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Mentiras sin castigo

Las palabras tienen peso e historia. Como los actos, deben tener consecuencias. No se puede torcer su significado impunemente.

Todos mentimos de vez en cuando. La mentira es parte de la vida. “El ser humano no puede soportar tanta realidad”, dice Eliot en “Burnt Norton”. Ante la formidable presión de lo real, la mentira ofrece un escape, un respiro.

La mentira, en política, es un negocio muy redituable. Se miente en las campañas para alcanzar el poder. Se miente el día de la elección cuando todos se proclaman ganadores. Se miente en el gobierno al inaugurar obras inconclusas. Se miente con frases huecas y con estadísticas en mano. La impunidad declarativa es absoluta.

Hace varios años se puso de moda el término posverdad, que refería a la información que no estaba basada en hechos objetivos sino que apelaba a las emociones o creencias del público. El término pareció evaporarse con el tiempo, pero lo que designa es hoy algo cotidiano. Ya no usamos el término porque estamos inmersos en la posverdad. Es un elemento tan natural que dejamos de advertirlo.

A los mentirosos en política se les conoce desde la Grecia clásica como “demagogos”, se les considera desde entonces como el mayor peligro de las democracias. En el siglo XVIII, Jonathan Swift escribió en El arte de la mentira política: “No existe ningún derecho a la verdad, el pueblo no tiene derecho alguno a pretender ser informado de la verdad”. Por supuesto, hablaba satíricamente. Rodolfo Usigli se refirió al gesticulador como el hombre que es devorado por sus propias mentiras.

En 1984, la célebre novela de George Orwell, el protagonista, Winston Smith, vive en un mundo totalitario. La mentira es el eje del sistema. Se habla de paz cuando se padecen guerras continuas. Se habla de bienestar cuando se sufren carestías. Se habla de amor cuando es un régimen basado en el odio. Sin embargo, la verdad que nos muestra la realidad palpable debe ser superior a la mentira oficial. Si esto es cierto, la libertad es posible.

Años antes de escribir 1984, cuando trabajaba para la BBC, Orwell había seguido con atención el método nazi de manipulación de la verdad: “Si el líder dice que tal o cual acontecimiento ‘nunca ocurrió’,  bueno, eso nunca sucedió. Si dice que dos y dos son cinco, bueno, dos y dos son cinco. Esta perspectiva me asusta mucho más que las bombas” (“Mirando hacia atrás a la guerra civil española”, 1942).

La ficción terminó por invadir la realidad cotidiana. Gracias a la propaganda, la mentira está terminando por sustituir a la realidad.

En un cuento de Borges un hombre encuentra, en el tomo de una enciclopedia, la descripción detallada de otro mundo, parecido al nuestro, pero distinto. El hombre concluye que es obra de un grupo de sabios y expertos que, con esa minuciosa descripción, quisieron jugar la gran broma de inventar un mundo alternativo. Luego de concluir eso, poco a poco, el hombre comenzó a encontrar en la realidad cotidiana objetos que aparecían descritos en el tomo sobre el otro mundo. La irrealidad lentamente fue carcomiendo a la realidad. La ficción invadió nuestro mundo. La mentira terminó por sustituir a la verdad. Algo semejante ocurre en nuestro triste contexto político.

No debemos permitir que la mentira se expanda, debemos impedir esa metástasis social. Debemos marcar un alto a la impunidad declarativa. No podemos permitir que se siga devaluando el lenguaje público. Las palabras deben volver a importar. Es una cuestión de higiene verbal y social.

La mentira en nuestro país, como instrumento político, es barata y goza de total impunidad. No se puede denunciar legalmente al presidente por decir mentiras. Se pueden exhibir en los medios sus mentiras, unos medios que el presidente ya descalificó cientos de veces al llamarlos mentirosos.

Las mentiras deben de tener consecuencias, al menos electorales. El pésimo manejo de la pandemia fue una catástrofe histórica. Lo peor que le ha ocurrido a México desde la Revolución, hace cien años. Cuando nos dicen que no hubo nunca 800 mil muertos por covid-19, cuando desde el poder se repite una y otra vez que fuimos de los mejores países en atender la pandemia, y la gente responde que sí, que el presidente tiene razón, que por eso la gente lo quiere, que por eso es tan popular, que casi no hubo muertos, o no tantos, y el que lo ponga en duda es un cretino, desinformado e hipócrita.

Cuando la mentira termine por sustituir a la verdad fatalmente sabremos que hemos perdido lo más valioso: la verdad.

Por eso mismo, no deja de ser curioso que uno de los presidentes más mentirosos de que tengamos memoria haya incluido en su programa matutino una sección dedicada a revelar “quién es quién en las mentiras de la semana”. Pronto la sección devino en ridículo. Ya no exhibe “mentiras” sino “exageraciones”.

La mentira sistemática mina los cimientos de la República. Al día siguiente de las elecciones de junio de 2021 el presidente reportó unas elecciones tranquilas en las que hasta los delincuentes “se portaron bien”. Pero no ocurrió así, se secuestraron operadores políticos y candidatos de la oposición, el crimen organizado operó a favor de Morena. Hace un par de días López Obrador afirmó: “Por primera vez en décadas, a lo mejor en siglos, el gobierno federal no interviene en un proceso electoral”. Aseveración totalmente falsa: el presidente ha intervenido numerosas veces descalificando a la oposición en sus conferencias al mismo tiempo que se ha tolerado el escandaloso dispendio en la promoción de los precandidatos de Morena.

Las palabras tienen peso e historia. Deben importar en la esfera común pero sobre todo en la vida pública. Las palabras, como los actos, deben tener consecuencias. No se puede torcer su significado impunemente.

La verdad importa, todavía. Cada vez menos, pero importa. El presidente miente de manera cotidiana sin que eso afecte su popularidad. La mentira está instalada en el centro de nuestra vida pública. Vivimos en el país de la mentira y la simulación. ~

 

 

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