bondad extrema del fin puede convertirse en la maldad extrema de los medios; la supuesta salvación de la humanidad puede hacerse al precio de sacrificar la vida de incontables seres humanos; se puede amar al género humano en abstracto y despreciar a los hombres realmente existentes.

El esfuerzo por comprender la asombrosa metamorfosis en verdugos de idealistas entregados plenamente a la causa de crear un mundo nuevo me llevó a estudiar con cierta profundidad no sólo a Marx, sino también a los creadores del primer Estado totalitario moderno: aquellos revolucionarios rusos liderados por el noble hereditario Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, que quisieron abolir la opresión del hombre por el hombre y terminaron creando una maquinaria de opresión nunca antes vista en la historia de la humanidad.

El triste destino de esa primera revolución comunista exitosa se repetiría luego en cada país donde se intentó llevar a cabo un cambio semejante: el intento de recreación total del mundo y del hombre acabó siempre en el totalitarismo. Hoy, todo aquello puede parecer historia. Y así puede ser si sólo nos atenemos a las formas concretas que asumieron esos intentos mesiánicos. Sin embargo, mirando el fondo de las cosas podemos ver que hay una lección universal que aprender del fracaso del marxismo revolucionario. Se trata de la perversión fatídica del idealismo revolucionario por su propia soberbia, por aquella voluntad de partir de cero, de hacer tabla rasa de lo que realmente somos, o, para decirlo con las palabras de Platón en La República, de tratar al ser humano como si fuese “un lienzo que es preciso ante todo limpiar” para sobre él poder plasmar nuestras utopías.

Las raíces religiosas del marxismo

El pensamiento revolucionario de Marx es heredero de la tradición milenarista cristiana, cuyo núcleo está constituido por la gran profecía del Apocalipsis acerca de un Reino de Cristo sobre la Tierra que surgiría de la batalla final entre el bien y el mal, entre Cristo y el Anticristo, y que duraría mil años (de allí el término “milenarismo” o “quiliasmo” con que se la conoce). Esta profecía, así como la descripción de la hecatombe que antecederá la instauración del Reino de Cristo, poco tienen que ver con el mensaje de los evangelios y menos aún con la figura de Jesús, un mesías pacífico cuyo reino no era de este mundo, que ellos nos han legado.

En el Apocalipsis se recupera, con toda su fuerza, al mesías guerrero del Viejo Testamento, dando origen a una gran cantidad de corrientes heterodoxas cristianas que predicarán y se prepararán para el fin inminente del mundo tal como lo conocemos. Muchas de ellas pasarán a la acción revolucionaria, sintiéndose parte de los ejércitos redentores y diciendo encarnar el hombre nuevo y liberado del pecado que sería parte del orden divino venidero. Los excesos y baños de sangre en que concluyeron estos movimientos milenaristas militantes, como el liderado por Fra Dolcino en Italia o por Thomas Müntzer en Alemania, anunciaban a su manera los terribles avatares de aquel futuro milenarismo ateo que encontró su gran profeta en Karl Marx.

El Manifiesto Comunista de 1848 fue su inimitable texto fundacional y en sus palabras finales acerca de la inevitable revolución que vendría a dar paso al comunismo resuena una arrolladora fuerza profética que viene de los siglos: “Los comunistas no tienen por qué ocultar sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios no tienen en ella nada que perder, salvo sus cadenas. Tienen, en cambio, todo un mundo que ganar.”

Era la renovatio mundi, tan esperada desde los tiempos de las primeras comunidades cristianas y que jugó un papel tan importante en la historia de esa fe hasta el advenimiento de la modernidad, que ahora se presentaba, aparentemente despojada de sus atributos religiosos, para culminar un relato que negaba a Dios y no esperaba la segunda venida de Cristo, sino de un mesías terrenal encarnado por el proletariado fabril. De esta manera concluiría aquella historia de la humanidad que, según nos dice la frase inicial del primer capítulo del Manifiesto, no habría sido más que la historia de la lucha de clases. Ese fue el largo “valle de lágrimas” que para los fundadores del marxismo mediaba el tiempo histórico que va desde la pérdida de la comunidad originaria o comunismo primigenio (el Jardín del Edén marxista) hasta la llegada del paraíso terrenal del comunismo futuro.

Esta poderosa trasposición del mensaje bíblico bajo ropajes propios de un mundo que perdía la fe religiosa y adoraba a la ciencia le dio al marxismo su potente caja de resonancia: casi dos milenios de expectativas de redención que ahora, al fin, podían cumplirse y liberarnos de las miserias y tribulaciones que siempre han sido el pan de cada día de la existencia humana. Y la bisagra entre la explotación burguesa, capítulo culminante de la historia de la explotación y los conflictos de clase, y el mundo redimido del comunismo era el cataclismo revolucionario que con su violencia cerraba la puerta del pasado y abría la del esplendoroso futuro.

Este momento supremo no trataba sólo del derrocamiento de los supuestos explotadores y la toma del poder por los proletarios. En ese dramático momento-bisagra nacía, además, el hombre nuevo, el hombre comunista, el redentor redimido por su propia acción revolucionaria. Esto lo había establecido Marx ya un par de años antes de la redacción del Manifiesto en una obra, La ideología alemana (escrita, tal como el Manifiesto, en colaboración con Friedrich Engels), donde por vez primera expone su concepción histórica de conjunto. Estas son sus palabras (los énfasis son de Marx): “Tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesaria una transformación masiva del hombre, que solo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución, y que, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases.”

Marx y la sociedad total

La característica esencial de esta sociedad-paraíso que Marx llamaría comunismo es la unidad inmediata y absoluta del ser humano con su especie. Se propone, pues, el surgimiento de una sociedad total, totalizante y totalitaria en el sentido estricto de la palabra. Esta idea de una sociedad en la que desaparece el individuo como tal, es decir, el individuo con derecho a una esfera propia de libertad separada de lo colectivo y lo político, fue elaborada extensamente por Marx en sus escritos de 1843-44, en particular en Sobre la cuestión judía de fines de 1843. Allí se critica la idea misma de los derechos humanos como expresión del individualismo egoísta: “Ninguno de los llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad civil, es decir, del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad.”

Para Marx, los únicos derechos importantes son los derechos políticos. En su visión, el individuo queda reducido a su calidad de miembro de un colectivo político y sus derechos no son otros que aquellos que éste le reconozca. Esta es, exactamente, la esencia de la definición de los conceptos de Estado totalitario y totalitarismo que Mussolini acuñó en los años veinte del siglo pasado: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Se trata, además, de la misma forma de concebir los derechos y las “libertades” de Hegel, el gran maestro intelectual de Marx, que en este sentido es el primer gran pensador totalitario avant la lettre. Conocida es su afirmación, contenida en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, acerca de que “el hombre debe cuanto es al Estado. Sólo en este tiene su esencia. Todo el valor que el hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado”

La visión mesiánica de Marx y su sueño sobre la sociedad total encontraría con el tiempo miríadas de seguidores entusiastas. Entre ellos, los revolucionarios rusos encabezados por Lenin serían los primeros en disponer del poder necesario para intentar la realización práctica de ese ”asalto al cielo”, que debería dar paso a un ser humano y a una sociedad absolutamente renovados. El resultado fue, en parte, plenamente congruente con la utopía de Marx: efectivamente, se creó la primera sociedad total o totalitaria. Al mismo tiempo, ni de cerca se cumplieron las promesas de armonía, reconciliación y felicidad, sino que del sueño del Reino Celestial sobre la Tierra surgió un régimen de una brutalidad sin precedentes.

Lenin y el partido totalitario

El paso de la idea de la sociedad total de Marx a su realización bajo Lenin, Stalin, Mao y tantos otros dictadores comunistas requirió siempre de un paso intermedio de importancia vital: la creación del partido totalitario, plasmación anticipada de la utopía de la sociedad total, con su hombre-comunidad u hombre-partido ya realizado. Este fue el aporte decisivo de Lenin tanto al marxismo revolucionario como a la génesis del totalitarismo moderno, cualquiera que sean sus ropajes ideológicos. Así se pudo llevar a cabo “el programa de Marx”, la “realización de la filosofía” de que hablaba en sus obras juveniles, el intento de construir un mundo en el que, para decirlo con las palabras de Sobre la cuestión judía, desapareciera “el dualismo entre vida individual y vida de la especie”.

Para crear este hombre-especie hubo que destruir, por la fuerza, toda sociedad civil y toda individualidad independiente, todo vínculo o ámbito que separase al ser humano del colectivo. Este sacrificio del individuo en aras de la colectividad fue realizado voluntariamente por el militante revolucionario del partido leninista, el hombre-partido que vive por y para el partido. Ésa fue la célula básica y el prototipo de la futura sociedad total: un ser humano que se segrega o aísla completamente del mundo circundante para sólo existir en y mediante el partido. Estamos, con las palabras de Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, ante: “un ser humano absolutamente aislado, aquel que, sin ningún otro vínculo social con la familia, los amigos, los compañeros e incluso conocidos, deriva su sentido de tener un lugar en el mundo solamente del hecho de pertenecer al movimiento, de su militancia en el partido.”

Uno de los teóricos leninistas más brillantes, el filósofo húngaro György Lukács, afirmó ya en 1922, en uno de los ensayos que componen su célere obra Historia y conciencia de clase, que “la absorción incondicional de la personalidad total de cada miembro en la práctica del movimiento es el único camino viable hacia la realización de la libertad auténtica”. Éstas son palabras dignas de ser pensadas un par de veces: la “libertad auténtica” es, tal como Marx había dicho en sus escritos de juventud, la negación del individuo como tal.

Para extender este ideal a toda la sociedad se requiere, independientemente del país de que se trate y de las condiciones imperantes, de una coacción inaudita. Esto es lo que hace de la utopía misma de Marx la fuerza motriz y la esencia de los totalitarismos que se construirán e impondrán invocando su nombre. En Rusia, y en tantos otros sitios, los hombres fueron totalizados contra su voluntad, se arrasó a sangre y fuego toda existencia fuera del colectivo definido y controlado por el Partido-Estado. Se creó así aquello que Hannah Arendt definía como la base misma del totalitarismo: una sociedad de individuos aislados y sin relaciones sociales normales que se ven enfrentados a un poder que los envuelve y les da la única vida social e identidad que se les permite tener.

De Lenin a Stalin

La creación de una sociedad así fue emprendida por Lenin y consolidada por Stalin a través del terror generalizado y la destrucción de toda vida económica, social o cultural independiente del Partido-Estado. Su arma más eficaz y su efecto más profundamente destructivo fue una desconfianza generalizada, un miedo universal que hacía que cada individuo viera en toda relación social ajena a la esfera del Partido-Estado un peligro para la propia supervivencia.

Se trata de un largo proceso iniciado la noche del 24 al 25 de octubre (según el calendario juliano) de 1917, cuando las tropas de asalto de la Guardia Roja bolchevique tomaron el poder en las principales ciudades de Rusia. Se llevaba así a los hechos la voluntad de Lenin, que desde septiembre de ese año venía planteando la necesidad de dar un golpe de Estado aprovechando el caos reinante. Su argumento era tajante: si 130 mil terratenientes habían podido gobernar a 150 millones de personas en los tiempos del zarismo, bien podrían hacer lo mismo 240 mil comunistas disciplinados, armados y decididos a todo.

La noche del 25 de octubre se pone al Congreso de los Soviets de Obreros y Soldados ante el hecho consumado de la toma del poder, ante lo cual la mayoría pro bolchevique del mismo nombra un “gobierno provisional” encabezado por Lenin. Lo que vino a continuación nada tuvo que ver con la revolución democrático-popular que se venía desarrollando en Rusia desde febrero de 1917, sino que fue su opuesto radical: una contrarrevolución antidemocrática y antipopular destinada a imponer, a sangre y fuego, el dominio de una minoría sin escrúpulos sobre la mayoría del pueblo ruso.

Las medidas tomadas por los nuevos gobernantes lo dicen todo: ya el 27 de octubre de 1917 se reinstaura la censura; el 7 de diciembre se crea la Cheká, es decir, la policía política del nuevo régimen que pronto llegaría a tener unos 250 mil efectivos; el 6 de enero de 1918 se disuelve por la fuerza la Asamblea Constituyente, democráticamente elegida y en la cual los bolcheviques estaban en minoría; el 14 de enero se destinan destacamentos armados para efectuar requisas de alimentos en el campo bajo la orden de Lenin de “adoptar las medidas revolucionarias más extremas”; en abril, Lenin llama a ejercer abiertamente la dictadura “férrea” e “implacable” e iniciar, sin mediar ningún levantamiento significativo contra el nuevo régimen, la guerra civil contra toda oposición. Sus palabras son meridianamente claras: “Toda gran revolución, especialmente una revolución socialista, es inconcebible sin guerra interior, es decir, sin guerra civil.”

Algunos meses después Lenin mostrará hasta que extremos estaba dispuesto a llegar al firmar, en agosto de 1918, la tristemente célebre orden de ahorcamiento masivo de kulaks (campesinos acomodados). Este texto dice todo acerca de su autor y del régimen de terror que estaba implantando. Por ello lo cito íntegramente (los énfasis son de Lenin):

”11 de agosto de 1918

Enviar a Penza

A los camaradas Kuraev, Bosh, Minkin y demás comunistas de Penza

¡Camaradas!

La rebelión de los cinco distritos de kulaks debe ser suprimida sin misericordia. El interés de la revolución en su conjunto lo exige, porque “la batalla final decisiva” con los kulaks se está desarrollando por todas partes. Necesitamos estatuir un ejemplo.

  1. Ahorquen (ahorquen de una manera que la gente lo veano menos de 100 kulaks conocidos, hombres ricos, chupasangres.
  2. Publiquen sus nombres.
  3. Quítenles todo su grano.
  4. Designen rehenes – de acuerdo al telegrama de ayer.

Háganlo de manera tal que la gente, a centenares de verstas (medida rusa de aproximadamente un kilómetro) a la redonda, vea, tiemble, sepa, grite: están estrangulando y estrangularán hasta la muerte a los kulaks chupasangres.

Telegrafíen acuso, recibo y ejecución.

Suyo,

Lenin

Busquen gente verdaderamente dura.”

Esta orden no es un hecho aislado. La habían antecedido medidas como la masacre de toda la familia del zar Nicolás II en julio y seguirían muchas otras medidas que pueden ser resumidas con ayuda de algunos párrafos de la biografía de Lenin escrita por Hélène Carrère d’Encausse: “Seguirán a esta orden innumerables mensajes del mismo tipo: enfrentado a la resistencia social Lenin ya no sabe más que ordenar medidas terroristas (…) Pero hay que señalar desde ya que genera una fuerte resistencia campesina, a la vez contra una política de requisas que pretende quebrar al sector por el hambre y contra ese mismo terror. Violencia de la desesperación contra la violencia leninista: Rusia se convierte en un país en que se despliega un terrorismo estatal sin precedentes (…) El 5 de septiembre (de 1918), un decreto instaura oficialmente el ”terror rojo”, terror masivo, y libera a la Cheká de cualquier preocupación legal.”

Eran los inicios de un largo proceso contrarrevolucionario que se prolongaría hasta los años treinta, cuando se doblega definitivamente a los campesinos rusos mediante acciones militares genocidas a la vez que se afianza el GULAG, es decir, el enorme sistema soviético de campos de concentración. En total, unos veinte millones de personas perdieron la vida a causa de la represión y las hambrunas. Nada quedó en pie de lo conquistado por el pueblo ruso en el periodo revolucionario que se inicia en febrero de 1917 y se cierra en octubre de ese mismo año con el golpe de Estado bolchevique.

El terror y la esencia del totalitarismo

Las grandes purgas soviéticas de los años treinta merecen un tratamiento aparte ya que, de una manera inigualable, nos enseñan la esencia misma del totalitarismo. Su blanco principal, pero de ninguna manera el único, fue la vieja guardia comunista y convirtieron en regla lo que en inglés se denomina guilty by association, la culpabilidad por el mero hecho de tener una relación con una persona a la que se le imputa un crimen. Llega así a hacerse obvio que la prudencia más elemental exige que, dentro de lo posible, se eviten los contactos íntimos. Como escribió Hannah Arendt: “llevando este principio hasta sus extremos más asombrosos, los gobernantes bolcheviques han logrado crear una sociedad atomizada e individualizada como nunca antes se había visto”.

La pregunta que surge en este contexto es acerca de la necesidad de Stalin de lanzarse sobre su propia gente de esta manera. Se puede siempre imputarle este tipo de hechos a los rasgos paranoicos que no son difíciles de encontrar en Stalin, pero esto no es sino confesar que se está ante algo que, de verdad, no se entiende. Mi respuesta es que se trata de una forma inusualmente pedagógica de demostrar ante todos y, especialmente, ante la nueva élite que llegaba al poder, que nadie estaba por sobre el sistema totalitario, que todos estaban amenazados y que “cualquiera puede desaparecer en cualquier momento”, para decirlo con las acertadas palabras de Leonard Schapiro en su conocida obra sobre el Partido Comunista de la Unión Soviética. Se trataba de aterrorizar incluso a quienes ejercían el terror. Este es el non plus ultra del totalitarismo.

El rasgo más esclarecedor sobre la naturaleza del totalitarismo y sus raíces marxista-leninistas está en las confesiones de los viejos líderes bolcheviques. La necesidad de las mismas desde el punto de vista del sistema no es tan difícil de entender como manifestación última de su poder. Ahora, el hecho de que tantos revolucionarios, endurecidos por una larga lucha y orgullosos de su historia, llegasen no solo a humillarse como lo hicieron, sino a autodestruirse moralmente de manera pública es algo que resiste cualquier explicación fácil. Sin embargo, entender este misterio es la clave misma para entender cabalmente la esencia del pensamiento totalitario.

A entender estas confesiones está dedicada la célebre novela de Arthur Koestler El cero y el infinito, cuyo título en inglés, Darkness at Noon, es mucho más expresivo y está inspirado en las poéticas palabras de Milton: “Oh dark, dark, dark, amid the blaze of noon!”. Lo que allí se trata de entender es esa oscuridad profunda que surge justamente del resplandor del mediodía de la revolución, ese mal aterrador hijo de la voluntad de crear un paraíso sobre la Tierra.

En el personaje central de la novela, Rubashov, se mezclan las características de varios líderes bolcheviques que fueron víctimas de la violencia estalinista, especialmente Bujarin, Trotski y Radek. Su tesis central –conocida como “teoría de la confesión”– es que las confesiones encuentran su explicación última en aquel complejo de ideas que forma la esencia del marxismo revolucionario, particularmente su deslumbrante idea de la revolución redentora encarnada por el partido, frente a la cual el revolucionario debe entender su insignificancia y preguntarse siempre, ante cada paso que deba dar, no por lo bueno en el sentido moral sino por lo que, en ese momento específico, favorece aquella gran causa que le da sentido a su vida.

Es por ello que mentir o decir la verdad, usar los métodos parlamentarios o el terror, salvar o sacrificar una o muchas vidas, confesar los crímenes más inverosímiles o no, todo ello debe juzgarse no con el rasero de la moral normal sino en función de su utilidad revolucionaria. Y es justamente a partir de este razonamiento que los interrogadores pueden convencer a sus víctimas de que, para ser fieles a sus vidas como revolucionarios, deben ahora mentir y humillarse a sí mismos ya que es justamente eso lo que la revolución y el partido exigen de ellos en ese minuto. Y ellos mismos lo entenderán así a partir de aquella lógica con ayuda de la cual siempre habían vivido y actuado. Lo que ahora harían consigo mismos no es sino lo que siempre habían hecho, es simplemente su vida de revolucionarios puesta en una encrucijada especialmente peculiar que exige de ellos, para no autodestruirse como revolucionarios ante sí mismos, que se destruyan moralmente ante el mundo. Por ello harán lo que harán y lo harán convencidos de que algún día la historia los justificaría.

Pocos han, como Koestler, resumido tan certeramente la esencia del pensamiento totalitario que hace desaparecer al individuo ante sí mismo, que lo subsume mentalmente en algo superior, en un destino colectivo que le da sentido a su vida y, por ello mismo, tiene derecho a exigirle que la sacrifique en aras de la causa, como un último servicio a la misma. Esto mismo lo planteó, paralelamente a Koestler, quien fuese jefe del Servicio de Espionaje Militar Soviético para Europa Occidental, el general Walter Krivitski, que había roto con el régimen soviético en 1937. Así escribe en su libro Fui un agente de Stalin: “¿Cómo se obtenían las confesiones? […] Un mundo perplejo observaba, pasmado, como los constructores del gobierno soviético se culpaban a sí mismos por crímenes que nunca cometieron […] Desde entonces el mundo occidental mira las confesiones como un enigma […] Si bien muchos factores contribuyeron a quebrar a esos hombres hasta el punto de hacer tales confesiones, ellos las hicieron, a la postre, con la sincera convicción de que ése era el último servicio que podían prestar al partido y a la revolución. Sacrificaban el honor y la vida para defender al odiado régimen de Stalin porque éste seguía representando aún el único y débil destello de esperanza de un mundo mejor, a cuyo logro habían consagrado la juventud de sus vidas.”

Sobre lo mismo ha razonado el célebre historiador del terror soviético Robert Conquest, que dedica todo un capítulo de El Gran Terror al “problema de la confesión”, tratando de darle una explicación a partir de lo que él llama “la mente de partido” (the party mind). Ahora bien, lo que Koestler, Krivitski y Conquest han dicho no es, en el fondo, sino un desarrollo de lo que uno de los principales acusados de los procesos-espectáculo de Moscú dijo en una carta enviada a Stalin desde la cárcel en la que esperaba su triste fin. Se trata de la carta del 10 de diciembre de 1937 de Nikolái Bujarin a Iosif Vissarionovich (Stalin): “Por dios, no creas que te estoy reprochando nada, ni siquiera en lo más profundo de mi conciencia. No nací ayer. Soy perfectamente consciente de que los grandes planes, las grandes ideas y los grandes intereses deben anteponerse a todo lo demás y sé que sería mezquino por mi parte situar la cuestión de mi propia persona a la par de las tareas universales e históricas que reposan, ante todo, sobre tus hombros.”

Bujarin desarrollará plenamente este razonamiento en su última declaración ante el tribunal que pronto lo sentenciaría a muerte: “Ahora quiero hablar de mí mismo, de los motivos que me llevaron a arrepentirme. Ciertamente, hay que decir que las pruebas de mi culpabilidad juegan también un importante papel. Durante tres meses permanecí encerrado en mis negativas. Después inicié el camino de la confesión. ¿Por qué? El motivo estriba en que, durante mi encarcelamiento, pasé revista a todo mi pasado. En el momento en que uno se pregunta: Si mueres, ¿en nombre de qué morirás?, aparece de repente y con sorprendente claridad un abismo profundamente oscuro. No había nada por lo que mereciese la pena morir, si pretendía hacerlo sin confesar mis errores. Por el contrario, todos los hechos positivos que resplandecían en la Unión Soviética tomaban proporciones diferentes en mi conciencia. Esto fue lo que en definitiva me desarmó, lo que me obligó a doblar mis rodillas ante el partido y ante el país.”

Junto a estas reflexiones, Bujarin desarrolla en esa última declaración un análisis de una profundidad extraordinaria acerca del logro más siniestro del sistema totalitario: su capacidad de contaminar el medio ambiente mental de un pueblo hasta crear un desdoblamiento psíquico que debilita interiormente toda voluntad de resistencia. Se trata de la esencia misma del Estado totalitario, cuya lucha fundamental es por el dominio absoluto de las mentes mediante la imposición de una visión o forma de ver el mundo que adquiere, por su constante y apabullante repetición, tal realidad que termina haciendo que todo aquel que no la comparta o que simplemente la ponga en duda se convierta en un perturbado mental no solo ante el mundo circundante sino, muchas veces, ante sí mismo. Estas son las notables palabras de Bujarin: “Me parece verosímil pensar que cada uno de los que estamos ahora sentados en este banquillo de los acusados tenía un extraño desdoblamiento de conciencia […] Lo que constituye el poder del Estado proletario no es solamente el haber aplastado a las bandas contrarrevolucionarias, sino también el haber descompuesto interiormente a sus enemigos, el haber desorganizado su voluntad. Esto no ocurre en ningún otro sitio […] en nuestro país, el adversario, el enemigo, posee al mismo tiempo esa doble conciencia, esa conciencia desdoblada. Y me parece que esto es lo que hay que comprender ante todo.”

Con este análisis, Bujarin tocaba la esencia misma del dominio totalitario que ha logrado sus fines últimos, aquella esencia que ya el año 1921 había sido denunciada por los marineros de la base naval de Kronstadt, que se habían sublevado contra la dictadura comunista dirigida en ese entonces por Lenin y Trotski: “Pero lo más bajo y criminal de todo es la esclavitud moral instaurada por los comunistas: ellos han incluso metido sus manos en el mundo espiritual de los trabajadores obligándolos a pensar a su manera.”

Palabras finales

Este fue el resultado final de una cadena que lleva de las descripciones idílicas del comunismo hechas por Marx a la realidad terrible del estalinismo y de tantas otras dictaduras comunistas. La línea evolutiva es fácilmente trazable y descansa sobre una lógica que, más allá de las circunstancias y los matices, está inscrita en la más central y poderosa de todas las ideas de Marx: la idea de la renovación total del mundo y la creación de un hombre nuevo colectivizado.

Se trata de esa limpieza del lienzo humano de que nos hablaba Platón y que, tal como dice Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, implica el uso sistemático de los métodos más bárbaros de dominación: He aquí (…) lo que significa la limpieza del lienzo. Deben borrarse las instituciones y tradiciones existentes. Se debe purificar, purgar, expulsar, deportar, matar.”

 

 

 

Botón volver arriba