Mayte Alcaraz: Votar a los 16
No hay que olvidar una clave importante: esas capas jóvenes de edad son mucho más influenciables por las redes sociales y, por tanto, más proclives a contaminarse con la polarización extrema en la que vivimos
Ahora que Gran Bretaña, con el laborista Keir Starmer a la cabeza, ha recuperado una de sus principales promesas electorales, la relativa al adelanto de la edad mínima de voto de los 18 a los 16 años, conviene saber qué implicaciones tiene una medida que, lejos de ser inane, es de un calado mayúsculo; de ahí el interés inconfesable de la extrema izquierda por impulsarlo. Los que la defienden, en España fundamentalmente el grupo de Sumar con la ministra Sira Rego a la cabeza (el Gobierno de Sánchez por el momento se ha puesto de perfil), lo hacen arguyendo que ampliar la participación electoral se traduciría en un fortalecimiento de la democracia. Craso error. Es verdad que, de adoptarse esta reforma legal, aumentaría nuestro censo electoral en un millón más de nuevos votantes; pero eso es en la teoría, pues faltaría que los jóvenes ejercieran esa nueva facultad cívica. Pero no nos engañemos, la izquierda no quiere mejorar la democracia ni hacer más plural el cuerpo electoral. Sobre la base de que el voto joven es más de izquierdas, esta ideología sueña con sumar más papeletas para sus siglas en las urnas.
Creen que entre los de 16 y 18 años tienen un gran caladero social que jamás votaría a la derecha, cuyos electores –según el imaginario popular– siempre es más maduro y de tendencias más conservadoras. Pero eso ya no es así: aunque las encuestas de hasta hace dos años dieron como resultado que los partidos más votados por los jóvenes de entre 18 y 24 años son PSOE y Sumar, después de las elecciones europeas cambió la tendencia, marcando una progresiva derechización de las capas de menor edad. De hecho, Vox es hoy el partido preferido de los jóvenes españoles, según el CIS de julio. En Austria, donde se legalizó hace no mucho y previamente se introdujo una reforma educativa para dar formación política desde los 14 años, ese nuevo sufragio se tradujo en la victoria de las fuerzas ultraconservadoras. También Malta redujo la edad mínima, Alemania permite votar a los 16 años en comicios locales y al Europarlamento, como Bélgica, o Grecia, que ha situado el límite desde los 17 años.
No hay que olvidar una clave importante: esas capas jóvenes de edad son mucho más influenciables por las redes sociales y, por tanto, más proclives a contaminarse con la polarización extrema en la que vivimos. Por tanto, ampliar el permiso de voto es una moneda al aire que puede tener consecuencias indeseables para algunos; quizá ahí esté la explicación de que cada vez que se le pregunta a la portavoz de Sánchez, Pilar Alegría, salga por peteneras y apele a que no hay consenso para la reforma. En Moncloa creen que, si no hay garantía de meter más papeletas en su buchaca, es mejor en tiempos de tribulación no hacer mudanza.
Además, hay razones prácticas que apuntan a la incoherencia de esta medida. En España, un joven de 16 años no puede conducir y necesita el permiso paterno para irse de excursión. Si a eso sumamos que cada vez la Administración infantiliza más a estos muchachos, restándole la responsabilidad en los estudios para que no se estresen o tutelando, por ejemplo, la publicidad que les llegue para que no reciban estímulos como la alimentación industrial o el juego o contenidos culturales que pudieran perturbarles, parece que no se compadece con dotarles de un derecho para el que se requiere cierta madurez y discernimiento.
Es lo que le faltaba a Europa, con procesos electorales radicalizados que pretenden romper las reglas del juego y someter a las sociedades liberales a tensiones y políticas desestabilizadoras. Además, nada garantizaría que esos nuevos votantes acudieran en masa a ejercer su sufragio. Así que mejor los experimentos con gaseosa. Y que Sira Rego, que trabaja menos que Óscar Puente, busque otro entretenimiento si se aburre.